Recuerdo que cuando era pequeño y estaba en el colegio, mi ruta de bus pasaba por un parque, y un muro de tablas impedía apreciarlo. Yo, a veces, me quedaba viendo fijamente las tablas que pasaban a toda velocidad y, por momentos, fracciones de segundo diría, veía el parque con claridad; esto, supongo, gracias a que, en ocasiones, había varios huecos en un mismo sector de esa pared de madera, y mi cerebro organizaba lo que mis ojos veían a través de ellos en una sola imagen.
El universo, el mundo, la vida, el espacio que sea en el que estamos inmersos, va a mil por hora, y nosotros vamos mirando por la ventana sin entender muy bien las imágenes que pasan enfrente de nosotros, pero aparentamos que si, pues que vergüenza que se den cuenta que estamos desubicados.
Pienso en esto de la velocidad por los teléfonos celulares, que se insertaron en nuestras vidas aceleradas dándoles un nuevo impulso, y que ya nadie podrá, por más videos y escritos bonitos que pretenden generar consciencia sobre su uso desmedido, restarles importancia, independiente de si si la tienen o no, o si estamos condicionados a su uso, a no poder vivir sin ellos.
Hoy compré uno nuevo porque el que tenía saco la mano, e insistía, como un disco rayado, con un mensaje: “Fuera de línea, inserte la tarjeta SIM”, pero el aparato la tenía instalada. Parece que todo el asunto radicaba en un problema de identidad, en el que el teléfono, de un momento a otro, dejó de reconocerse. Eso a veces nos pasa, ¿acaso no?
Al principio lo traté con palabras suaves a ver si de pronto reaccionaba, hasta que me dio mal genio y lo maldije; en consecuencia, rompimos cualquier tipo de vínculo usuario-máquina que nos unía.
El nuevo funciona a las mil maravillas. Queda claro que no tuvo problema alguno para adaptarse a la velocidad a la que gira el mundo y nuestras vidas. Vamos a ver cuánto dura, en qué momento va a cansarse y va a empezar a ver todo en imágenes fragmentadas como yo veía el parque del que les hable.