lunes, 23 de marzo de 2015

Beatriz


En estos días, un pasaje de una novela me hizo acordar de una profesora que tuve en tercero de primaria que se llamaba Beatriz.  Ella era alta (debía medir más de 1.70), tenía varias canas y una voz chillona.  

Beatriz tenía una forma muy particular de llamar la atención del curso, cuando este se encontraba inmerso en un desorden completo.  De un momento a otro, al agotar sus recursos pedagógicos, agarraba una regla de metal entre sus dedos y la golpeaba contra el escritorio como si estuviera picando una cebolla a toda velocidad.

El ruido que lograba hacer con ese acto era ensordecedor y sumado con su voz chillona, era casi un combo mortal.  Ella también parecía estar siempre con el pecho congestionado.  Una imagen que desearía no tener grabada en mi memoria es que, en ocasiones, cuando tenía mucha tos, no le importaba realizar ese ruido gutural, que casi parece de ultratumba, para luego escupir en la caneca del salón.
 Beatriz también vivía quejándose de sus venas varices, pero a pesar de eso no recuerdo haberla visto nunca con zapatos planos; siempre vestía de sastre y tacones. 
En mi colegio la cancha de fútbol más cercana a los salones de primaria, era de cemento, y tenía, como  cualquier cancha de fútbol de colegio,  la capacidad de soportar más de tres partidos al mismo tiempo.

Un día Betriz tuvo la mala idea de caminar en medio de la cancha en pleno recreo.  Alguien, en medio de ese desorden era imposible identificar al agresor, le metió un tradicional taponazo a un balón mientras ella iba pasando, el cual deafortunadamente hizo  impacto en una de sus pantorillas.

Todavía recuerdo los gritos de dolor de Beatriz, quién quedó tendida en el suelo.  Creo que al rato, como niños, le restamos importancia al episodio y continuamos jugando.