Llevo unos días durmiendo mal, es decir. no paso de 6 horas seguidas de sueño. Me invento métodos para contrarrestar eso, así que decido ver cualquier cosa en televisión hasta la madrugada, para luego enterrar mi cabeza en la almohada cuando ya no me sea posible seguir despierto.
Busco, a modo de tanteo con la mano, el cable de la lámpara de mi mesa de noche para apagarla. Un decir, lo de la mesa de noche, porque no es una per se, sino un mueble modular que haces sus veces de una. Su superficie es un completo desorden; sobre ella se encuentran algunos de los libros que estoy leyendo, una libreta, dos esferos negros de gel, unos artículos de periódico pendientes por leer, una revista de cuentos policíacos y novela negra, una botella de agua, un vaso de rabo ancho desocupado, el reloj despertador y la solidificación de la vejez: dos blísteres de pastillas. Si los elementos estuvieran dispuestos de forma ordenada quedaría espacio libre, pero están derramados sobre la mesa, entropía pura y dura.
En el proceso de búsqueda del cable, mi mano tropieza con el reloj despertador, que cae detrás de la mesa de noche. Maldigo en voz baja y apago la luz.
Luego, cuando despierto, me quedo mirando el techo corrugado del cuarto como buscando el sentido verdadero de la vida, si es que lo tiene, pero no se lo encuentro. Cierro los ojos, los abro, los cierro y, de repente, escucho una melodía que surge del piso. “¿Qué carajos estoy experimentando?”, me pregunto. Tardo en caer en cuenta que el sonido proviene del radio despertador. Luego de caer al piso su alarma quedo configurada no en modo chicharra sino radio.
La canción que suena es acústica, un hombre y su guitarra solos contra el mundo. Parte de la letra dice: “Compañeros poetas tomando en cuenta los últimos sucesos en la poesía, quisiera preguntar, me urge qué tipo de adjetivos se deben usar para hacer el poema de un barco”. La canción es de Silvio Rodríguez y se llama Playa Girón.
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