lunes, 10 de diciembre de 2018

Impresiones navideñas

Es diciembre y parece que nos movemos a una velocidad diferente que la que llevamos el resto del año, no sé, se nos ve más alegres, más dispuestos, sin tanta ansiedad. Para notar esto, solo hace basta ir a un centro comercial y fijarnos como nos entregamos a consumir como si el mundo se fuera a acabar, pero con una sonrisa en nuestras caras.

Veo una mujer rubia, no natural, eso creo, a punto de tomar unas escaleras eléctricas que bajan. Me parece bonita, y también me gusta la pinta que lleva puesta: Un pantalón ancho a cuadros, un saco de lana gris y largo, y una cartera cruzada. Imagino que es una pinta de película, en el sentido que estaría perfecta para una escena navideña, en una cabaña, al frente de una chimenea. 

Afuera de ese lugar, el de mi fantasía, hay una tormenta de nieve, y la mujer está sentada en un sofá envuelta en una cobija. Yo estoy en una cocina muy iluminada, que tiene muebles de madera, y preparo las bebidas calientes que nos vamos a tomar. Al rato aparezco en escena con dos pocillos en la mano, el de ella es de color rojo y contiene chocolate caliente y el mío, de color blanco, te, pues la otra bebida me produce dolor de cabeza. No tengo idea quién es, si mi pareja, mi amiga, mi amante, o una extraña que acabo de conocer. Me siento a conversar con ella, pues quiero que me cuente qué la aflige, pues todos, indiscutiblemente y aunque no parezca, tenemos rayes en la cabeza que pesan demasiado, y es duro cargarlos solos. Al final de la escena nos besamos, pero tampoco sé en qué segmento de la historia nos encontramos, y mucho menos que género interpretamos, ¿será una comedia o un drama?

De vuelta a la realidad caigo en cuenta que la pinta de la mujer no coincide con su cara, dado que está muy maquillada, y como sabemos, estimado lector, su vestimenta, en cambio, es despreocupada, como de descanso o vacación; le doy vueltas a la mujer en mí cabeza hasta que la pierdo de vista.

Acoplado a la conducta de consumo general, me dirijo hacia una librería. Quiero comprarme un libro de Clarice Lispector, aunque todavía tengo otros por leer. La escritora se me ha aparecido frecuentemente en los últimos días, hoy, por ejemplo, como el Doodle de Google. Consulto con una amiga y me recomienda dos de sus libros: El libro de los placeres y La hora de la estrella. El título del primero me llama mucho la atención, pero antes había averiguado otro que se titula En estado de viaje, que también me suena mucho; mi amiga me dice que no lo conoce.

En la librería, que digamos alberga ¿cuántos, unos 5000 libros?, no tienen ninguno de esa escritora. Me da mal genio y más cuando mi hermano me dice que no empute. Pienso en visitar otra librería más tarde.

Mi hermano quiere comprar un parlante portátil y visitamos una tienda de aparatos electrónicos. Intento ingresar a una fantasía de una sala de control de operaciones, por la cantidad de pantallas encendidas al mismo tiempo, pero algo ocurre y no me la creo del todo. Mientras mi hermano averigua el parlante me pongo a mirar unas neveras. Juego con sus puertas, las abro e inspecciono; son gigantes, sobre todo en cuanto a su ancho; algunas parecen más bien cuevas pequeñas, como si estuvieran destinadas a guardar todo eso que vamos a comprar en esta época. 

Doy media vuelta y mi hermano se despareció. Intento ubicarlo con la mirada, pero el almacén es muy grande, así que decido caminar por sus pasillos a ver si me lo encuentro. En la sección de televisores, tres empleados miran con atención una película. Una actriz, tan maquillada como la mujer de la escalera eléctrica, camina por unas calles de una ciudad europea en plena segunda guerra mundial. De repente se arma una balacera y la mujer busca refugio. La escena cambia a otra toma en la que una viejita intenta dispararle a un oficial, que ingresa en su tienda, con una ametralladora, pero el arma es tan pesada y la velocidad de retroceso tan fuerte que la mujer termina por dispararle al techo y se cae hacia atrás. El oficial saca una pistola, le dispara, se agacha a recoger la metralleta y sale a la calle, a darle bala a quien, parece, se le cruce en su camino. El sonido de la escena es ensordecedor y todo ocurre muy rápido. Algo me dice que ya vi esa película, pero soy pésimo para recordar las caras de los actores, y a veces mezclo los hilos narrativos de una y otra. 

Abandonamos el lugar y llamo a una librería para averiguar si tienen libros de Lispector. La persona que me atiende menciona varios, entre ellos El libro de los placeres. Pregunto el precio y le doy las gracias; tiempo después me subo a un bus rumbo a ese lugar.

En el trayecto paso por otra librería que queda cerca de mí casa y antes de cruzarla converso conmigo:

“Mejor bajémonos acá para no ir tan lejos”
“pero, ¿qué tal que no tengan el libro?”
“Puede ser, pero seguro tienen otros de esa autora”
“¿Usted cree?”
“Si”
“Bueno, yo no sé”.

Ya en la librería, le pregunto a un librero por los libros de Lispector. Al principio no los encuentra, y le pregunta a otra persona “¿Dónde me pusieron los libros de Lispector”? “Si ve, yo le dije” me dice mi otro yo, pero finalmente el librero los encuentra y me pasa 7 títulos. Los hojeo y de acuerdo con mi teoría de cantidad de páginas vs precio, algunos están muy caros, hasta que me encuentro con Estado de viaje que, aunque está envuelto en ese ridículo papel transparente, considero que coincide con mi teoría.