miércoles, 30 de septiembre de 2020

Taller de escritura

Hace muchos años tomé un curso de escritura con Antonio García Ángel en la Madriguera del Conejo. Los días de la clase, llegaba una o dos horas antes al sector y me metía en un café a leer, algo que siempre trato de hacer cuando tomo cursos de escritura.

Decidí tomar el taller cuando supe que él lo iba a dictar, porque hacía poco había leído Animales Domésticos, su libro de cuentos, y me había desternillado al leer un cuento que trata sobre un hombre que trabaja de Papá Noel, en un centro comercial, y que termina involucrado con una banda de atracadores que llevan el mismo disfraz. 

En ese entonces mi postura hacia la escritura era muy diferente, y creía que por el simple hecho de leer y escribir, uno era una mejor persona; estupideces que uno piensa, o bien, pajazos mentales , en fin. Era, más bien, como imbécil en ese entonces. 

En la primera sesión, cuando llegó el momento de presentarnos, que consistía en decir por qué estábamos ahí y qué estábamos leyendo, a mí se me ocurrió mencionar, luego de decir mi nombre, que un día en el que no leyera o escribiera algo lo consideraba como desperdiciado. 

Recuerdo muy clara su respuesta con acento caleño: “Ve, entonces yo he desperdiciado muchos días de mi vida”, dijo al tiempo que sonreía. En otro momento recuerdo que le pregunté, entusiasmado, sobre su experiencia bajo la tutoría de Vargas Llosa, y que no quiso hablar mucho del tema. 

Algo que me gustó mucho de su taller, fue que para cada sesión nos dejaba ejercicios de escritura pero, en medio de mi taradez, siempre traté de lucirme con mis textos y no de escribir piezas sinceras, por lo que el resultado siempre fue malo. 

De los asistentes a ese taller, recuerdo que había un hombre que destacaba con su escritura. Era una persona callada, que siempre llevaba una prenda negra, y sus escritos siempre tenían tintes oscuros y melancólicos. También había un señor que debía tener alrededor de 60 años, y que estaba ahí porque sus amigos siempre le habían dicho que tenía que comenzar a escribir las historias que contaba. De él, recuerdo que quería escribir una novela policiaca, de la que ya tenía el nombre del protagonista: Gumersindo Danger.

martes, 29 de septiembre de 2020

Anuncio

Pablo lee un artículo en la web, un artículo de interés laboral. Cuando comienza a desplazarse hacia abajo le aparece un anuncio de Grammarly, el sitio web que a veces utiliza para redactar textos en inglés. Siempre hace uso de la versión gratuita y, en ocasiones, cuando ya ha corregido el texto hasta donde le da el conocimiento del idioma, la aplicación aún le indica que tiene errores. 

A Pablo le molesta eso, saber que escribió algo en ese idioma que puede estar patas arriba gramaticalmente y que, tal vez, no dice de forma precisa lo que quiere decir. En esas ocasiones le hace arreglos al texto, hasta que no sabe qué coma moverle, agregarle o qué verbo cambiarle; entonces se echa la bendición y lo deja así. Caso contrario, cuando la página le dice que no encontró problemas, se siente el más gringo de todos. 

Pero les iba a hablar acerca del anuncio que vio. En él Sale un hombre con una expresión neutra en su cara, la típica cara-de-nada. Está sentado sobre un sofá e inclinado hacia adelante, con ambas manos sobre el teclado de un computador portátil. Flotando a su alrededor salen muchos chulos de color verde. Pablo cree que esos signos pretenden dar a entender que el hombre escribió un texto en inglés sin errores, pero por el gesto que lleva, a Pablo le parece que la aplicación le está indicando miles de ellos: uso desmedido de voz pasiva, texto intrincado, puntuación equivocada, etc. 

Pablo no sabe cuánto tiempo se demora echando globos sobre el anuncio, hasta que decide continuar con su lectura, pero antes de continuar, y a modo de protesta, decide hacer clic sobre la x en la parte superior derecha del anuncio. Apenas lo hace, el sistema le da las la opción de “Dejar de ver el anuncio”, en un botón, y luego puede escoger la opción por qué lo quiere dejar de ver: porque no le parece interesante, ya lo ha visto, le parece inapropiado, o el anuncio cubría contenido. 

Pablo se imagina que tiene que haber alguien encargado de darle seguimiento a esas peticiones de los millones de usuarios de internet, y se le ocurre pensar que el hombre que sale en el anuncio de Grammarly, en realidad no está utilizando la aplicación, sino que ese es su trabajo, de ahí el gesto de cara de nada.

lunes, 28 de septiembre de 2020

100 palabras

Siempre había pensado participar en el concurso “Bogotá en 100 palabras”, pero al final dejaba pasar la oportunidad. Era un dato que anotaba en mi cerebro, la peor libreta de todas, y al final se quedaba allá, como un archivo temporal mezclado con recuerdos e ideas, y que siempre recordaba cuando estaba lejos del teclado. 

Este año me había pasado lo mismo, pero hace pocos días una de mis hermanas me envío el link del concurso. Hoy me senté a escribir el relato y, creo, logré uno bueno, aunque uno suele ser muy benévolo con los escritos propios, así sean una completa basura, en fin. 

El relato tiene como escenario principal un bus de Transmilenio, y me esforcé por que tuviera una primera línea enganchadora. “Hoy es el día”, piensa el protagonista y así comienza el cuento. 

Después de unos 40 minutos, logré el primer borrador, y luego dediqué toda la mañana a editarlo. En medio de la tarea sentí un poco de remordimiento por eso, es decir, escribir por puro placer, dejando en un segundo plano otras tareas pendientes, pero ¿cómo obtener un buen texto, un relato sincero, si no es de esa manera? 

“¿Toda una mañana para eso?, pero si solo son 100 palabras”, podrán pensar algunos, pero en lo que duré haciéndolo, pensé que me estaba jugando la vida; era el texto o la muerte. 

El desenlace, como siempre, fue lo que me costó más trabajo, pues es ese punto en donde se puede echar a perder todo el trabajo realizado. Escribí dos finales, uno de 23 palabras y otro de 25. Al final me decidí por el primero por una simple cuestión de sonoridad; en el otro las palabras hombre y nombre, aunque distintas, se disputaban el protagonismo y sonaban como una rima mal hecha.

viernes, 25 de septiembre de 2020

El primer café

La alarma del celular lo arranca de los brazos del sueño. Juan Pablo estira un brazo, apaga el aparatejo y despega los ojos para mirar que hora es. 5:00 a.m. Una hora antes del momento en que pensaba despertarse. Esa alarma que acaba de sonar, la intrusa, hace parte de las mil alarmas que tiene configuradas en su celular, y que olvidó desactivar.

Le gustaría ser como uno de sus amigos que, todos los días, sin falta alguna, se despierta a las 4:30 a.m., medita, hace ejercicio y luego le prepara el desayuno a toda la familia. Por las tardes, cuando él estaría con ganas de echarse una siesta, su amigo, en cambio, practica escalada. No entiende de dónde saca tanta energía. 

Da media vuelta, cierra los ojos e intenta dormirse de nuevo, pero no puede. La alarma de los mil demonios dañó el cauce de los eventos: dormir hasta las 6, y luego ver qué tiene el mundo por ofrecerle el día de hoy. A modo de protesta decide quedarse en la cama hasta esa hora, echando globos sobre la existencia, la suya y la del mundo. 

El tiempo, que se elonga y se contrae como le da la gana, pasa rápido, y cuando está tejiendo una fantasía con una mujer de pelo crespo con un aroma de flores en una primavera holandesa—no tiene ni idea qué significa eso, pero está en todo su derecho de elucubrar su fantasía de cualquier manera, por más disparatada que sea—, suena la alarma, la verdadera. 

El hombre del que hablamos siente que la vida, la suya por lo menos, volvió a tomar el cauce natural, si es que las vidas tienen eso; se levanta y va a la cocina a prepararse el primer café del día. 

De los métodos que conoce para prepararlo: Prensa francesa, cafetera italiana y con filtros de papel, la prueba y el error lo ha llevado a la conclusión de que el mejor es el segundo. La rescata del mueble de las ollas, la mira como el amante enamorado a la mujer que desea, y luego toma el pocillo—el de la figurilla de Gaudí que compró en el Barrio Gótico—, mide el agua, abre el pote del café, mide la cantidad que necesita, y la echa en el receptáculo que la almacena; prende la estufa y deja que la cafetera haga su magia. 

Luego, en el mismo pocillo que había utilizado, mide la leche que le va a echar al café, uno de los pasos más complicados del ritual, pues debe ser una medida exacta para que la bebida no quede ni tan clara ni tan oscura, la vida o la muerte, esa delgada línea, presente a todo momento, que separa la luz de las tinieblas. 

Minutos después, el sonido burbujeante de la cafetera le avisa que el café ya está listo. Calienta la leche en el horno microondas, 37 segundos, ni uno más ni uno menos, y luego le echa el café humeante encima, con aroma a tierra, a mañana, a madera, a vida. 

Luego, Juan Pablo, ese hombre que puede ser usted o yo, querido y amable lector(a), le da un sorbo, y en su boca, de repente, se encuentra todo el universo, lo conocido y lo desconocido: el big bang, un orgasmo, rayos de sol golpeando la cara, la carcajada de un bebé, el primer beso, el aroma preferido, la palabra precisa, el nirvana; todo en su debida cantidad. 

Cuando el primer café le sabe de esa manera, a Juan Pablo no le queda otra opción que pensar que va a tener un buen día.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Cansancio

Lavar los baños fue lo más productivo que hice en el día. Después de eso, un velo de desazón cubrió mi voluntad, una mezcla entre aburrimiento y cansancio; sobre todo lo segundo. Luego del almuerzo, sentí como si no tuviera fuerzas para hacer nada. 

Ante tal panorama, digamos, desolador, entré en modo de emergencia y decreté, en un corto monólogo mental, un decreto personal para hacer nada; solo un decir, pues entre mis planes estaba leer. Leer como si el mundo se fuera a acabar, leer de manera ansiosa, como si las letras tuvieran la misma importancia que el aire tiene para poder sobrevivir. 

Pero les decía que después del almuerzo un cansancio milenario se apoderó de mí, así que me eché en la cama y entré en uno de esos estados de duermevela, en los que no se descansa del todo, porque hay rastros de remordimiento en la conciencia, producto de no hacer nada, nada en el sentido productivo que tenemos clavado en la cabeza. 

No sé bien cuánto tiempo duré ahí, tendido en la cama, mientras miraba al techo, esperando que me dijera en qué consiste realmente la vida, uno de mis pasatiempos favoritos. En medio de eso, y como el techo seguía sin decirme nada, pensé: “Qué carajos me voy a dormir”. Cerré los ojos para entregarme a la tarea, pero a los pocos minutos sonó el celular. Luego de atender la llamada, aunque todavía sentía cansancio, el sueño se había esfumado. 

Entonces decidí, decidió mi cerebro, o ese otro yo que me habita, que era el momento perfecto para hacer una torta de manzana. Me puse de pie a regañadientes, tratando de exponerles mis razones para no hacer nada, que horas antes había expedido un decreto sobre el tema, pero no me hicieron caso y al final terminaron por convencerme. 

Al final, no leí como si el mundo se fuera a acabar, pero lo haré a las 11 de la noche, hora en la que prefiero hacerlo. Ojalá el cansancio no vuelva a aparecer.

martes, 22 de septiembre de 2020

40 palabras

Escribo un perfil cronicado, término que me acabo de inventar; una palabra-no-palabra que, estoy casi seguro, no funciona. Escribo un texto que es una mezcla entre perfil y crónica; Dejémoslo mejor en que escribo y ya está. 

Tengo el primer borrador listo, pero me faltan conocer detalles, en apariencia nimios, de la persona sobre la que trata el escrito: comida preferida, lugar favorito, hobbies, placeres culposos, etc. Aspectos que parecen no importar, pero que son los que crean un territorio en común en el que las personas se sienten cómodas. 

Abro el WhatsApp, redacto un par de preguntas y llas envío para tener esa información, confiado en que no me van a responder pronto, pero en pocos minutos ya tengo una respuesta. Doy las gracias, al tiempo que menciono que la información  es suficiente, pero que en caso contrario  volvería a hacer más preguntas. Me dicen que no hay problema. 

Pego la nueva información en el texto: alrededor de 40 palabras que conforman dos líneas. Pienso que es una tarea fácil, y que no me voy a demorar más de dos minutos en redactar esa nueva porción de texto. 

Y así es, lo redacto rápido y le pongo el punto aparte al párrafo, confiado en que quedó potente. Lo leo, pero no tardo en detectar que está cojo, que entre algunas de sus palabras hay abismos en los cuáles el significado cayó al vacío. 

Le hago unos cambios superficiales, como de maquillaje. Luego, lo leo y vuelvo a leer, hasta que casi me lo sé de memoria y, en ocasiones, me suena bien, pero en otras me parece la peor frase que alguien ha escrito en toda la historia de la humanidad. 

Copio lo nuevo que redacte abajo y comienzo a cortar acá, alargar allí, el punto, la coma, que no se me escape esa tilde que le da sentido a todo, pero no pasa nada. El nuevo párrafo está herido de gravedad, así que decido no prolongar su sufrimiento, y lo borro para redactarlo de nuevo. 

El minuto, o dos, que pensé me iba a demorar, se convirtieron en 40. Al final, creo, logro un párrafo decente. Quizá no lleva frac, pero tiene la camisa metida dentro del pantalón.

lunes, 21 de septiembre de 2020

La cama

Hablemos de sus dos estados primordiales: Tendida y destendida. A veces, muy pocas la verdad, me esmero cuando tiendo la mía, procurando que las sabanas, colcha y cubrelecho queden templados, sin arrugas, con las almohadas puestas de forma milimétrica, las dos a la misma distancia de los bordes: La cama como obra de arte o la vida como un TOC perpetuo. Imagino que una cama tendida es un atisbo de orden en medio del caos que gobierna nuestras vidas, y que por eso le encontramos cierto placer a observarla en ese estado. 

Una vez vi un video de un almirante o un alto mando, no recuerdo bien quién era, pero era como el más más de todos, de la marina de Estados Unidos, dando un discurso motivacional a sus tropas o a aquel que se encontrara con sus palabras. En su charla hablaba sobre cómo llevar una vida correcta o qué debíamos hacer para ello, y decía que lo primero que uno debe hacer, apenas se pone de pie en la mañana, pues es una de las cosas más gratificantes en la vida, es tender la cama con empeño. A la larga, daba entender que es algo que forma el carácter; no sabe uno si el propio o el de la cama. 

Pero la cama destendida también tiene su encanto. Cuando la dejo así por un tiempo prolongado, y de vez en cuando la observo, me pregunto que criaturas inverosímiles se esconden dentro del amasijo de la colcha y las sábanas. 

Me aventuro a pensar que las camas esconden algo que tratamos de descifrar, por ejemplo, cuando movemos nuestras piernas con desesperación, buscando el frío en esos sectores desolados que no han tenido contacto alguno con nuestras extremidades. Quizá, de forma inconsciente, esperamos encontrarnos con otra cosa diferente a una sensación térmica, qué sé yo: una mano que nos acaricie, o un objeto que atesorábamos cuando éramos pequeños. 

La cama destendida también puede funcionar como una metáfora de resistencia, como cuando John Lennon y Yoko Ono, pasaron una semana entera metidos en una de un hotel en Montreal, para sentar su posición en contra de la guerra de Vietnam.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Números, turnos y claves

Un viento helado, que acompaña a una tarde fría y lluviosa, es lo primero que se estrella contra mi realidad. ¿Y qué es mi realidad?, una chaqueta muy delgada que no me protege del clima que está haciendo. Pienso en devolverme para cambiarla, pero como no me voy de excursión al ártico descarto la idea.

De todas formas, me dirijo a uno de los lugares más fríos de la ciudad, a temperatura emocional, me refiero: un banco. De hecho, debo visitar dos, para sacar un cheque en uno y consignarlo en el otro, una de esas transacciones financieras personales que parecen no tener sentido alguno. 

En el primero hay poca gente. 

Aparte de la chaqueta, voy armado con tapabocas, guantes y esfero propio, y la cara, como siempre, me rasca como un demonio. Intento pensar que es algo mental, y también distraerme con cualquier pensamiento, desde tararear una canción mentalmente, hasta leer los letreros del banco: “Espere su turno”, “Caja”, “Oficina de gerencia”, y así, mientras espero a que mi número de atención, el O908, salga en una pantalla de televisor desperdiciada. 

Por fin es mi turno. Cuando me acerco a la caja, el nombre de usuario de la sucursal virtual aparece de la nada en mi mente. Antes de salir de casa, quería ingresar al portal para verificar cuánto dinero tenía en la cuenta y no recordé el usuario. Eso me hizo dar una mezcla de rabia y preocupación, pues en estos días es algo que me ha pasado con frecuencia: se me olvidan, por un lapso de tiempo, algunas claves, números, en fin, datos que debería tener clavados en mi memoria. “¿Será vejez?, ¿neuronas que han muerto?”, me pregunto cuando eso ocurre, pero luego, la información vuelve a aparecer en mi cabeza en el momento menos pensado. 

Mientras realizo la transacción, un hombre con una chaqueta de Jean llega a la caja de al lado. Lleva el tapabocas en la barbilla. ¿La razón?: está comiendo unos chitos. Lo miro mal, pero no le digo nada, ya saben mi teoría: Lo mejor es andar por ahí sin intentar meterse con desconocidos, porque es justo en ese momento cuando se despiporra todo. 

Salgo del banco, contento por haber completado el 50% de mis vueltas bancarias, y deseando que el tarado de los chitos se atore con uno, un evento que no le produzca la muerte, pero que por lo menos le genere algo de angustia. 

Llego al otro banco y tomo otro turno. Ahora soy el H7. Apenas me siento, intento descifrar qué tiene que ver el orden de atención con relación a la combinación de las letras y números que van apareciendo en pantalla, pero fracaso en el intento. 

En uno de los puestos de atención, está una mujer de edad avanzada, acompañada de una enfermera totalmente vestida de blanco, a excepción del tapabocas que lleva puesto que es de color verde fosforescente. La enfermera le tiene que repetir fuerte y cerca de su oreja izquierda, todo lo que la asesora les dice, pues la señora está más sorda que una roca. 

En un momento la viejita se fija en una imagen publicitaria del banco que está en la pared. En ella sale una panadera con hornos y bandejas llenas de bizcochos al fondo. Le pregunta a la enfermera de qué se trata la imagen, y esta inventa una respuesta rápida, algo que, imagino, hace a cada momento del día: “Es que el banco apoya a los microempresarios con sus restaurantes”. A la viejita la respuesta le parece suficiente y calla por unos segundos, para luego concluir: “Se parece a la de ese concurso de cocina español.” 

La asesora, que ya sabe que tiene que hablar más duro si no quiere intermediarios en su conversación con la viejita, le pregunta por su número de celular. “22 millones, 4…” responde. “No, su número de celular”, interviene de nuevo la enfermera gritándole en su oído de piedra. 

“Ahh”, responde la viejita. Y se queda callada mientras esculca en su mente ese número. Pasan alrededor de 5 segundos y aún no dice nada. Cuando todo parece estar perdido, dicta el número como si nada. En ese momento me identifiqué con ella y su pequeña laguna mental, y celebré en silencio que hubiera recordado el número.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Está muerta

Ahí está colgada, quieta, parece muerta. Esas palabras dan pie a imaginar muchas cosas, pero antes de que su mente, estimado lector, intente darles sentido, antes de que comience a tejer y contarse quién sabe qué tipo de historia, permítame arrancar de raíz, cortar de tajo, cualquier fantasía que haya comenzado a elaborar. 

¿Quién o qué, más bien, está ahí? Me refiero a mi mochila. No la utilizo desde que inició la cuarentena. En ella solía echar un libro, una libreta, un esfero negro, de gel preferiblemente, para luego irme a leer a un café cercano. También la he llevado a algunos viajes, pero su uso principal es el que les cuento. 

Covid Alfonso lo cambió todo, como, imagino, otro de mis planes preferidos que es hojear libros. Puede que alguien en este momento deje de leer para exclamar: ¡Que tipo tan exagerado!, se puede lavar las manos y ya está”, pero me he dado cuenta de que tengo tendencia a tocarme la cara sin razón alguna, y que esta me pica a cada rato. Supongo que es algo que se puede solucionar con autocontrol, pero de pronto carezco de eso y soy como una veleta sin rumbo fijo, pura entropía andante, vaya uno a saber cómo están tejidos los hilos del destino de cada una de nuestras vidas, porque vamos caminando derechito, o eso creemos, y de pronto algo quiebra nuestro equilibrio. 

Ese algo suelen ser las personas. En estos días —en este punto imagino que usted, querido lector, ya se habrá dado cuenta que el sentido de este escrito, si tenía alguno, se fue al carajo— he pensado que la mayoría de las veces no tenemos la culpa de nada: Vamos por ahí procurando no meternos con nadie, hasta que alguien busca algún tipo de interacción por cualquier medio: en persona, por teléfono, palomas mensajeras, señales de humo, el que sea. Es ahí cuando todo se descontrola. 

Pues sí, ahí está la mochila, quieta, sin uso, como muerta.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Trama vs. personaje

En nuestras reuniones de escritura siempre presentamos dos historias, y hoy fue mi turno. Primero revisamos La Flecha de Cupido, una historia que gira en torno a un encuentro de cricket. Acerca de ella, concluimos que cuenta con una estructura muy sólida, en la que se nota que el autor le dedicó tiempo a tejer la trama, o que es de esas historias de estilo Plot driven, así como para tramar y sonar profesional. 

La mía, El Viejo, trata sobre un hombre de edad avanzada, que piensa mucho sobre la muerte y vive solo. En ella narro cómo es un día de su vida. Esta se centra más en el personaje, es correcto gana premio estimado lector, es character driven

Siempre discutimos mucho sobre qué es una historia, o a que pieza narrativa se le puede dar ese nombre, y aunque le damos vueltas y más vueltas a los mismos temas, nunca sacamos una conclusión definitiva. 

A la larga, ni un estilo o el otro está bien o mal. La primera, quizá, puede dar una mayor sensación de historia, pues se le siente la estructura clásica de los tres actos, a diferencia de la mía, en la que parece no ocurrir nada: no hay clímax identificable y mucho menos un giro inesperado de los eventos. 

Alguien dijo algo que me gustó, y es que en mi historia no pasa nada, pero al mismo tiempo pasa todo, pues el personaje es muy consciente de la muerte y sabe que es un evento que quizás esté cerca. 

Un invitado mencionó que, si hay algo bueno que tienen las historias, es que pueden ser paradójicas y resultar inexplicables, pues no funcionan con una fórmula en la que remplazamos variables para obtener un resultado.

Supongo que los personajes y las tramas no compiten por el protagonismo, sino que más bien se complementan, llenando esos espacios que los unos o las otras dejan descubiertos, pero vuelvo a plantearme la misma pregunta que me hago todos los días: ¿qué sé yo?

martes, 15 de septiembre de 2020

De editar de afán y otros peligros

Escribo un artículo que tenía en mente desde hace rato. Mientras lo hago, trato de pensar sobre qué voy a escribir en este espacio. Dediqué un instante del día a eso, pero en ese momento la plaza de la creación, un lugar ubicado en mi cerebro, justo al lado del hipotálamo, se convirtió en un paraje inhóspito y árido, con su fuente de ideas, ubicada en el centro, completamente seca. Una imagen triste para los recuerdos que la contemplaban en ese momento, y de menor importancia para los prejuicios, a los que no les importa nada, y que se paseaban por el lugar.

Después de ese episodio de sequía creativa se fue la luz, y me eché en la cama con el firme propósito de mirar pal techo, un arte que, me atrevo a decir, todos deberíamos perfeccionar. 

Volvamos al texto del que les hablé. En un principio pienso escribir un pedazo hoy y dejar el otro para mañana, pero comienzo a redactarlo y el texto comienza a fluir. Esos momentos de inspiración, o ese estado que los psicólogos llaman flujo, es perjudicial desperdiciarlo, así que decido terminarlo. 

Lo escribo de un tacazo y considero que uno de los párrafos del final, funciona mejor como la apertura. ¿Por qué?, porque cuenta una historia y, además, las líneas que abrían el escrito tenían pinta de opinión. 

Hago los cambios, escribo otro par de párrafos, y cuando lo leo todo por encima me doy cuenta de que en mi atropellado proceso de edición, borré dos o tres párrafos que me habían gustado. Le hecho la madre a algún dios, el de la edición digamos, aunque tengo la idea fresca y puedo volver a redactarlos. 

De pronto, qué se yo, escribir debe ser un proceso más calmado y menos atropellado, más fino y menos crudo, pero me gusta cuando comienzo a teclear como si estuviera poseído.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Confianza

Cierro la llave de la ducha y luego me doy cuenta de que después de cada cierto tiempo, se le escapa una gota de agua a la campana. Iba a utilizar el término gotera, pero la situación no es propiamente una filtración de agua a través del techo. 

Aprieto de nuevo la llave, pero la gota continúa escapándose y no deja de hacerlo durante todo el día y, claro está, la noche. Llamamos a un plomero de confianza, se supone, y nos dice que al día siguiente viene a revisar cuál es el problema. Para eso nos pide fotos de la grifería y de la campana, que tomo desde diferentes ángulos, para que tenga una idea clara de qué es a lo que se va a enfrentar, y traiga todas las herramientas que considere necesarias. 

El plomero, con el que todavía no tenemos confianza, no aparece al otro día, pero llama a disculparse porque se le presentó un inconveniente. Nos dice que sin falta alguna vendrá al día siguiente en horas de la tarde. 

No aparece. Imagina uno que se le presentó otro inconveniente, que tiene mucho trabajo o que no se le dio la gana venir. Cualquier rastro de confianza se fue al carajo. Mientras tanto, las gotas de agua, incansables, seguían cayendo: ploc, ploc, ploc, o como suene cuando una gota se estrella contra el suelo. 

Hablamos con la administradora del edificio para ver si conoce a alguien que nos pueda ayudar. Nos dice que hay una persona encargada de los arreglos locativos que está viniendo con frecuencia. Le pedimos el favor de que le diga si puede pasar, en cualquier momento del día, a revisar el daño. 

Media hora después de nuestra conversación timbran y abro la puerta. Me encuentro con un señor de aspecto rollizo que lleva un tapabocas negro y solo una camiseta, a pesar de que la tarde es fría. 

“Buenas tardes vengo a ver el problemita, ¿dónde es?”, me pregunta 
“Es en el baño, siga por acá”, le respondo. “¿Cuál es su nombre?” 
“Luis”. 

Al llegar al baño le muestro qué es lo que está pasando. Luis le echa un vistazo rápido y determina que lo que no funciona de forma debida son los empaques, y dice que la grifería está muy vieja. 

Pienso que las tuberías y todo lo relacionadas con ellas, son la metáfora perfecta para evidenciar como el paso del tiempo causa estragos en todo. Aquí tal vez si aplique el término gotera, pues una de sus definiciones es: “ Indisposición o achaque propios de la vejez”. 

Cuadro con Luis para que pase el siguiente día a las 9. 

A esa hora ya estoy listo para recibirlo. Llega a las 9:20 con una caja de herramientas en una mano y una sonrisa en su cara. “Es un buen tipo Luis”, pienso. Ya en el baño, me pide un trapo viejo y papel periódico para poner sobre el piso de la ducha. Le digo que voy a estar en el comedor, y que si necesita cualquier cosa, que por favor me avise. 

Luis saca sus herramientas, desarma los grifos y comienza a trabajar. Pasado un tiempo me muestra cuál es la raíz del problema: los empaques son redondos y la forma donde casan en la grifería es cuadrada, por eso no tienen buen agarre y no trancan por completo el flujo del agua. También me cuenta que logró desaparecer la gota de agua de la campana, pero que su arreglo produjo un nuevo escape por uno de los grifos. 

A las 10:30 me dice que necesita comprar un yo no sé qué. Le doy un billete y sale a buscar una ferretería. 

Cuando vuelve dice que no consiguió lo que buscaba, pero que compró otra cosa con la que puede hacer el arreglo. Va de nuevo a su lugar de trabajo y de vez en cuando escucho su martilleo, pero lo que más escucho es como reniega y se lamenta consigo mismo: “Nooo, pero ¿esto qué es?, no puede ser”. “Aghh, no no no no no”,  y otras expresiones similares. 

Cuando van a ser las 12 me acerco; y apenas se da cuenta de mi presencia me dice: “Nooo patrón esto es severo chicharrón”. Pienso que va a tirar la toalla. “¿Y entonces?”, le pregunto con tono de preocupación, pues la grifería esta desarmada y quitamos el agua en el apartamento. Me parece que toco, de alguna forma, su orgullo de plomero de mil batallas, y que no piensa rendirse, pues seguro a tenido trabajos más difíciles que este. “Tranquilo que yo no los voy a dejar así. Tengo que salir a comprar un yonoséqué, pero me toca ir un poco más lejos”. “Bueno”, le respondo, “¿Y eso cuánto cuesta?”. “Tranquilo que con las vueltas de lo que compré me alcanza". 

Y sale de nuevo a buscar esa pieza que va a solucionar el problema. 

Llega a las 2 de la tarde, con un semblante de fatiga: cara roja y respiración agitada. No pierde tiempo en explicaciones y se va de nuevo a su lugar de trabajo. A los 20 minutos me grita para que ponga el agua. Cruzo los dedos y Abro el registro. Ya no se le escapa ni una gota a la campana, ni hay fuga alguna por la llave. 

Luis es nuestro plomero de confianza.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Formas de echarse la bendición

Salgo a caminar. Cuando las nubes tapan el sol, algunas ráfagas de viento hacen pensar que es una tarde fría, pero al rato los rayos de sol vuelven a bañarlo todo, y la sensación térmica cambia. 

Me fijo en una mujer que lleva un paso apurado, como si no tuviera un minuto que desperdiciar en su vida. Lleva un morral verde oscuro en la espalda y se sube a una bicicleta. Ajusta los tirantes de la maleta, se frota las manos, se cierra la chaqueta y se sube la cremallera. 

Antes de ubicar las manos en el manubrio se echa la bendición: en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, y cierra el pequeño ritual besando la punta de los dedos que forman como un cono. 

No sé que más hace porque justo en ese momento la paso de largo. Imagino que empieza a pedalear al instante pues, como ya sabemos, tenía afán de desplazarse, de vivir, en fin, de lo que fuera. Me pregunto que tan mecánico es su gesto de echarse la bendición, o si le imprime grandes dosis de fe. 

Recuerdo que un amigo en la universidad, muy religioso, al parecer, siempre se echaba la bendición cuando pasábamos por enfrente de una capilla. Era como un acto reflejo, pero muy personal. Íbamos hablando sobre cualquier cosa y en ese momento él se quedaba callado, se echaba la bendición y al instante continuaba la conversación como si nada. 

Una vez, hace muchos años, cuando iba en una buseta y esta pasaba cerca del parque de los hippies, una mujer le sacó la mano. Cuando se subió, me fijé en ella, pues tenía un gesto de terror en su cara, como si acabara de ver a la mismísima muerte, o al diablo, qué se yo. Luego de pasarle un billete al ayudante del conductor y recibir las vueltas, se echó la bendición y miró por una ventana como escaneando el sector. Me pareció que con el gesto buscaba protección divina y, al parecer, la necesitaba. Yo también miré en la misma dirección, pero no vi nada.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Descalzo

Camino descalzo, y no sé por qué lo hago, pues no me gusta andar así sobre ningún tipo de superficie, ni en la playa ni en el pasto, ni mucho menos sobre cenizas para hacer parte quién sabe de qué tipo de ritual, en fin. 

No sé por dónde voy, ni hacia donde me dirijo, al parecer piso asfalto o eso es lo que recuerdo, pues la imagen es solo un fogonazo, como una chispa que arde por un segundo, y después de eso, todo queda a oscuras. 

Esa es la única imagen que recuerdo del sueño que tuve anoche que, como la mayoría de las veces, viene acompañada de un montón de sombras, de objetos y personas sin contornos definidos. Caminaba descalzo por una carretera y era de noche. La vía estaba desprovista de carriles, pues no tenía las líneas blancas que suelen separar los que van de los que vienen. Tampoco había carros; era más bien, una escena apocalíptica en la que yo había sobrevivido, pero ¿a qué tipo de desastre?, no lo sé. 

Podría aventurarme a analizar el significado del sueño, decir que tiene que ver algo con mi situación actual o la del mundo, pero me da pereza ponerme en esas. Atribuirles significado a los sueños, creo, es una pérdida de tiempo. 

Por eso lo mejor es contar lo que se tiene en frente de las narices, pero ¿cómo contar ese vacío, esa nada en la que estaba envuelta el sueño? Tal vez sea igual de despropósito que tratar de entender los sueños. 

Por eso solo les cuento que iba descalzo, y también recuerdo que, a pesar de encontrarme en medio de ese paisaje tan hostil, me sentía tranquilo. 

Y aquí dejo de hablar de la imagen, porque si me pongo a escribir más cosas serían mentiras, florituras con las que quizá podría hilar una especie de relato, para dar una mejor idea de qué hacía el personaje del sueño —quizá no era yo—o que estaba buscando. 

Solo quería contarles que iba caminando descalzo.

martes, 8 de septiembre de 2020

De fantasías y otras cosas

El reloj del computador marca las 22:33. Imposible saber si esa es realmente la hora exacta. ¿Para qué se necesita saber eso? No lo sé, amable e hipotético lector. Imagino, por ejemplo, que para un grupo de agentes secretos que sincronizan sus relojes al inicio de una misión, debe ser un dato supremamente importante. 

El punto, si es que existe, si no se ha descocido dejando un boquete por el que se vierte todo lo imaginable, es que hasta ahora me siento a escribir algo acá. Debería darme algo de vergüenza, porque desperdicié alrededor de una hora con un juego de Ipad, una dinámica repetitiva, sin ton ni son, pero que, creo, me apacigua, y por eso se me pasó el tiempo volando. 

Pienso en estas cosas mientras le doy sorbos a una taza de te que se está enfriando a una velocidad casi igual a la de la luz. Puse el anterior punto para darle otro sorbo. 

Debo tener cuidado. Aunque este escrito no es frondoso, tiene muchas ramas por las que me puedo desviar. 

Le decía a usted, ¡O gran lector!, que debería tener algo de vergüenza, y me refiero al hecho de sentarme hasta ahora a escribir algo, y no haber utilizado mejor el tiempo que, digamos, desperdicié con el Ipad. Pienso, por ejemplo, que debí haber aprovechado ese tiempo, que se fue pal carajo del pasado, para escribir un par de capítulos de una novela que va a revolucionar el mundo de la literatura. 

A veces fantaseo con eso, que un día, de buenas a primeras, me voy a iluminar con una idea tremenda, que me va a permitir escribir una novela a la que Guerra y Paz, por mencionar cualquier peso pesado de la literatura, le va a quedar en pañales. 

En esas ocasiones juego con ese pensamiento por un rato, y al final abandona mi cabeza como una hoja muerta que cae de un árbol. 

El té ya se enfrió por completo.

lunes, 7 de septiembre de 2020

No se necesita nada más

Sábado. 

Hace sol y me veo con mis hermanas. No las veía desde hace 6 meses, cuando Covid Alfonso nos sacudió el tapete de nuestra existencia. En un principio la idea era vernos estilo una parada de pits Stop and go, en la que los mecánicos trabajan a toda mierda y el carro no se demora más de 6 segundos detenido. 

Esa era la idea, pero, al parecer, teníamos mucho de que hablar, así lo hagamos seguido por teléfono, o simplemente los temas comenzaron a aparecer de la nada. Nos compramos unos helados, de Maracuya y Fresa, pusimos unos plásticos sobre las bancas de un parque—Que pereza tanto protocolo, tanta bioseguridad, tanta dosis de “nueva” normalidad—, y nos sentamos a la sombra de unos árboles de copas frondosas, para rendirnos ante el riachuelo de palabras que salían de nuestras bocas y zambullirnos en la conversación. 

En un momento, una viejita que llevaba un sombrero como el de Chiripa, el compañero de Olafo, caminaba apoyada en un bastón y tenía puestos unos guantes quirúrgicos, se sentó en una banca al frente de nosotros dándonos la espalda. 

Antes de que se sentara, me di cuenta de que llevaba un café en una mano y una bolsa, cómo la del doctor Chapatín, en la otra, de la que saco algo de comer para acompañar su bebida. 

Sus movimientos eran lentos, pero precisos. Se podría pensar que eran así debido a su avanzada edad, pero me dio la sensación de que su armonía corporal, se debía a que quería disfrutar de ese momento, siendo plenamente consciente de lo que estaba a punto de hacer: tomar un café y acompañarlo con algo de comer. 

Luego de sentarse, con otro par de movimientos calculados, se bajo el tapabocas para disfrutar de su pequeño banquete. 

Un café, un bizcocho y un poco de sol. No se necesita nada más.

jueves, 3 de septiembre de 2020

"¿Y quién soy yo...?"

Raúl Tola, un escritor y periodista peruano, entrevista a Vargas Llosa sobre su último libro, que trata sobre Borges, a quién Llosa alcanzó a entrevistar dos veces, a 20 años un encuentro del otro. 

El nobel cuenta que, en el segundo encuentro, cuando el escritor Argentino estaba casi totalmente ciego, él estaba a la expectativa de qué lo iba a poner a leer, pues ese era el rumor: Borges siempre hacía que sus entrevistadores leyeran fragmentos de los libros que más le gustaban. 

Cuando lo visitó en su apartamento que era muy modesto, con solo dos habitaciones, Llosa se dio cuenta que Borges no tenía ninguno de sus libros en la biblioteca, y le preguntó cuál era la razón de eso. “¿Quién soy yo para compararme con Cervantes o Shakespeare?, fue la respuesta del escritor argentino. 

Tiempo después, Borges dijo que nunca le iba a perdonar la mención de la gotera, que se filtraba desde el techo del apartamento y caía en un balde estratégicamente ubicado para recoger las gotas de agua. Que ese hombre que lo había visitado le había dicho que era un periodista, pero que a él le pareció que más bien era una persona que quería venderle una casa; de ahí que se hubiera fijado tanto en la gotera. 

Llosa También contó que con el paso del tiempo Borges había creado una persona diferente, una especie de yo alterno, con el que mantenía a raya a sus admiradores. Ese personaje tenía un arsenal de clichés que protegían su intimidad, con sus dudas y conflictos, al momento de dar entrevistas.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Bultos mentales

Acabo de ver una charla. Apenas termina, pienso que debería escribir un texto, aunque no tengo ni la más mínima idea de qué podría tratar. Es como si hubiera agotado todas las ideas o palabras, o ambas cosas, en el texto de 780 palabras, que escribí en horas de la tarde.

Además de eso, de repente, un cansancio de ese tipo que solo dan ganas de tumbarse en la cama, mirar hacia el techo y perderse en todo tipo de ensoñaciones, cae sobre mí, como si hubiera estado cargando bultos toda la tarde. 

Relaciono lo de los bultos con la palabra cotero y de ahí mi mente salta al dicho: “Tras de cotudo con paperas”. Sé que una cosa no tiene nada que ver con la otra, o seguro sí, pero tengo pereza de averiguarlo. Lo más probable es que esa asociación libre, o bien, conexión forzada, se debe a que mi cerebro está intentando buscar algún tema sobre el cual escribir.

Me relajo y pienso que si no escribo el mundo no se va a acabar, pero me da rabia eso, porque ya lo he dicho y lo vuelvo a repetir hoy, dado que, al parecer, no tengo muchas palabras a la mano: Cuando dejo de escribir acá, supongo que el curso de mi vida, si es que tiene alguno, se desbarajusta. Son cambios pequeños, infinitesimales, pero de consecuencias catastróficas. Por eso escribo este texto que, parece, no va para ningún lado; para salvar mi vida y si es el caso, también la de ustedes. 

Imagino que el cansancio que experimento se debe a bultos mentales, bultos que carecen de corporeidad, pero que pesan más, pues su fin es machacar y triturar el yo con su peso, ¿cuál?, digamos que el peso moral, solo por darle una definición.

Por eso acudo a la escritura, para descifrar el cansancio que llevo puesto, para descifrarlo todo;  esta nunca será un peso.

martes, 1 de septiembre de 2020

A punta de golpes

Leo Confesiones de un Burgués, la biografía novelada de Sandor Márai. Llegué a ese autor luego de leer La vida a Ratos de Juan José Millás, en donde menciona los diarios de ese escritor, y algo relacionado con su suicidio cuando tenía 89 años. 

Hasta el momento me ha gustado la obra porque procura alejarse de las reflexiones y del monólogo interior, que, como también dice Millás, administrado en grandes dosis, produce en el cerebro de la trama unas lesiones irreversibles.  Márai se dedica a contar sus eventos, incluso sin muchos adornos ni figuras narrativas, algo, que, si uno se fija bien, es difícil.

“Las bofetadas formaban parte integrante de la marcha cotidiana de los días, como las oraciones o los deberes” cuenta Marai sobre la educación en esos tiempos,

Apenas leo eso, me acuerdo de una historia que mi padre siempre cuenta entre risas en medio de lo cruel.

Cuando era pequeño, debía tener 10 años, mi abuelo lo metió a estudiar a un internado, donde el pan de cada día eran los golpes. Mi padre dice que él era un buen estudiante, y que muchos estudiantes le tenían envidia porque era muy bueno en matemáticas, pero que siempre pasaba disciplina raspando.

Un día él iba caminando como si nada, procurando meterse con nadie, por uno de los pasillos del colegio y en dirección contraria venía caminando el director de la institución, un cura mala clase. Mi padre cuenta que apenas lo vio y sin mediar ni una palabra le dijo: “Ahh pero mire al señor Rodríguez, el de la guachafita” y sin ninguna razón le mandó una cachetada porque sí. Mi padre alcanzó a cubrirse y pensó: “Si me tiro al suelo, el viejo fijo me deja en paz”, pero cuál sería su sorpresa cuando el miserable ese, ni corto ni perezoso lo agarro a patadas.