Leo tres libros al tiempo.
Solo un decir, porque en verdad solo leo uno, y a los otros dos les doy sorbos de lectura.
Otra mentira. De esos dos restantes, de uno, un volumen de diarios de Anaïs Nin, apenas hojeo algunas páginas de vez en cuando.
El otro, una colección de cuentos de Amparo Dávila, lo tengo en stand by. No me enganchó del todo, pero siento que tiene algo. Como cada cuento no me toma más de treinta minutos leerlo, ahí está, esperándome en el Kindle.
Leer, pienso, también se trata de eso: leer a trompicones, en desorden. Como una historia que cuenta Margarita García Robayo y que ya he mencionado un par de veces en este blog. Dice la escritora que sobre su mesa de noche siempre hay una pila de libros. A veces, en el día, escucha la risa de sus hijos en su cuarto. Cuando les pregunta qué hacen, responden que nada y salen de él. Más tarde, en la noche, se da cuenta de que tumbaron la torre y la acomodaron como pudieron. Entonces, nunca guarda el mismo orden. El libro que está encima nunca es el mismo. Cada vez que se va a dormir lee un libro diferente.
Volviendo a la cantidad de libros que leo, leía cuatro. Pero abandoné uno, porque leer también se trata de de eso: de dejar un libro en el momento en que se vuelve insoportable.
En mi caso, me cansaron los saltos raros de punto de vista. De pronto, la narración pasaba de primera a tercera a segunda persona, todo en cuestión de unas cuantas líneas, y yo sin tener ni idea de quién carajos estaba hablando. Puede que sea un lector perezoso y necesite que me lo den todo mascadito. No sé. Sea como sea, la lectura me agotó y le dije adiós en la página 95.
Leer.
Leer rápido, atragantándose con las palabras.
O despacio, bien despacio, para saborearlas.
Abandonar lecturas sin remordimiento.
Leer diez páginas y dejar un libro.
Leer setecientas y también dejarlo.
Leer mil de una sola sentada.
Leer como a uno le dé la regalada gana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario