martes, 10 de abril de 2018

Cueva

Hay días en los que no abre las persianas y su cuarto se sume en una penumbra acogedora. Suelen ser días fríos en los que el sol no existe y un cielo encapotado despliega toda una gama de grises; son días, también, en los que el frío parece penetrar hasta los huesos. 

Le gustan esos días, pues suelen venir acompañados de una tranquilidad abrumadora, como si la banda sonora fuera Three Little birds de Bob Marley. 

Su mente trabaja a toda marcha, pero no patina en ninguno de los pensamientos que llegan: imágenes, recuerdos, anhelos, que se presentan en ráfagas desordenadas, imágenes inconexas que se evaporan igual de rápido como aparecen. Siente que es como estar y no estar presente, como acción, pero sin ninguna reacción.

A veces piensa que, en uno de esos días, en medio de ese estado de presencia y tranquilidad absoluta, va a dar con un párrafo o línea inicial, como el de Ana Karenina o La Metamorfosis, el comienzo de una gran novela que lleva oculta y que está esperando el momento preciso para salir a la superficie la consciencia, pero, como ya sabemos, no le hecha tiza a ese asunto tampoco; es como si la pregunta que me lo acompañara en esos días fuera “¿Qué tal si?”, esa sencilla indagación que abre un resquicio en cualquier barrera de escepticismo, por el que se cuelaun rayo de esperanza.

En esos días también le gusta imaginar que está solo, que no hay ni una sola persona en varios kilómetros a la redonda, pero no es una soledad melancólica, sino, digamos, necesaria. Una de las pocas cosas que le hacen compañía es la luz de su lampara preferida, que crea sombras con los objetos que se encuentran encima del escritorio: Un pocillo con restos de café, iguales de frio que el día, y un montículo de libros y papeles en desorden, que quien sabe hace cuanto no revisa. 

Recuerda que alguien le contó que Rushdie, en sus inicios como escritor, escribía en un ático, y que cuando retiraba la escalera de mano y cerraba la trampilla, se quedaba solo en una cueva triangular de madera.