Busco con qué frase cerrar el primer párrafo de un artículo, eso que llaman el lead. Pruebo con una, lo leo de nuevo y la borro. Hago lo mismo varias veces, hasta que doy con una que considero apropiada, incluso ingeniosa, o por lo menos, así me parece.
Reviso todo el texto de nuevo, busco que no se me escape ninguna tilde de un verbo agudo, que siempre me maman gallo, y lo envío, orgulloso de esa frase que incluso considero mejor que todo el artículo; pendejadas que uno piensa.
Al día siguiente la editora me lo envía corregido. Casi todo el texto está igual, menos el primer párrafo, y lo que le hace falta es precisamente mi frase, esa frase que yo pensaba que podía ganarse un premio Nobel, si existiera la categoría: Frases Ingeniosas.
Supongo que es un cliché, vuelvo a leer el texto original y aunque la defiendo ya no me suena tan armoniosa como antes. Ese es el problema con los clichés, es decir, que si uno, sin querer, utiliza alguno, cree que suenan maravilloso, una mini-poesía preciosa, pero ante otros ojos lectores, como dice Antonio García Ángel, hacen chirriar el violín.
Lo leo y lo releo, y ahora, aparte de cliché, me parece que tiene tintes de opinión, una de esas viscerales que uno considera verdad absoluta, como casi todas las opiniones.
Con ella, intento arremeter en contra de algo con lo que no estoy de acuerdo y olvidé, creo yo, lo más importante: contar algo para que cada lector tome lo que considere apropiado del escrito.
Pienso en cómo han ido apareciendo los clichés a lo largo de la historia, como alguien creyó escribir una frase brillante, pero que en realidad es basura, y como otra persona la utilizó, luego otra y así sucesivamente hasta institucionalizarlos en los lenguajes.
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