lunes, 28 de septiembre de 2020

100 palabras

Siempre había pensado participar en el concurso “Bogotá en 100 palabras”, pero al final dejaba pasar la oportunidad. Era un dato que anotaba en mi cerebro, la peor libreta de todas, y al final se quedaba allá, como un archivo temporal mezclado con recuerdos e ideas, y que siempre recordaba cuando estaba lejos del teclado. 

Este año me había pasado lo mismo, pero hace pocos días una de mis hermanas me envío el link del concurso. Hoy me senté a escribir el relato y, creo, logré uno bueno, aunque uno suele ser muy benévolo con los escritos propios, así sean una completa basura, en fin. 

El relato tiene como escenario principal un bus de Transmilenio, y me esforcé por que tuviera una primera línea enganchadora. “Hoy es el día”, piensa el protagonista y así comienza el cuento. 

Después de unos 40 minutos, logré el primer borrador, y luego dediqué toda la mañana a editarlo. En medio de la tarea sentí un poco de remordimiento por eso, es decir, escribir por puro placer, dejando en un segundo plano otras tareas pendientes, pero ¿cómo obtener un buen texto, un relato sincero, si no es de esa manera? 

“¿Toda una mañana para eso?, pero si solo son 100 palabras”, podrán pensar algunos, pero en lo que duré haciéndolo, pensé que me estaba jugando la vida; era el texto o la muerte. 

El desenlace, como siempre, fue lo que me costó más trabajo, pues es ese punto en donde se puede echar a perder todo el trabajo realizado. Escribí dos finales, uno de 23 palabras y otro de 25. Al final me decidí por el primero por una simple cuestión de sonoridad; en el otro las palabras hombre y nombre, aunque distintas, se disputaban el protagonismo y sonaban como una rima mal hecha.

viernes, 25 de septiembre de 2020

El primer café

La alarma del celular lo arranca de los brazos del sueño. Juan Pablo estira un brazo, apaga el aparatejo y despega los ojos para mirar que hora es. 5:00 a.m. Una hora antes del momento en que pensaba despertarse. Esa alarma que acaba de sonar, la intrusa, hace parte de las mil alarmas que tiene configuradas en su celular, y que olvidó desactivar.

Le gustaría ser como uno de sus amigos que, todos los días, sin falta alguna, se despierta a las 4:30 a.m., medita, hace ejercicio y luego le prepara el desayuno a toda la familia. Por las tardes, cuando él estaría con ganas de echarse una siesta, su amigo, en cambio, practica escalada. No entiende de dónde saca tanta energía. 

Da media vuelta, cierra los ojos e intenta dormirse de nuevo, pero no puede. La alarma de los mil demonios dañó el cauce de los eventos: dormir hasta las 6, y luego ver qué tiene el mundo por ofrecerle el día de hoy. A modo de protesta decide quedarse en la cama hasta esa hora, echando globos sobre la existencia, la suya y la del mundo. 

El tiempo, que se elonga y se contrae como le da la gana, pasa rápido, y cuando está tejiendo una fantasía con una mujer de pelo crespo con un aroma de flores en una primavera holandesa—no tiene ni idea qué significa eso, pero está en todo su derecho de elucubrar su fantasía de cualquier manera, por más disparatada que sea—, suena la alarma, la verdadera. 

El hombre del que hablamos siente que la vida, la suya por lo menos, volvió a tomar el cauce natural, si es que las vidas tienen eso; se levanta y va a la cocina a prepararse el primer café del día. 

De los métodos que conoce para prepararlo: Prensa francesa, cafetera italiana y con filtros de papel, la prueba y el error lo ha llevado a la conclusión de que el mejor es el segundo. La rescata del mueble de las ollas, la mira como el amante enamorado a la mujer que desea, y luego toma el pocillo—el de la figurilla de Gaudí que compró en el Barrio Gótico—, mide el agua, abre el pote del café, mide la cantidad que necesita, y la echa en el receptáculo que la almacena; prende la estufa y deja que la cafetera haga su magia. 

Luego, en el mismo pocillo que había utilizado, mide la leche que le va a echar al café, uno de los pasos más complicados del ritual, pues debe ser una medida exacta para que la bebida no quede ni tan clara ni tan oscura, la vida o la muerte, esa delgada línea, presente a todo momento, que separa la luz de las tinieblas. 

Minutos después, el sonido burbujeante de la cafetera le avisa que el café ya está listo. Calienta la leche en el horno microondas, 37 segundos, ni uno más ni uno menos, y luego le echa el café humeante encima, con aroma a tierra, a mañana, a madera, a vida. 

Luego, Juan Pablo, ese hombre que puede ser usted o yo, querido y amable lector(a), le da un sorbo, y en su boca, de repente, se encuentra todo el universo, lo conocido y lo desconocido: el big bang, un orgasmo, rayos de sol golpeando la cara, la carcajada de un bebé, el primer beso, el aroma preferido, la palabra precisa, el nirvana; todo en su debida cantidad. 

Cuando el primer café le sabe de esa manera, a Juan Pablo no le queda otra opción que pensar que va a tener un buen día.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Cansancio

Lavar los baños fue lo más productivo que hice en el día. Después de eso, un velo de desazón cubrió mi voluntad, una mezcla entre aburrimiento y cansancio; sobre todo lo segundo. Luego del almuerzo, sentí como si no tuviera fuerzas para hacer nada. 

Ante tal panorama, digamos, desolador, entré en modo de emergencia y decreté, en un corto monólogo mental, un decreto personal para hacer nada; solo un decir, pues entre mis planes estaba leer. Leer como si el mundo se fuera a acabar, leer de manera ansiosa, como si las letras tuvieran la misma importancia que el aire tiene para poder sobrevivir. 

Pero les decía que después del almuerzo un cansancio milenario se apoderó de mí, así que me eché en la cama y entré en uno de esos estados de duermevela, en los que no se descansa del todo, porque hay rastros de remordimiento en la conciencia, producto de no hacer nada, nada en el sentido productivo que tenemos clavado en la cabeza. 

No sé bien cuánto tiempo duré ahí, tendido en la cama, mientras miraba al techo, esperando que me dijera en qué consiste realmente la vida, uno de mis pasatiempos favoritos. En medio de eso, y como el techo seguía sin decirme nada, pensé: “Qué carajos me voy a dormir”. Cerré los ojos para entregarme a la tarea, pero a los pocos minutos sonó el celular. Luego de atender la llamada, aunque todavía sentía cansancio, el sueño se había esfumado. 

Entonces decidí, decidió mi cerebro, o ese otro yo que me habita, que era el momento perfecto para hacer una torta de manzana. Me puse de pie a regañadientes, tratando de exponerles mis razones para no hacer nada, que horas antes había expedido un decreto sobre el tema, pero no me hicieron caso y al final terminaron por convencerme. 

Al final, no leí como si el mundo se fuera a acabar, pero lo haré a las 11 de la noche, hora en la que prefiero hacerlo. Ojalá el cansancio no vuelva a aparecer.

martes, 22 de septiembre de 2020

40 palabras

Escribo un perfil cronicado, término que me acabo de inventar; una palabra-no-palabra que, estoy casi seguro, no funciona. Escribo un texto que es una mezcla entre perfil y crónica; Dejémoslo mejor en que escribo y ya está. 

Tengo el primer borrador listo, pero me faltan conocer detalles, en apariencia nimios, de la persona sobre la que trata el escrito: comida preferida, lugar favorito, hobbies, placeres culposos, etc. Aspectos que parecen no importar, pero que son los que crean un territorio en común en el que las personas se sienten cómodas. 

Abro el WhatsApp, redacto un par de preguntas y llas envío para tener esa información, confiado en que no me van a responder pronto, pero en pocos minutos ya tengo una respuesta. Doy las gracias, al tiempo que menciono que la información  es suficiente, pero que en caso contrario  volvería a hacer más preguntas. Me dicen que no hay problema. 

Pego la nueva información en el texto: alrededor de 40 palabras que conforman dos líneas. Pienso que es una tarea fácil, y que no me voy a demorar más de dos minutos en redactar esa nueva porción de texto. 

Y así es, lo redacto rápido y le pongo el punto aparte al párrafo, confiado en que quedó potente. Lo leo, pero no tardo en detectar que está cojo, que entre algunas de sus palabras hay abismos en los cuáles el significado cayó al vacío. 

Le hago unos cambios superficiales, como de maquillaje. Luego, lo leo y vuelvo a leer, hasta que casi me lo sé de memoria y, en ocasiones, me suena bien, pero en otras me parece la peor frase que alguien ha escrito en toda la historia de la humanidad. 

Copio lo nuevo que redacte abajo y comienzo a cortar acá, alargar allí, el punto, la coma, que no se me escape esa tilde que le da sentido a todo, pero no pasa nada. El nuevo párrafo está herido de gravedad, así que decido no prolongar su sufrimiento, y lo borro para redactarlo de nuevo. 

El minuto, o dos, que pensé me iba a demorar, se convirtieron en 40. Al final, creo, logro un párrafo decente. Quizá no lleva frac, pero tiene la camisa metida dentro del pantalón.

lunes, 21 de septiembre de 2020

La cama

Hablemos de sus dos estados primordiales: Tendida y destendida. A veces, muy pocas la verdad, me esmero cuando tiendo la mía, procurando que las sabanas, colcha y cubrelecho queden templados, sin arrugas, con las almohadas puestas de forma milimétrica, las dos a la misma distancia de los bordes: La cama como obra de arte o la vida como un TOC perpetuo. Imagino que una cama tendida es un atisbo de orden en medio del caos que gobierna nuestras vidas, y que por eso le encontramos cierto placer a observarla en ese estado. 

Una vez vi un video de un almirante o un alto mando, no recuerdo bien quién era, pero era como el más más de todos, de la marina de Estados Unidos, dando un discurso motivacional a sus tropas o a aquel que se encontrara con sus palabras. En su charla hablaba sobre cómo llevar una vida correcta o qué debíamos hacer para ello, y decía que lo primero que uno debe hacer, apenas se pone de pie en la mañana, pues es una de las cosas más gratificantes en la vida, es tender la cama con empeño. A la larga, daba entender que es algo que forma el carácter; no sabe uno si el propio o el de la cama. 

Pero la cama destendida también tiene su encanto. Cuando la dejo así por un tiempo prolongado, y de vez en cuando la observo, me pregunto que criaturas inverosímiles se esconden dentro del amasijo de la colcha y las sábanas. 

Me aventuro a pensar que las camas esconden algo que tratamos de descifrar, por ejemplo, cuando movemos nuestras piernas con desesperación, buscando el frío en esos sectores desolados que no han tenido contacto alguno con nuestras extremidades. Quizá, de forma inconsciente, esperamos encontrarnos con otra cosa diferente a una sensación térmica, qué sé yo: una mano que nos acaricie, o un objeto que atesorábamos cuando éramos pequeños. 

La cama destendida también puede funcionar como una metáfora de resistencia, como cuando John Lennon y Yoko Ono, pasaron una semana entera metidos en una de un hotel en Montreal, para sentar su posición en contra de la guerra de Vietnam.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Números, turnos y claves

Un viento helado, que acompaña a una tarde fría y lluviosa, es lo primero que se estrella contra mi realidad. ¿Y qué es mi realidad?, una chaqueta muy delgada que no me protege del clima que está haciendo. Pienso en devolverme para cambiarla, pero como no me voy de excursión al ártico descarto la idea.

De todas formas, me dirijo a uno de los lugares más fríos de la ciudad, a temperatura emocional, me refiero: un banco. De hecho, debo visitar dos, para sacar un cheque en uno y consignarlo en el otro, una de esas transacciones financieras personales que parecen no tener sentido alguno. 

En el primero hay poca gente. 

Aparte de la chaqueta, voy armado con tapabocas, guantes y esfero propio, y la cara, como siempre, me rasca como un demonio. Intento pensar que es algo mental, y también distraerme con cualquier pensamiento, desde tararear una canción mentalmente, hasta leer los letreros del banco: “Espere su turno”, “Caja”, “Oficina de gerencia”, y así, mientras espero a que mi número de atención, el O908, salga en una pantalla de televisor desperdiciada. 

Por fin es mi turno. Cuando me acerco a la caja, el nombre de usuario de la sucursal virtual aparece de la nada en mi mente. Antes de salir de casa, quería ingresar al portal para verificar cuánto dinero tenía en la cuenta y no recordé el usuario. Eso me hizo dar una mezcla de rabia y preocupación, pues en estos días es algo que me ha pasado con frecuencia: se me olvidan, por un lapso de tiempo, algunas claves, números, en fin, datos que debería tener clavados en mi memoria. “¿Será vejez?, ¿neuronas que han muerto?”, me pregunto cuando eso ocurre, pero luego, la información vuelve a aparecer en mi cabeza en el momento menos pensado. 

Mientras realizo la transacción, un hombre con una chaqueta de Jean llega a la caja de al lado. Lleva el tapabocas en la barbilla. ¿La razón?: está comiendo unos chitos. Lo miro mal, pero no le digo nada, ya saben mi teoría: Lo mejor es andar por ahí sin intentar meterse con desconocidos, porque es justo en ese momento cuando se despiporra todo. 

Salgo del banco, contento por haber completado el 50% de mis vueltas bancarias, y deseando que el tarado de los chitos se atore con uno, un evento que no le produzca la muerte, pero que por lo menos le genere algo de angustia. 

Llego al otro banco y tomo otro turno. Ahora soy el H7. Apenas me siento, intento descifrar qué tiene que ver el orden de atención con relación a la combinación de las letras y números que van apareciendo en pantalla, pero fracaso en el intento. 

En uno de los puestos de atención, está una mujer de edad avanzada, acompañada de una enfermera totalmente vestida de blanco, a excepción del tapabocas que lleva puesto que es de color verde fosforescente. La enfermera le tiene que repetir fuerte y cerca de su oreja izquierda, todo lo que la asesora les dice, pues la señora está más sorda que una roca. 

En un momento la viejita se fija en una imagen publicitaria del banco que está en la pared. En ella sale una panadera con hornos y bandejas llenas de bizcochos al fondo. Le pregunta a la enfermera de qué se trata la imagen, y esta inventa una respuesta rápida, algo que, imagino, hace a cada momento del día: “Es que el banco apoya a los microempresarios con sus restaurantes”. A la viejita la respuesta le parece suficiente y calla por unos segundos, para luego concluir: “Se parece a la de ese concurso de cocina español.” 

La asesora, que ya sabe que tiene que hablar más duro si no quiere intermediarios en su conversación con la viejita, le pregunta por su número de celular. “22 millones, 4…” responde. “No, su número de celular”, interviene de nuevo la enfermera gritándole en su oído de piedra. 

“Ahh”, responde la viejita. Y se queda callada mientras esculca en su mente ese número. Pasan alrededor de 5 segundos y aún no dice nada. Cuando todo parece estar perdido, dicta el número como si nada. En ese momento me identifiqué con ella y su pequeña laguna mental, y celebré en silencio que hubiera recordado el número.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Está muerta

Ahí está colgada, quieta, parece muerta. Esas palabras dan pie a imaginar muchas cosas, pero antes de que su mente, estimado lector, intente darles sentido, antes de que comience a tejer y contarse quién sabe qué tipo de historia, permítame arrancar de raíz, cortar de tajo, cualquier fantasía que haya comenzado a elaborar. 

¿Quién o qué, más bien, está ahí? Me refiero a mi mochila. No la utilizo desde que inició la cuarentena. En ella solía echar un libro, una libreta, un esfero negro, de gel preferiblemente, para luego irme a leer a un café cercano. También la he llevado a algunos viajes, pero su uso principal es el que les cuento. 

Covid Alfonso lo cambió todo, como, imagino, otro de mis planes preferidos que es hojear libros. Puede que alguien en este momento deje de leer para exclamar: ¡Que tipo tan exagerado!, se puede lavar las manos y ya está”, pero me he dado cuenta de que tengo tendencia a tocarme la cara sin razón alguna, y que esta me pica a cada rato. Supongo que es algo que se puede solucionar con autocontrol, pero de pronto carezco de eso y soy como una veleta sin rumbo fijo, pura entropía andante, vaya uno a saber cómo están tejidos los hilos del destino de cada una de nuestras vidas, porque vamos caminando derechito, o eso creemos, y de pronto algo quiebra nuestro equilibrio. 

Ese algo suelen ser las personas. En estos días —en este punto imagino que usted, querido lector, ya se habrá dado cuenta que el sentido de este escrito, si tenía alguno, se fue al carajo— he pensado que la mayoría de las veces no tenemos la culpa de nada: Vamos por ahí procurando no meternos con nadie, hasta que alguien busca algún tipo de interacción por cualquier medio: en persona, por teléfono, palomas mensajeras, señales de humo, el que sea. Es ahí cuando todo se descontrola. 

Pues sí, ahí está la mochila, quieta, sin uso, como muerta.