Caigo en uno de esos remolinos mentales de tristeza y angustia. Creo que todo se debe a que mi mente le dio por trasladarse al futuro, y ya se sabe que eso no sirve de nada, que debemos procurar ser lo más budistas que podamos y anclarnos al presente con toda la fuerza de voluntad posible.
Acudo a un remedio Ancestral: aplicarme una sesión de lectura en un café. El medicamento que me acompaña es Todas las crónicas de Clarice Lispector.
Es una escritora que leo hace poco, unos 2 o 3 años. La había oído nombrar hasta que un día, Luisa, una amiga, me dijo que era una de sus preferidas. “Debo leerla”, pensé, y su nombre me quedó dando vueltas en la cabeza.
Luego, un día que visité Wilborada, me topé con su libro En estado de viaje. El título me llamó la atención y me lo llevé sin casi hojearlo. Cuando comencé a leerlo me di cuenta de que eran notas de prensa, reportajes y crónicas y algunas me parecieron maravillosas por la forma en que Lispector narra lo cotidiano, como una que escribió en España sobre unos bailarines de flamenco.
En la última feria del libro, también sin quererlo, me encontré su libro de todas las crónicas y de acuerdo a mi teoría de precio vs número de páginas, lo llevé de inmediato.
Después de haber escrito en su mayoría ficción, cuentos y novelas, a Lispector la contratan de un diario brasileño para que escriba una columna todos los sábados. Insiste en que no sabe escribir crónica, pero los editores le dicen que no importa que escriba sobre lo que quiera.
Entonces el libro está compuesto de pequeñas piezas sobre cosas que le ocurren y sus pensamientos sobre la vida, el amor, las relaciones etc. y cargan tanta verdad, o resuenan con esas verdades que uno lleva encima, que leerla aligera el peso de la vida.