lunes, 29 de marzo de 2021

Perro de pueblo

Es pequeño y esta echado en la mitad de una vía principal. Su raza es, como dicen, un cruce de calle con carrera; una mezcla de miles de ellas, que se han ido amalgamando de generación en generación.

Está ahí porque hace sol y el pavimento debe estar caliente. Solo quiere descansar. Un camión se tiene que desviar porque el perrito no se inmuta con el bramido de su motor ni con los pitos. Sigue ahí, como si nada, desinteresado de lo que le pueda pasar, o de lo que ocurra en el mundo. Podría decirse que, como la mayoría de animales, es feliz sin motivo alguno.

Parece que duerme, pero se me ocurre pensar que, con un ojo entreabierto, nos espía a nosotros los humanos. Aprovecha su modorra para meditar sobre nuestras conductas, en particular ese afán que tenemos de ir de un lado para el otro, siempre con mil ocupaciones y cosas por hacer. “¿Acaso no saben que es un día festivo?”, se pregunta.

Concluye que sí lo sabemos, pero en medio de nuestras ínfulas de citadinos, y en ese papel de turistas con sombreros y gafas de sol, desconocemos el ritmo de vida de un pueblo; cómo, en esos lugares, el tiempo se ralentiza y la angustia que produce su paso disminuye.

Deberían entender, piensa, que aquí el afán pasa a un segundo plano, que las personas se pueden dedicar al fino arte de ver pasar gente en la calle, como si no tuvieran nada más que hacer, mientras disfrutan de un tinto o una cerveza en una de las tiendas de la plaza, o a mirar el atardecer desde una mecedora, como si todos los días fueran sábado.

Eso piensa el perrito, hasta que una mujer, su dueña, parece, o una amargada, sale por una puerta y lo espanta.

“¡humanos! Cómo les cuesta comprender el concepto de no hacer nada”.