Afuera, una mujer bajita, que parece una niña, pero que tiene rasgos faciales y un tono de voz de mujer mayor, carga una canasta con fresas. “¿Se le ofrece amor?”, me pregunta. Me desconciertan sus palabras cariñosas, por la facilidad con la que las pronuncia y porque no puedo dejar de pensar que es una niña.
Apenas entro un hombre cucharea con ganas una taza de ajiaco. Un plato con una pequeña montaña de arroz, una porción de aguacate y una mazorca muy amarilla, casi blanca, reposa a su lado. Luce intacto, parece ser una de esas personas que comen en orden, es decir, que se dedican a comer un único alimento de su plato, y deben acabarlo por completo antes de comenzar con otro. Nunca los he entendido, mezclar diferentes sabores en la boca puede considerarse, creo, un pequeño placer.
Dos meseras se mueven de afán preguntándole a los comensales qué quieren almorzar, pasando platos humeantes por encima de sus cabezas.
Al lado una mujer mayor que almuerza con una anciana; hace trizas, con un tenedor y un cuchillo, las lechugas de una ensalada, y luego reparte el plato entre ella y la mujer canosa, al parecer su madre.
En una de las paredes del lugar esta empotrado un televisor que proyecta imágenes de playas paradisíacas. Las imágenes se repiten, y la que parece la última viene acompañada de la leyenda: “Muchas gracias”, en letra cursiva amarilla.
Por encima del ruido de cubiertos que se estrellan contra los platos y el barullo de las conversaciones de cada mesa, se alza una música instrumental que, supongo, debe ser melodía estéreo.
Unas flautas interpretan las estrofas finales de Pedro Navaja: "La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay dios”.
El lugar contradice la estrofa, parece predecible seguro y libre de sorpresas, un pequeño santuario de comida en medio del caos de la ciudad.