lunes, 30 de noviembre de 2020

Morir un poco

Ayer morí un poco. Estaba metido en la cama y me incliné hacia adelante para acomodar de mejor manera las almohadas, un arte que no se perfecciona en toda una vida. Era, supongo, un movimiento tonto, uno que quién sabe cuántas veces he realizado en mi vida, pero el de ayer coincidió con tragar saliva y me atoré.

Todo ocurrió en cámara lenta, y cuando supe que eso me iba a pasar, intenté no tragar, pero caí en cuenta de ello tarde. La primera parte de esa muerte diminuta es toser de forma desesperada. Esa, imagino, es una reacción involuntaria, una forma en que nuestro cuerpo, mil veces más inteligente que el humano al que está asignado, lucha por sobrevivir.

Se tose, se tose mucho porque el organismo tiene claro que es una cuestión de vida o muerte, que caminamos por una cuerda floja. Luego de ese arrebato de tos, viene tal vez el momento más terrorífico de la experiencia, en el que intentamos respirar de forma desesperada, pero el aire no entra a los pulmones. En ese momento crítico es cuando debemos adoptar una postura Zen, para no perder la calma. Esto se logra de mejor manera cuando esa pequeña muerte se experimenta estando solos, pues en compañía nos sentimos ridículos y las personas, con caras de angustia, comienzan a lanzar todo tipo de consejos inútiles: “Levante un brazo”, o el mejor de todos: “tome agua”. ¿Cómo pueden pedir eso, mientras uno echa un pulso con la muerte, y cómo esperan que uno lo haga?, en fin.

Les decía que ese momento crítico es de fortaleza mental, un acto de fe que consiste en pensar que todo va a estar bien, que en determinado momento el aire va a volver a entrar a los pulmones.

Después de ese nudo, de ese episodio dramático con un clímax tan potente, llega el desenlace. Todo tiene pinta de un relato redondo, pues el final coincide con el principio: tos, tos y más tos, carraspera, tos, carraspera, tos, tos, etc. Es ahí cuando deberían decirnos, en uno de esos momentos en que uno traga una bocanada del aire que dejo de respirar, que tomemos agua.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Budismo e ira

A Lucía le gusta la literatura y se la pasa publicando fotos de libros que lee, junto con citas que le llaman la atención. Hace poco leyó un libro que tiene que ver con el budismo, y mencionó que gracias a esa lectura se había acercado a la meditación, una práctica que la ha hecho sentir bien últimamente. 

Lucía, española, afirma sobre esa lectura: “os prometo que cambia a las personas, la forma en la que ves el mundo y también la forma en la que te ves a ti mismo por dentro”; una aseveración fuerte, que evidencia lo mucho que le gustó el libro, la meditación, el budismo o los tres. 

Luego dice que el libro no tiene nada que ver con religiones, sino que se centra en el saber estar en el AQUÍ y el AHORA, y escribe esas palabras así, en mayúscula, como para que no se nos olviden. 

Algunas personas le dan las gracias, al tiempo que le recomiendan otros libros: El monje urbano, Los 3 pilares de la felicidad, y así. 

Todo iba color rosa, digamos, hasta que Íñigo se unió a la conversación. Él afirma que muchas de las imágenes que acompañan esos libros son una muestra de lo que debes mantener alejado. 

Parece que a Íñigo no lo convence el tema de la meditación y el budismo, y está cansado de que le repitan hasta la saciedad que el truco de la vida consiste en fijarse en el aquí y el ahora. 

Lucía, que seguro se sintió ofendida, le respondió lo más Zen posible: “necesitas meditar, tienes demasiada ira dentro”. 

Íñigo bien podría haber dejado las cosas ahí, irse a meditar, o a dedicarse a tener rabia contra el mundo, la vida, el destino, dios, cualquier persona, cosa o entidad divina, pero no, decidió responderle a Lucía, porque si para algo somos buenos es para engarzarnos en peleas en las redes sociales. 

Le dijo que no, que estaba equivocada, que él no necesitaba meditar, pues había recorrido ese camino mucho antes que ella y había descubierto que está lleno de intereses como cualquier otro. 

Al final no sabemos qué ocurrió, si Lucía se puso a meditar para pasar el mal trago comunicacional, o si Íñigo se fue a hacerle pistola al Sol. No sabemos nada, y nos aferramos a nuestras verdades como si fueran tablas de salvación.

jueves, 26 de noviembre de 2020

Palabras al vacío

Javier Franco piensa que las palabras deberían venir empacadas al vacío. Le gustaría ser más como su apellido, un tipo sincero, que habla claro y sin tapujos. 

Piensa eso sobre las palabras, pues le gustaría que durarán más, o bien, que utilizáramos las esenciales. Con esenciales se refiere a esas frases que permiten cerrar un negocio, convencer a la persona amada o engañar a la muerte, que respira a milímetros de nuestra nuca todos los días. 

Imagina que todas las personas tienen a la mano la misma cantidad de palabras, pero que estas a veces se vencen, y el cerebro las entierra en sus profundidades, debajo de capas de miedos y obsesiones, para que no pudran otras. 

Lo que Franco no sabe es que las palabras que hacen parte de las conversaciones casuales, o de los refranes, por ejemplo, no tienen tanta importancia. El mundo no se va a acabar si las personas nunca vuelven a escuchar frases del estilo: “Que clima tan feo el que está haciendo”, “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, “¿Usted qué come que adivina?”, solo por nombrar algunas. 

Pero la solución no solo consiste en desechar unas cuantas palabras. Lo que realmente preocupa a Franco, es que hay ocasiones en las que dispara palabras frescas, recién salidas del horno, disculpe usted el refrán, y son como balas perdidas que nunca impactan el lugar deseado, o no lo hacen de la manera en que pretendía.

Hablamos y escribimos, con la mejor intención, pero es imposible que todos entiendan lo que queríamos decir. 

Ahí va por el mundo Javier Franco, como desamparado. Si usted, estimado lector, lo llega a ver, dígale que entiendo cómo se siente.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Estados

Hablemos de Martínez, ¿por qué? Porque, aceptémoslo somos buenos para hablar de las personas a sus espaldas. Pero para compensar la balanza, ¿cuál? La de lo justo, digamos, y no ser unos desgraciados, no vamos a hablar nada malo sobre él.

A cambio de sacrificar el chisme, vamos a ventilar una de sus teorías sobre las personas, es decir, usted, yo, nosotros; o como usted comprenda ese término estimado lector. 

Martínez, Lucas de nombre —por si acaso usted es de esos que necesita, y le alcanza el nombre de alguien para dotarlo de una cara y demás aspectos físicos—, tiene una teoría sobre las personas. 

Sostiene Martínez que las personas cuentan con tres tipos de personalidades, a las que le gusta llamar estados, pues son los mismos de la materia: Líquido, sólido y gaseoso. Para que su teoría funcione, es necesario cambiarle el género a las palabras. A Martínez le gusta su teoría, porque esos tipos de personalidades casi no necesitan explicación. 

Una persona líquida es aquella que sabe fluir con la vida. Personas ligeras; en apariencia débiles, pero muy fuertes, pues como dice Michelle Williams: ““Quiero ser como el agua. Quiero deslizarme entre los dedos, pero sostener un barco” 

Las gaseosas, como su nombre lo indica son personas volátiles, y con esto Martínez se refiere a personas cambiantes. Las que un día nos quieren y al siguiente nos odian, si ningún motivo aparente. 

Quedan las sólidas que son como luz y oscuridad al mismo tiempo, pues son aquellas que, por lo general, saben donde están paradas. Lo malo es que tanto anclaje a la realidad los lleva a fanatismos y visiones sesgadas de la vida. 

Martínez cree que la clave para vivir está en cambiar de un estado a otro, no según nos convenga, sino para hacerle frente a la vida que es muy traicionera. 

Eso piensa Martínez

martes, 24 de noviembre de 2020

Fisuras, romperse y luz

Una mujer entrecomilla la cita: “We are all broken. That’s how the light gets in”, y dice que es de Ernest hemingway. Es una cita tremenda, y espera uno escribir un proyectil narrativo tan potente en algún momento de la vida. Quizás están destinados a los grandes autores y a nosotros, los simples mortales, no nos queda más opción que releerlos y publicarlos en cuanta red social sea posible, para darnos aires de interesantes, intelectuales, o lo que sea.

En la novela Farewell to Arms Hemingway, también trata esa idea: “The world breaks everyone and afterward many are strong at the broken places.” 

Me fijo en la frase que publicó la mujer, porque recuerdo que había leído algo similar, pero que el autor no era el escritor norteamericano, sino el músico Leonard Cohen, que en la canción Anthem dice: There is a crack in everything. That's how the light gets in. Que no se diferencia mucho de la primera, y sospecha uno que Cohen, en medio de un bloqueo creativo, decidió fusilar el pensamiento del escritor, introduciendo el concepto de la fisura.

Pero no vengo a echarme encima a los fanáticos de ese músico, ni más faltaba, porque si de fusilar se trata, Hemingway no le tiene que envidiar mucho a Cohen: En un ensayo de Ralph Waldo Emerson, con fecha de 1841, este escribió la sombrilla para ambas frases: There is a crack in every thing God has made. 

Supongo que no hay ideas originales, y que siempre, de cierta forma, plagiamos algo que oímos, leímos o nos contaron. Imposible saber si Emerson no tomó la frase prestada y la modificó. 

A la larga no importa mucho, porque, por muy parecidas que sean , uno las consume con gusto.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Secuestro

Despierto. 

Intento mover las manos o los pies, pero no puedo. El cuarto está completamente a oscuras. Cuando mis ojos se acostumbran a la ausencia de luz, distingo los bordes de una mesa enfrente mío, y me doy cuenta de que estoy atado de pies y manos a una silla. 

¿Qué hacer? Imagino que estoy secuestrado, pero no recuerdo cómo llegué a este lugar. Creo que soy un tipo que trata de no meterse en líos y que no tiene enemigos, pero supongo que siempre hay alguien que nos odia en silencio y que quiere hacernos el mayor daño posible. 

Escucho una puerta que se abre. Alguien entró a la habitación, sala de torturas, o el lugar que sea en el que me encuentro. Pregunto en voz alta, pretendiendo no sonar desesperado: “¿Quién anda ahí?, ¿Qué quieren de mí?”, aprovechando que mis captores son novatos, o han visto pocas películas, pues olvidaron taparme la boca con cinta adhesiva. 

De repente se enciende un bombillo en la habitación, que alumbra la mesa que está enfrente mío. Un hombre corpulento pone una máquina de escribir encima y se aleja. Dos hombres llegan por atrás, me levantan con todo y silla, y me sientan enfrente de la máquina. Un último se acerca y corta con un cuchillo la soga que ata mis manos. 

“Queremos que escriba” dice un hombre que, supongo, es el líder de la banda. 

“ ¿Qué quieren que escriba?”, pregunto. 

“¡Un buen relato!”, exclama el hombre. 

“¿Sobre qué tema?, pregunto para ganar tiempo, pues supongo que lo necesito. 

“El que se le ocurra, pero comience ya”. Y luego de decir estas palabras apoya el cañón de una pistola contra mi cabeza. 

“Intento pensar en un tema, pero no se me ocurre nada. Busco hilar una trama, la que sea, pero ninguna tiene pies o cabeza. Luego de cinco minutos, eso creo, sin haber tecleado ni una sola palabra, escucho como el hombre  le quita el seguro a la pistola. “!Escriba!”, grita. 

Tomo una hoja carta, de un montón que está encima de la mesa, la introduzco en la máquina, la centro y comienzo a hacerlo. 

“Estoy en un cuarto que hace un rato estaba oscuro.
 Ahora, un único bombillo alumbra una mesa con 
una maquina de escribir blanca, y un hombre presiona 
una pistola contra mi cabeza. Quiere que escriba.  

Ante la falta de ideas, comienzo a describir lo que me rodea y a contar qué es lo que pasa sin muchos adornos. Si este es mi último escrito, quiero despedirme del mundo con el cuento que siempre he soñado escribir, uno en primera persona,  libre de figuras narrativas, en el que solo narro lo que su protagonista tiene enfrente de sus narices.

domingo, 22 de noviembre de 2020

Ayer

Ayer caí en un abismo.

El día comenzó con un rayo de sol que me despertó dándome en la jeta, porque las ventanas de mi cuarto tienen unas persianas sin blackout—no entiendo por qué ese invento no se llama lightout, en fin—, y al borde izquierdo de la ventana le queda una franja por la que se cuela la luz. 

Mi intención era hacer pereza hasta tarde, pero el rayo me despertó y luego no pude volver a dormir. Me levanté, me preparé un café que acompañé con dos almojábanas, y ahí empezó todo. 

Con todo me refiero a una sensación de mierda que me acompañó durante gran parte del día. En un principio creí que tenía que ver con el incidente del rayo de sol, pero no, eso era una minucia, algo circunstancial, y mi raye era más profundo, un achaque de mi psique, golpeada por quién sabe que lío que no he resuelto; quizás uno milenario, que ha pasado de generación en generación, y que ninguno de mis ancestros se tomó la molestia de tratarlo ni de indagar qué era. 

El lío, les decía, llego a mí, y me pregunté a qué se debía la sensación. Intenté desenredarlo, diseccionarlo, pero no tuve ni la más remota idea de cómo hacerlo, entonces me enrosqué más en la rabia que llevaba y, como mis antepasados, decidí soportarlo. 

Más tarde me bañé, pero el agua no se llevó la nube negra que llevaba encima. Apenas terminé de vestirme me puse a mirar el celular, a darle scroll down como si mi vida dependiera de ello, y eso, la necesidad de atención desmedida que a veces cargo, me dio más rabia, así que decidí apagar el aparato.

Toda la tarde seguí igual. A eso de las 6 apagué la luz del cuarto  y me tumbé en la cama  a  perfeccionar el arte de mirar pal’ techo, y darle vueltas y vueltas a mi estado: “¿Será que estoy deprimido?”, me pregunté, y como con el lío ancestral que llevo en mi ADN, no supe darle respuesta a esa pregunta.

En medio de mi contemplación a la nada, el reloj cucú marcó las 7 de la noche.  Como seguía sin saber nada, decidí levantarme a dibujar.  Miré unas fotos que tengo en un archivo de Power point que nombré: “Dibujo actual”, pero ninguna me convenció.  No me decían ni hacían sentir nada. No sé cómo explicarlo, pero cuando dibujo una foto eso es lo que tiene que ocurrir.

Me puse a buscar una foto nueva, y di con el retrato en negativo de un hombre, que me llamó la atención por la forma en que la luz le daba en la cara, y decidí dibujarlo a pesar de la complejidad de las sombras.

 Comencé por la nariz, no se si técnicamente es el lugar por donde se debe iniciar un retrato, pero ese siempre es mi punto de partida.  Después de unos vente minutos, llegué a una sección del pelo, y no tuve idea de como iba a solucionar las texturas de la luz, no en ese momento sino cuando le fuera a echar tinta.  Caí en cuenta que la imagen que quería dibujar estaba más allá de mis habilidades, y hay que aprender a seleccionar las batallas.

Borré lo que llevaba y busqué otra.  Di con una de un obrero que sale de una pared, y me agradó porque sentí que en ella había movimiento, que algo ocurría.

 

Comencé a dibujar y pasados unos minutos pensé en desistir de nuevo, porque cuando llegué a uno de los pómulos, sentí que las dimensiones de la cabeza estaban desproporcionadas.  Me obligué a seguir, borré unos trazos y añadí otros, hasta que solucioné el inconveniente. En ese momento ya no había rastro de la sensación que me acompañó la mayor parte del día.


El dibujo como antídoto para cualquier duda existencial.

viernes, 20 de noviembre de 2020

El señor de los dados

En las últimas ediciones de la feria del libro, siempre había un día en que iba solo para pasearla a mi ritmo. Llegaba a Corferias temprano y me quedaba hasta la tarde. En Algunos de esos años elaboré una lista de los libros que quería, pero a excepción del Tumbao’ de Beethoven, una novela que gira en torno a la salsa y de Vibrato, una novela de la escritora y violinista chilena Isabel Mellado, pocas veces encontraba los libros que quería. 

Por eso mi estadía en la feria y mi método para escoger libros se convertía en una cuestión de puro feeling. Para decidir cuáles llevar, y contrario al dicho de no juzgar los libros por su portada, era precisamente eso lo primero que me llamaba la atención, a la par con el título. Cumplidos esos dos requisitos, aplicaba un método, según me contó un escritor una vez, de algunos editores, que consiste en leer un párrafo del principio, uno de la mitad y otro hacia el final del libro, y si estos son consistentes en voz, tono, ritmo, es un buen indicio de que el libro sea bueno. 

De esa forma, y sin tener ni idea de su existencia, di con Articuentos Completos de Juan José Millás, quien luego se convertiría en mi escritor favorito; también con El hombre que Murió la Víspera de Sergio Ocampo Madrid, y con el Señor de los Dados.

Escribo sobre esto, porque hoy me enteré de que su escritor, George Cockcroft, mejor conocido como Luke Rhinehart, el seudónimo que utilizó para publicarla, murió en estos días. 

A grandes rasgos la novela trata sobre un psiquiatra que visita lados oscuros de su personalidad, pues decide que cada vez que tiene que tomar una decisión, por simple o complicada que sea, debe lanzar un dado y actuar de acuerdo al número sobre el que caiga, al que previamente le había asignado la forma en que debía actuar. 

Ese ha sido uno de los libros que más me ha marcado, porque me cuestionó muchísimo. Quizás algún día vuelva a él. 

“Man must become comfortable in flowing from one role to the other, one set of values to another, one life to another. Men must be free from boundaries, patterns and consistencies in
 order to be free  to think, feel and create in new ways.” 
- The Dice Man -

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Diferencia horaria

Me inscribo a una charla sobre storytelling que promueve una entidad de la india. Me llega un mail de Shruti. Como siempre trato de ponerle una cara a las personas, me inclino a pensar que es una mujer, pero vaya uno a saber. Una vez tenía que escribirle un mail a Delaney, y todo el tiempo lo trate de She, para luego enterarme de que era un hombre. 

La diferencia horaria con ese país es de diez horas y media. Siempre me ha intrigado eso, que en un lugar sea de día y en otro de noche, pero acepto que yo me asombro con cosas muy sencillas, como que uno prenda el reproductor musical y continúe en la misma canción, en el segundo exacto en que se había apagado. Deberíamos asombrarnos más por todo lo que nos rodea. Por ejemplo, accionar un interruptor y que se prenda una bombilla, es algo que debería dejarnos boquiabiertos, en fin. 

También me causa intriga la diferencia horaria, porque me cuesta mucho realizar los cálculos para saber qué hora es acá, según la hora de otro lugar. No sé a qué se debe eso, es como un corto circuito de las neuronas encargadas de llevar el tiempo, si es que existen. 

Supone uno que el tema de los horarios está balanceado, que hay igual cantidad de noche y día en el planeta, y que no deberíamos preocuparnos por eso, pero creo que en algún momento la balanza se inclina para algún lado y es ahí cuando los eventos comienzan a despiporrarse. 

Pienso en el futuro: si me conecto de noche y allá es de día, ¿en qué plano estoy? “En su presente y los de la india en el suyo”, dirán los más prácticos, pero ellos están en un nuevo día, una nueva fecha, mi futuro, y yo sigo en su pasado, ¿acaso no?

martes, 17 de noviembre de 2020

Dibujo, escritura y dedicación

Hace un rato estaba dibujando un retrato de una mujer, que tiene el índice de la mano derecha sobre la boca ligeramente abierta, en una posición, digamos, sensual. Debí demorarme más de 40 minutos en la mano. Cada trazo que hacía lo borraba varias veces, cuidando que las proporciones no se me desbarajustaran, hasta que me echaba la bendición con el definitivo, y me alejaba para ver cómo se veía el conjunto. Recuerden que siempre hay que alejarse, no solo cuando se dibuja, para tener otra perspectiva. 

Entre trazo y trazo, en aquellos momentos en que enderezaba mi espalda, para descansar de mi posición encorvada y alejarme, traté de pensar sobre qué escribir. Pero soy malo para el multitasking y dibujar es una actividad que deja mi mente en blanco. 

Ahora que escribo esto, porque no se me ocurre qué más escribir, pienso que, tal vez, debería dedicar más tiempo a lo que escribo acá. Digo esto porque hoy leí por encima el blog de una mujer, y me pareció que ella le  dedica tiempo a sus entradas antes de sentarse a escribirlas. 

Pero no todo puede ser malo, hoy si le dediqué tiempo a otro escrito que creo tener listo, pero al que vuelvo todos los días para cambiarle algo: una palabra aquí, un signo de puntuación allá, o el orden de los párrafos. De pronto ese escrito drenó todo mi potencial de escritura, y hasta que no le ponga un punto final no me va a dejar en paz, pero no lo sé; como ustedes ya saben sé muy pocas cosas, con tendencia a saber nada. 

Por eso, imagino, escribo, para tratar de entender o darle significado a todo lo que ocurre, pero no deja de ser, como muchas cosas en esta vida, un sistema de prueba y error, y me atrevo a decir que más lo segundo que lo primero.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Abismos

Estoy tranquilo, digamos desayunando, mirando por la ventana mientras viajo en un bus, cortando un pedazo de carne con un cuchillo y un tenedor, o bajo el chorro del agua de la ducha; cuando de repente mi cabeza se llena de dudas, muchas, porque estas son cobardes y les gusta atacar en manada. Entonces aparecen cuestionamientos de todo tipo, acantilados de interrogantes, porque estar tranquilo, al parecer, es algo complicado, y siempre, sin ser consciente, camino por los filos del abismo de la locura. 

A veces, cuando eso ocurre, pienso que soy un bueno para nada, que todo lo que hago o dejo de hacer, porque lo que  elijo no hacer también repercute en mi vida, es en vano, no funciona ni cumple con ningún propósito. 

Son momentos llenos de tristeza, melancolía, nostalgia, en fin, momentos en los que la vida deja de ser y pierde todo el sentido, dado el caso de que llegue a tener alguno. 

Cuando esos momentos me embisten, cuando ese coctel de sentimientos y hormonas explota dentro de mí, procuro entregarme a la situación con los brazos detrás de la espalda. Esa, creo, es la mejor forma de actuar ante tanta incertidumbre, tanta muerte que llevo por dentro. 


Hablando de muerte, una médica experta en cuidados paliativos dice que ser capaces de sentarnos con nuestras angustias más profundas, sirve para explorar los pensamientos que más nos preocupan, procesarlos y llegar a encontrar formas más útiles de lidiar con ellos. 

El escritor español Manuel Vilas, dice que el cerebro humano tiene abismos, y que debemos abonarlos con nuestra sangre. 

Supongo que, de vez en cuando, hay que caer a propósito en ellos, para que la sensación de vacío no sea una constante en la vida.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Denme una cachetada

Alguien, la persona que sea, que me de una cachetada por favor. Lo que pasa es que necesito despertar mis recursos narrativos. Están dormidos, enterrados quien sabe en qué parte de mi cerebro, cubiertos por capas de angustias y preocupaciones, y toneladas de opiniones. 

A veces, a lo largo del día, dedico unos minutos a pensar sobre qué escribir, pero en ocasiones, como hoy, lo único que asalta mi cabeza son opiniones. Algunas se ven interesantes, y hasta me harían —eso pienso, para darme una auto palmadita en la espalda—sonar inteligente, pero tan pronto como aparecen las descarto, porque solo quiero contar cosas, lo que sea, antes de soltar una opinión. 

¿Y Quién tiene la culpa? El estado, a ver me explico. Luego de que terminé de trabajar, me iba a poner a escribir, confiado en que iba a dar con algo que pudiera contar. En ese momento tuve la brillante idea de responder un E-mail sobre un lío de unos papeles con la Gobernación de Cundinamarca. 

La entidad, un señor, en fin, alguien, me respondió que no había podido descargar los adjuntos que le había enviado en un e-mail —vida perra, ¿cómo alguien que trabaja en una oficina puede sacar semejante excusa?—, y me enviaron un link para ingresar a un formulario que debía rellenar. 

Después de diligenciar los datos personales, había una casilla para exponer el caso en detalle, en solo 999 caracteres. Edité una carta que había escrito en Word para que cumpliera con ese requisito y copie el texto, y cuando lo fui a pegar en el formulario, ¡oh sorpresa!, este no permitía la opción de pegar, ni de copiar, no se dejaba hacer ni mierda, era como el peor formulario que se ha diseñado hasta el momento. 

No tuve otra opción que digitar el texto, con un excelso dominio de control-Tab para saltar del Word al navegador. Cuando por fin terminé le di clic al botón “continuar” y la acción me llevó a una página para adjuntar los documentos de soporte. 

Estaba contento de que por fin iba a terminar el procedimiento, y luego de que adjunte el archivo, el berraco navegador se bloqueó. Esperé unos minutos a ver si reaccionaba, y cuando me di cuenta de que no iba a ser así, le eché la madre, lo cerré a las malas y me resigné a repetir el procedimiento. 

Cuando por fin lo terminé, se me habían quitado las ganas de escribir, y me eché en la cama a mirar pal techo. 
Cuando no quiera escribir, por favor, denme una cachetada.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Perder la cabeza

Hace Más o menos un año abrí la nevera y me encontré con la cabeza de un hombre en un plato. Tenía la lengua afuera y los ojos abiertos. La cerré de un portazo. Parecía como si todo fuera una broma de mal gusto, y que alguien se tomó el trabajo de meterse dentro de la nevera para hacerse el muerto. No sé quién se pondría en esas, pero en esta vida hay gente que se presta para cualquier cosa. 

“¿Me he vuelto loco?”, me pregunté. Cerré los ojos, volví a tomar la manija y comencé a abrir la nevera de nuevo. Como me acababa de despertar pensé: “quizás estoy en un territorio intermedio entre el sueño y la vigilia, un lugar en el que los bordes de lo real y lo irreal se rozan y por eso ocurren este tipo de cosas”. 

Cuando terminé la operación, conté hasta 3 y abrí los ojos, no poco a poco como le indican a uno al terminar una meditación, sino de un portazo a la inversa. Aparte de unas cuantas frutas, una caja de leche, 5 huevos, tres cervezas, un taco de queso, un frasco de mermelada de mora, y un pedazo de pizza que quién sabe cuánto tiempo llevaba ahí, la cabeza ya no estaba. 

Solté un suspiro, en apariencia de alivio, pero cargado de decepción, pues en el fondo esperaba que siguiera ahí, ya que era un punto de trama perfecto para disparar mi vida en la dirección menos pensada, una forma para escapar de la rutina. 

Desde ese día sigo buscando la cabeza, pero no me la he vuelto a encontrar en mi nevera. Cada vez que visito a un familiar o un amigo, me invento una excusa para revisar ese electrodoméstico, pero la cabeza no ha vuelto a aparecer.

martes, 10 de noviembre de 2020

Ligereza

A veces se siente una extraña pero cómoda ligereza, momentos en los que nuestras desgracias y aciertos cobran sentido. Es una sensación que, imagino, se origina en las vísceras, si hablamos de lo físico, o en el subconsciente si nos referimos a lo etéreo, pero ¿qué sé yo? 

Puede ser que ese estado tenga algo que ver con algún recuerdo de la infancia, aquella patria en la que el mundo parecía estar en orden, o de pronto tiene que ver con aspectos positivos de vidas pasadas, momentos fugaces de felicidad que tuvimos cuando fuimos otros, pero también los mismos. 

Ahorita experimento esa ligereza. Tal vez tiene que ver con que comencé un dibujo y creí que iba mal, pero al alejarme vi que no estaba tan perdido —cuando dibujo me siento ligero—, que encontré un lugar en el que venden lápices de dibujo con mina de grafito a buenos precios o, quizás, porque ayer fue un día de mierda y la mente y el cuerpo buscan un balance para que el individuo no enloquezca, por eso el blanco y el negro, el sol y la lluvia, lo ácido y lo dulce, la pesadez de la vida y su ligereza. Aún con todo ese rollo del libre albedrio y nuestras ínfulas de libertad, al final, parece, todo resulta ser una balanza que se inclina para el lado que le da la gana. 

Toca aferrarse a esos momentos de ligereza con toda la fuerza de la vida, porque se esfuman tan rápido como aparecen. Hay que Flotar y permanecer en ellos la mayor cantidad de tiempo posible, pues como dijo Francis Bacon: “Solo tenemos este momento, brillando como una estrella en nuestra mano y derritiéndose como un copo de nieve”.

lunes, 9 de noviembre de 2020

El futuro

En la actualidad, hay un complejo budista y se pregona hasta el cansancio vivir el presente, porque es lo único que debería importarnos. La verdad es que no nos vendría mal conocer un poco del futuro, por lo menos del inmediato, pues supongo que a cada instante cambia, entonces resulta imposible saber exactamente qué es lo que va a ocurrir. 

G. Me llamó ayer. Me contó que no se ha sentido del todo bien, y que incluso algunos días tuvo ganas de quedarse metida en la cama. Me pregunta si estará deprimida. “No lo sé”, respondo. Le digo que es probable, pero que cualquier afirmación que haga es una especulación. Me cuenta que a raíz de eso su hermano le regalo una cita con una señora que habla con los ángeles y que hace otras cosas—no recuerdo cuales— especiales. 

Me dice que le contó muchas cosas acerca de su vida, como que en un futuro la ve en otro país, y que no le va a dar Covid. G. me dijo que podía preguntar por el futuro de cualquier conocido, pero que no preguntó ni por el mío ni por el de M, con quien nos vemos veíamos con frecuencia. 

Aunque no creo en esas cosas, me tranquilicé cuando supe que no se había interesado en mi futuro, porque mi escepticismo tiene una grieta por la que se mete la duda. ¿Será posible?, me pregunto, y pienso en que no me gustaría conocer datos de mi futuro, porque se perdería algo tan importante como el factor sorpresa y aleatorio de la vida, y porque viviría pendiente de ver si lo que me dijeron va a ocurrir. 

Hace unos años escribí una crónica sobre el Indio Amazónico. Cuando visité el lugar, la persona que lo atendía, una mujer con un vestido largo de color verde plateado, me preguntó que si quería tomar una cita con La Profesora. Le pregunté en qué consistía la cita. “Es una lectura de las cartas en la que puede hacer preguntas sobre cualquier aspecto de su vida”, respondió. 

Tomar la consulta con La Profesora le habría venido muy bien a mi escrito, pero al final no lo hice, porque solo tenía un billete para devolverme a la casa y porque, como ya le dije, estimado lector, prefiero no saber nada del futuro. 

Escribo sobre esto porque hoy, viendo videos en youtube, di con uno de una vidente: una señora con gafas de marco grueso negro y un tono de voz aburridor. Ella decía que predijo la pandemia en el 2017. Al finalizar los cinco segundos promocionales, la mujer pregunta en ese tonito afectuoso de la segunda persona, que se supone debemos utilizar para ser persuasivos: ¿Quieres conocer el futuro de las personalidades?, sígueme en mi canal de youtube. 

No, no quiero conocer el futuro de nadie. Si es el caso, que llegue y se estampe contra mi cara.

 

viernes, 6 de noviembre de 2020

Ganas

A veces, como ahora, tengo ganas de hacer de todo, es decir, lo que más me gusta: dibujar, escribir o leer, que son como los puntos de un mapa que siempre ayudan a ubicarme.  Cuando esto pasa, una lluvia de ideas cae de forma desordenada en mi cabeza, y juego a conectarlas de alguna manera para ver en qué puntos se cruzan, pues imagino que esos territorios de encuentro son importantes, y que en ellos hay algo por descubrir.

Pienso, por ejemplo, en que me gustaría escribir una novela como The house on Mango Street que leí hace poco.  Me gusta su estructura en viñetas y que a veces unas no tengan nada que ver con las otras.  Me recordó mucho a Vibrato, una novela bellísima de Isabel Mellado, una violinista y escritora  chilena que vive en Alemania.

También le doy vueltas a una charla de una escritora sobre su proceso para cursar un Master de escritura creativa en Estados Unidos, en la que contó, por encima, su experiencia.  Ella se presentó sin tener los recursos (más de 50.000 dólares), y apenas la aceptaron siguió adelante con el proceso, pues sabía, en lo más profundo de su ser, lo que sea que eso signifique, que quería, o bien debía, ser escritora, pues para eso había nacido.

Como ya lo he dicho, me intrigan mucho esas personas que tienen tan claro lo que deben hacer en la vida, porque es algo que a mí me cuesta definir por completo; imagino que esto tiene que ver con que todos tenemos una identidad múltiple, que somos uno y muchos al mismo tiempo, no sé.

También, en estos días en los que me volví a obsesionar con el dibujo, he llegado a la conclusión de que las proporciones del cuerpo humano tienen algo de divino; imagino que esto que digo no es nada nuevo y que ya deben existir tratados sobre el tema, pero me asombra la relación que tienen las distancias de cada una de las partes del cuerpo humano.

Si hay un aspecto que me gusta mucho del dibujo es el boceto, pues brinda la oportunidad de equivocarse, de tachar, de hacer un trazo una y otra vez hasta creer que se obtuvo el correcto. Esto, imagino, tiene que ver mucho con la escritura, con poder borrar, reescribir y si es el caso, como me pasó ayer con un dibujo en el que las proporciones se fueron al carajo; arrancar la hoja y botarla a la basura.  Tal vez, solo tal vez, deberíamos concebir más la vida como un boceto.

Existen ganas, algunas verdades, eso creo, y miles de inquietudes.

jueves, 5 de noviembre de 2020

Pan, tapabocas y lápices

Salgo a comprar unos medicamentos, pan y dos lápices, porque los anteriores se encogieron demasiado rápido. El orden de la vuelta es: Droguería, pan, papelería. Aparte de que hay poca gente en la calle, parece que es un día normal con bastante tráfico, pero hay algo en el ambiente que dice que hemos cambiado, que ya no volveremos a ser los mismos, que la pandemia y todo lo que ha traído, se instaló en lo más profundo de nuestra psique, como un archivo temporal o el historial de un navegador web, que nunca se han borrado, en fin. 

Le doy vueltas al tema por un rato, para ver si logro precisar qué es lo diferente a nivel de consciencia, pero no saco ninguna conclusión importante. Al rato, ya cerca de la droguería, me olvido del tema. 

A menos de 5 pasos del local, siento como el caucho del tapabocas se revienta. No sé si lo forcé al ponérmelo, estaba gastado o cuál fue la razón, pero lo alcanzo a agarrar antes de que caiga al suelo. 

Miro a ver si puedo hacerle algún arreglo temporal, pero soy malo para esas cosas y, además, no llevo nada encima con qué arreglarlo. Me angustio por unos segundos, pues pienso que el virus está a la caza de aquellos que no llevan tapabocas, así que lo sujeto contra mi cara con la mano derecha, pero eso también me molesta, pues ¿acaso no dicen que una vez puesto, se debe evitar tocarlo con las manos? 

Ya en la droguería, y luego de pedir los medicamentos, también pido un tapabocas. “No tenemos”, responde la mujer que atiende. Siento que el conflicto en mi salida comienza a escalar, y pienso en modo trágico: “ahora quién sabe que más va a pasar”. “Es que los pocos que llegan, se agotan en nada”, concluye la mujer al ver mi cara que, supongo, debe llevar un gesto de angustia. 

No me queda otra que sostener el tapabocas con la mano y camino hasta un Tostao. Cuando me acerco a la caja a hacer el pedido, veo que también venden tapabocas y pido uno. Son de esos de tela que toca amarrar y que me parecen tan poco funcionales como los jeans con botones, pero mejor eso que nada. 

Ya en la papelería, compro los dos lápices y un marcador negro de punta gruesa, porque el que tengo se acabó luego de hacer varios dibujos con fondos negros, para lograr un efecto de negativo. Le pregunto a la mujer que la atiende como sigue su hija en Paris y me dice que está bien, pero encerrada, y que eso es una lástima, pues los apartamentos en los que viven los inmigrantes son muy pequeños, y guardar la cordura, confinados en esos espacios tan reducidos, es todo un reto.

martes, 3 de noviembre de 2020

Foto

Hace 8 años tome una foto en Montmartre, en una calle con cafés y restaurantes. Una tía que vive en Alemania, y que visité durante ese viaje, dice que uno no debería tomar fotos de los lugares, ¿para qué?, lo que importa es tomarle fotos a las personas con las que uno viaja. 

Como era la primera vez que visitaba Europa, yo le tomaba foto a todo y a todos. Recuerdo que en esa foto de la que les hablo, capturé en ella a un hombre que estaba sentado leyendo un libro pequeño de bolsillo, y de vez en cuando le daba sorbos a una taza que descansaba sobre una mesa redonda y pequeña. El hombre tenía cruzada la pierna derecha sobre la izquierda, ¿acaso cual otra?, pero de esa manera en que algunas personas cruzan las piernas como si fueran contorsionistas, y en ocasiones la movía de forma nerviosa; tal vez atravesaba, en esos momentos, un punto álgido de la narración. El hombre También fumaba un cigarrillo al que le daba unas cuantas caladas seguidas antes de volverlo a poner sobre un cenicero de vidrio, también pequeño. Era, al parecer, un café con medidas justas, en el que no se podía desperdiciar espacio alguno. 

Cerca, aunque no salen en la foto, había un trio de emigrantes, al parecer, africanos. El guitarrista llevaba un pantalón amarillo y chaqueta negra; el que tocaba el bongó llevaba una camisa blanca, y el último, el cantante, un pantalón negro, una camisa de cuadros rojos y blancos, y unas gafas negras de marco rojo. El grupo repetía el coro de Guantanamera una y otra vez; se veían alegres y varias personas se acercaban a echar monedas en un sombrero que habían acomodado en el piso. 

Esa es una de las escenas más frescas que aún conservo de ese viaje y que, de repente, aparece en mi cabeza como si estuviera conectada con cada cosa que hago. Cada vez que eso pasa, me pregunto qué estaría leyendo el hombre del café.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Mundos paralelos

Llevo una rutina de vida sencilla. Desde que me separé de Carolina, mi exmujer, decidí estar solo por el resto de mi vida. La razón por la que actúo de esa manera tiene que ver con las decisiones, mejor dicho, con tener que tomarlas. No ha sido una tarea difícil, el estar solo me refiero, pues por lo general la gente me tilda de loco. 

A ver me explico: Lo que pasa es que la gente no sabe nada o se niega a creer en la existencia de mundos paralelos, y eso, el hecho de existir en otro lugar es algo que a mí me genera cierta angustia, pues no quiero andar regado por todas partes. 

De ahí que no quiera tomar decisiones, y prefiero que la vida me lleve de un lado a otro, como a una pluma que la alza una corriente de viento, porque es justo en ese momento de duda, al tener que tomar una decisión, preferir un camino sobre otro, cuando un universo paralelo se crea. 

No tienen que ser decisiones de vida o muerte. Puede ser algo tan sencillo como elegir tomar chocolate en vez de café al desayuno, o bajar por las escaleras en vez de tomar el ascensor, entonces ya se podrán imaginar la cantidad de mundos paralelos que se van creando a diario. 

Me imagino que podrán pensar: “ ¿y qué importa eso?, que cada quien en su mundo haga lo que le de la gana”, pero yo creo que es algo que no se debe tomar tan a la ligera, pues las acciones de nuestros otros yoes, aunque parezca imposible, afectan nuestra realidad de alguna manera; por eso es que a veces nuestros asuntos no marchan bien, o de un momento a otro todo se desbarajusta en cuestión de segundos, porque los universos paralelos crecen de forma exponencial cuando comenzamos a tomar decisiones en otros mundos y, al final, ese amasijo de vidas y destinos se terminan cruzando, o chocando más bien ,en algún punto. 

Ya ven ustedes como se complica la vida, así no lo queramos.