Hace unos días el carro de mi hermano se apagó justo cuando íbamos a salir del parqueadero. Él Intentó prenderlo de nuevo, pero no funcionó.
Eso me recordó la recepción del matrimonio de Daniel, hace muchos años, en las afueras de Bogotá.
Creo que fui invitado por rebote, es decir, Daniel es más amigo de Andrés, un gran amigo mío, pero de todas formas la invitación me llegó al email.
Esta decía que la vestimenta debía ser informal chic. Nunca supe bien qué significaba eso, pero supuse que lo que me pusiera ese día, debía estar por encima de lo informal para alcanzar ese chic, fuese lo que fuese eso, que pedían. Internet dice que es una forma de vestir elegante pero cómoda y relajada. Yo y mi falta de mundo.
Ese día, había ríos de trago en la fiesta y muchas personas estaban borrachas. Yo tomé poco, porque aparte de Daniel solo conocía bien a Andrés y Ana María, su novia.
En un momento del a fiesta Daniel comenzó a pasar por las mesas que estaban alrededor de la pista de baile y en cada una brindaba, con el vaso que tenía en la mano, en fondo blanco.
Horas después estaba tendido sobre una, casi rozando la inconsciencia, completamente borracho y María, su esposa, estaba sentada a su lado cuidándole la borrachera. Oí que mucha gente comentaba: “quién sabe cómo va a viajar a la luna de miel en ese estado”.
Me animé un poco y saqué a bailar a Laura. Ella llevaba puesto un vestido plateado largo y escotado que, me pareció, sobrepasaba cualquier nivel chic o, más bien, de chicness. ¡Ay, Laura!
Ahí estaba yo, feliz bailando y riendo con ella, cuando Ana María se acercó por atrás y me dijo en tono emputado, porque Andrés estaba muy tomado: “Alístate que nos vamos ya”.
Busqué mi chaqueta y junto con Andrés, Ana maría, y Nicolas, el dueño del carro en el que habíamos viajado, caminamos hasta el parqueadero, un lote descampado con piso de grava.
En ese momento comenzó a lloviznar forma copiosa. Hacía frío.
Cuando estábamos en el carro Nicolas lo intento prender y el motor no encendió. Nos bajamos y Andrés y yo nos subimos las mangas de nuestros atuendos chic.
La lluvia había embarrado el piso.
Comenzamos a empujar y Andrés, en medio de su borrachera, no decía nada más que “¡Estartéelo, Estartéelo!”, y luego soltaba una carcajada.
En la última empujada Andrés no calculó bien la fuerza y cayó al piso. Se levantó con las rodillas embarradas, pero seguía riendo y diciendo lo mismo: “¡Estartéelo, Estartéelo!”.
Ana María en medio del frío ardía de rabia y nos miraba sería.
Nuestro esfuerzo valió la pena. El carro prendió y pudimos devolvernos a Bogotá. Cuando íbamos llegando a la ciudad, Nicolás, un fiestero empedernido, nos dijo que si íbamos a un bar buenísimo en el que estaba yo no sé quiensito.
“Como quieran”, respondí. “Hágale”, dijo Andrés emocionado, mientras Ana María seguía muda, al parecer, odiando todo: a nosotros, al mundo, a dios, su existencia, en fin.