lunes, 22 de abril de 2019

Frases

El lenguaje está presente en nuestras vidas a todo momento. Absorbemos palabras, al tiempo que ellas nos absorben y bombardean nuestro cerebro sin parar, estamos a merced de ellas. 


Encima de un mostrador de una sala de espera de consultorios médicos un letrero dice: consulta externa y al lado en letras itálicas lleva está su traducción al inglés: Outpatient. Imagino que la traducción es errada, porque me la imagino literal: External consultation, hasta que decido que esa palabra que encierra a las dos en español, es la traducción indicada. A la derecha hay otro letrero: Baños Públicos Public Toilets, lo leo mentalmente como si fuera una cuña radial. 



Paseo la mirada por el lugar y una estructura de cartón de color verde chillón, que está recostada sobre una pared, dice: Uso preferencial Adulto mayor. Embarazadas. Discapacitados. Cada palabra debajo de la anterior. No indica de que se trata el el uso preferencial, y parece como si los discapacitados soportaran a los otros dos grupos de personas. 

Un hombre llega al lugar, y lleva puesta una camiseta azul que dice: “Leader on the field”. Por alguna razón imagino que el campo al que hace referencia la frase es uno de futbol americano, y ubico al hombre en la grama. Es un mariscal de campo, a punto de lanzar un pase profundo. 

“¿Cómo está el clima, rico?” Pregunta una mujer que está sentada a mi lado, y que lleva puesta una camiseta blanca a cuadros rojos y tenis. Tiene el celular en altavoz, pero aún así se lo pega a la oreja como si estuviera en una conversación privada. Habla sobre tiquetes de avión costosos y de que tiene que estar en el aeropuerto a las 8:30 p.m. 

Miro hacia la ventana y en el edificio de la acera de enfrente están arrendando una oficina, el número comienza por 357, pero no termino de leerlo, pues para lo único que me interesa es para llamarlos y decirles que no estoy interesado en la oferta. 

Al salir del edificio una mujer que lleva puesto un chaleco morado impermeable, blu-jeans y tenis blancos se me adelanta, va hablando por celular y le dice a su novio, esposo, quién sea: “Listo. Listo. Sí, sí, sí, mí amor.” 

En otro lugar, una pared azul tiene escritos varios tipos de carne: Salami selva negra, rollo suizo, Molleja cervecero. El último nombre patina en mi cabeza por la incongruencia en el género gramatical. 

“Los invitamos a visitar nuestra página web” dice un cartel pegado en una pared, y me imagino ese sitio web como un lugar físico. Junto a él otro dice: “Política de calidad” en letras mayúsculas y en letras diminutas está escrita, supongo, la política. Al lado un múñeco blanco sobre un fondo verde, en una posición que aparenta movimiento acompaña las palabras “Salida de emergencia, que resulta ser la misma salida del local, por la que todos entran de forma calmada. 

Más tarde pido un turno en una máquina, y escupe el RB 507. Me siento y miro la pantalla que los anuncia, pero todos tienen combinaciones con letras diferentes: el SB 320 en el módulo 1, el PB, así solo y extraño sin números, en el módulo 4, el RB 321 en el 2; estoy a 186 turnos de ese, pero no veo a más de 10 personas en el lugar; el SB318 en el módulo 3, y así. 

Leo un poco para calmar la desazón que me producen esos sistemas de turnos. Las páginas que alcanzo a leer hablan sobre qué significa escribir a lápiz y su extensa duración, y, de cierta manera, el escritor compara eso con un fumador empedernido que espera que su cigarrillo dure más de las caladas que le suele dar, al igual que los sorbos que una persona que está sentada en la barra de una bar, le da a su bebida. 

El RB 507, el turno, yo, sale o salgo en la pantalla. La espera se acabó. 

Camino a casa paso por un edificio que parece estar a punto de derrumbarse, está inclinado y su estructura tiene muchas grietas. Tiene un pendón en toda la mitad que dice: “VENDO O PERMUTO”. En el segundo piso, un ventanal sin cortinas deja ver dos maniquíes con vestidos de matrimonio. Imagino a un sastre muy viejo sentado al frente de su máquina de coser, el único inquilino que no ha abandonado ese barco de concreto que, poco a poco, se hunde.

viernes, 19 de abril de 2019

Monstruo

Escribir es también como un monstruo. Espera uno que las palabras salgan ordenadas de los dedos al teclado, y poder contener los textos, dominarlos, pero muchas veces ocurre lo contrario, se desbordan y adquieren vida propia. 

Quizás la tecnología y los computadores nos dan una ligera sensación de que estamos al mando, de que somos los amos y señores de lo que escribimos, que en la memoria del computador, o en la nube, el texto está a salvo, inerte, pero no nos damos cuenta de que quizás es imposible contener a ese monstruo. Pienso sobre esto porque leí un poco sobre Thomas De Quincey. 

El texto que leí dice que el escritor británico deambula mucho por las calles y que procuraba anotar todo en diferentes hojas, pedazos de papel y cuadernos: lo que veía, lo que comía, las personas con las que se cruzaba todos los días, las prostitutas que frecuentaba, en especial Ann, una a la que le tenía un gran aprecio. 

Alquilaba cuartos en pensiones donde vivía rodeado de libros y sus anotaciones y, a veces, cuando se inclinaba a escribir, se quemaba el pelo con la vela que tenía en su escritorio. 

Siempre cambiaba de lugar y, en ocasiones cuando se marchaba, para evadir el pago de su renta, dejaba todos sus pertenencias y escritos desperdigados, como si no le importaran, pero apenas dejaba un lugar, comenzaba a escribir de nuevo con la misma pulsión. 

Eso me hizo pensar en la escritura como un monstruo, un ser capaz de invadir nuestro cerebro sin permitirnos pensar en nada más, algo que no sigue ningún tipo de reglas, de inicios, nudos o desenlaces, sino más bien impulsos y deseos retorcidos. 

De pronto ese monstruo es el inconsciente del que habla Anaïs Nin en sus diarios, aquel lugar “donde reside la verdadera fuente de la creación”. 

No queda más que dejar que el monstruo nos habite y “escribir por puro hábito”, como decía Virginia Woolf en los suyos, sin prestarle mucha atención a los errores, y escoger las palabras sin más pausa que la que se necesita para mojar de tinta la pluma.

jueves, 18 de abril de 2019

La carnicera impoluta

Camino, es temprano y las calles están desoladas. Una mujer viene caminando en sentido contrario; lleva un delantal blanco, gorro y botas del mismo color. Es una carnicera pienso, aunque las botas no son negras y el delantal no tiene ni una sola mancha de sangre, está impoluto; me gusta como suena esa palabra. 

A medida que nos acercamos se perfila hacia mí, ¿Qué querrá? 
“Hola, buenos días, ¿usted sabe donde queda el supermercado? 
“Hola, sí. ¿Si ve allá ese parque?, cuando llegue a él, doble hacia la derecha, camina un poco y ahí lo encuentra”. 
“¿Ahí donde está el carro?”, pregunta ahora. La noto desubicada, así que le respondo: 
“No, no, en el parque. Si quiere vamos, que yo voy a pasar por ahí” 

Después de que empezamos a caminar, le pregunto si trabaja en un restaurante y responde que sí, que en la cocina de Crepes. Que la mandaron a comprar arroz y unas pastas, para el almuerzo. Siempre que escucho esa palabra, el lingüista que llevo por dentro entra en conflicto: ¿Es válida?, ¿no debería decirse pasta en vez de pastas? Igual me ocurre cuando escuchó la frase “las platas”, o cuando alguien me pregunta: “¿Quieres celebrar mis cumpleaños?”. 

Me encuentro con un link que dice que cuando se quiera utilizar el plural de pasta, debe usarse la forma espaguetis, pero esa palabra también me suena extraña, me parece que es una palabra que utiliza un personaje de una serie de televisión turca, por decir cualquier cosa, traducida al español. Siento lo mismo cuando alguien dice cena en vez de comida, en fin. 

Ahora Le pregunto a la carnicera no-carnicera que si no comen los platos de Crepes. Me responde que si, pero que hay veces que se aburren de comer siempre lo mismo y que por eso cocinan otras cosas más caseras. 

También me cuenta que cuando se encontró conmigo iba de vuelta al restaurante porque le había preguntado a un señor, pero este le había dicho que no tenía ni idea donde quedaba el supermercado. 

“Mire es aquí”, le digo a la carnicera impoluta una vez llegamos al sitio.
“Muchas gracias”, responde y luego cruza de afán la calle.

miércoles, 17 de abril de 2019

Huecos en la trama

Hoy tenía pensado escribir toda la tarde. Quería editar el cuento del francotirador que ya no se llama Radiša Dobrilo, sino Nikolče Drangov, pues emigró con su madre de Macedonia a Zagreb.   ¿Por qué le cambié el nombre?, porque en aquella época de la guerra de Yugoslavia, bajo el manto podrido de la limpieza étnica, los nombres eran muy importantes, ya que por el apellido de una persona se podía determinar si era amiga o enemiga, al igual que por la manera en que las personas se saludaban, el número de besos que se daban y esas cosas, se sabía que religión practicaban o de qué región eran, que locura , ¿cierto? 

Les decía que quería escribir o bien reescribir, pero finalmente eso no sucedió. La culpa la tuvo Black Summer, una serie de Netflix que trata, al parecer, sobre una epidemia zombi, pero que en mi humilde opinión tiene la trama llena de huecos. 

A continuación, voy a hablar específicamente de un capítulo, así que si usted, estimado lector, piensa verla, lo mejor es que deje de leer este post, si es de ese tipo de personas que por nada del mundo se pueden enterar de lo que va a ocurrir en una serie. 

El punto es que todo se fue al traste, y la raza humana está amenazada, por una especie de muertos vivientes que, paradójicamente, son inmortales, es decir, puede uno descargarles un cargador entero de metralleta en el pecho, y ellos, como si nada, se vuelven a poner de pie y continúan persiguiendo a las personas. 

En el penúltimo capítulo, el grupo de sobrevivientes y protagonistas de la serie llega a una especie de base militar y cuando logran entrar de fondo se escucha música electrónica. Un militar gordo y de bigote hace entrar a una mujer y un hombre en un ascensor para llevarlos a unos niveles subterráneos. A medida que cambian las escenas la música se escucha más fuerte y, de un momento a otro, abren las puertas de  un bar de música electrónica, que está en la mitad de la nada y fuertemente custodiado por militares y, para terminar, bajo tierra.

En un momento me pregunté si me había quedado dormido, una posible razón para no entender que estaba pasando, pero estoy seguro de que no fue así. 

La verdad me pareció un poco ridículo que ante semejante amenaza: el fin de la humanidad, el Armagedón, para ponerlo en términos bíblicos. ya que estamos en semana santa, existan personas preocupadas en ir a contonear el cuerpo a un bar de música electrónica, que queda en la mitad de la nada. 

Al final todo se va al carajo, pues, no sé como, uno de los muertos vivientes inmortales aparece en el lugar, y mientras que todo el mundo corre despavorido en  todas las direcciones, los militares comienzan a darle bala a lo que se mueva. 

No sé qué pretendieron los guionistas con ese capítulo, pero es algo que no quiero que le ocurra a la historia de Nikolče Drangov, es decir, quiero que me quede compacta y redondita, sin ninguna hebra narrativa suelta por la que se pueda deshilachar.

martes, 16 de abril de 2019

El hombre de las historias

Un hombre hace una pregunta acerca de storytelling. Dice que muchas veces utiliza las historias que cuenta a manera de terapia personal, pero que se ha dado cuenta de que, en varias ocasiones, la audiencia a la que le cuenta las historias se ve muy afectada por sus relatos. Al final pide consejos y pregunta si debe revaluar su manera de contar historias, o bien, su relación con el storytelling. 

Muchas personas le dan su opinión al respecto. La mayoría de los comentarios sugieren que uno de los aspectos más importantes al momento de contar una historia, no es quien la cuenta, con sus asuntos emocionales no resueltos, sino la audiencia hacia la que va dirigida, que la historia es para ellos y no para uno. 

Las opiniones van y vienen hasta que una mujer de forma grosera, con esa asquerosa superioridad moral que nos caracteriza, pues todos la tenemos en o mayor o menor grado, le dice que eso que él hace no es contar historias, sino puras masturbaciones mentales; que si tantas ganas tiene de terapia, pues que se consiga una terapeuta. 

Estoy aburrido de nuestra superioridad moral, de creer que estamos sentados en la verdad y de que nos las sabemos todas, algo que las redes sociales han potencializado a más no poder. Lo peor es que hay veces que siento que no tengo idea de nada, cuando me encuentro con esas posturas, supuestamente  cargadas de verdad. 

Deberíamos procurar ser nada ni nadie; ir por la vida sin indignarnos por lo que las personas dicen o no dicen, piensan o no piensan, hacen o no hacen. deberíamos intentar ser como un árbol al lado del camino, o una mota de polvo que se mece al vaivén del viento, en definitiva, ser sin tanta alharaca.

lunes, 15 de abril de 2019

Un consejo

Tengo que contarte muchas cosas”, le dice una mujer a la cajera de un café, desde la puerta del establecimiento. El lugar es pequeño, y solo está compuesto por dos barras y cinco sillas. 

"Salí con fulanito el otro día, pues nos dimos besos y todo, pero pues ya. A mí la verdad no se me despertó nada, y me la pase pensando en Juan, en cambio a él si se le empezó a despertar otra cosa." 

La cajera ríe por el apunte de su amiga, sin interrumpirla. “Pues me pareció bien y todo, pero pues no como para eso es una primera cita”, concluye la primera. 

Luego, aún de pie, dice: “Es que mi hstoria es muy complicada”, 
“¿Por qué lo dices?”, pregunta la cajera, “¿quieres algo, un café, un te, algo?”. 
Algo bien fuerte”, responde la mujer mientras toma asiento.
“bueno, te voy a prestar mi jarro, te hago un expreso y me cuentas. Al rato le pasa el jarro.  Es transparente y deja ver una bebida muy oscura que no parece doble, sino más bien triple. 

La mujer le da un sorbo y lo pasea por su boca haciendo un gesto de satisfacción. 

El lugar está solo y aprovechan para darle rienda suelta a la conversación: 

“Si has visto a la chica de ojos bonitos que atiende en el local de las tortas? 
“Si, ¿la de cara bonita?” 
“Si ella. Ella fue mi pareja hace dos años, pero yo después de eso conocí a Juan, y después llegó Emiliano, pero pues él era algo que tenía que suceder en mi vida con o sin Juan”. 

“La semana pasada estuve de cumpleaños y me llamó. Me dijo dizque: “gracias por haberme arruinado la vida, ¿qué tal el imbécil?. Yo no lo entiendo, dice que ama a Emiliano, pero no hace de papá nunca. Yo lo que pienso es: si Juan no se va a preocupar por mi hijo, lo mejor es que se desaparezca”. 

“Has vivido un montón, mi vida es más bien muy simple y eso que tengo 26, un año más que tú”, —anota la cajera de un momento a otro, y al instante pregunta—“¿Y con ella, qué?, refiriéndose a la mujer de los ojos bonitos. 

“No pues lo que pasa es que yo estaba con Mary, pero apareció Juan y yo la traté como un culo a ella. Después de mucho tiempo como que intentamos las vainas otra vez, pero ella trato de hacerme lo mismo, entonces las cosas no funcionaron, pero todavía nos escribimos carticas, y en una de las últimas me dijo que siempre me iba a amar, y pues yo también le dije que me alegraba muchísimo por como le estaban saliendo las cosas últimamente. ¿Tú que me aconsejas? 

La cajera la mira a los ojos fijamente, los de ella son negros y de pestañas largas. “Pues yo creo que ese Juan, definitivamente que se abra, y con ella pues…” 
“Esperar a que el tiempo decida las cosas, ¿cierto?”, termina la frase la mujer. 
“Si, yo creo que eso es lo mejor”, dice la cajera. Resulta imposible saber si tenía otra consejo en mente.

sábado, 13 de abril de 2019

Enamorarse, ¿eso pa' qué?

Suena la alarma del depertador que me empuja hacia el precipicio de la vigilia. Mientras voy cayendo en él, y antes de estrellarme del todo con el día por delante, me pregunto “¿Acaso no es sábado?” Sí lo es, así que oprimo uno de los botones para que deje de sonar. Al rato recuerdo que tengo una cita médica. 

Dejo que el radio despertador suene tres veces más, y doy media vuelta para esperar que suene el intro de Hightimes, la canción que tengo configurada como alarma del celular. Por fin decido levantarme, me baño y me voy sin desayunar. Sé que es malo, pero debido a mi indecisión y modorra se me hizo tarde. 

Llego faltando 10 minutos. Camino un corto trecho hasta llegar al edificio de consultorios y cuando llego al ascensor miro el reloj y ya solo me quedan 5 minutos, ¿En qué momento se esfumaron los otros cinco?, pienso, mientras vuelvo a presionar el botón del ascensor, confiado en que eso hará que llegue más rápido, pero no. Está en el piso 7 y no se mueve. Al poco rato comienza a bajar 5..3..1 y apenas se abren las puertas sale un niño corriendo y la mamá detrás de él, ahora solo me quedan 2 minutos. 

Subo y me te toca el papel de asensorista: Los ocupantes me empiezan a dictar los pisos a los que van: “Por el favor el 3”, “el 5, por favor, ahh ya está, gracias”. “Es tan amable el 7”. Cumplo mi labor de la mejor manera. 

Cuando llegó al quinto piso, la mitad de la sala de espera está llena, y la mayoría de las personas miran su celular. La recepcionista está hablando con otra persona, pero al tiempo por teléfono y no es claro a quién le presta más atención. Ahora queda un minuto para la hora de mi cita. La mujer despacha al hombre delante de mi y me pide mis datos. Cuando termino de dárselos me dice: “hay dos pacientes antes de usted”. 

Me siento al lado de una adolescente malacarosa que lleva una sudadera de color negro, el mismo de sus ojos y pelo, y me pongo a leer un libro. El rato llega una familia con un niño pequeño y se sientan en la hilera de sillas de enfrente. El niño se arrastra por el piso jugando con un carrito que a cada rato termina debajo de las sillas de los otros pacientes. En un momento cae debajo de la silla de la adolescente de sudadera negra, quien lo recoje y se lo pasa a los padres del niño. La miro y esta roja como un tomate, quién sabe porque le habrá dado pena. 

Por fin me llaman a consulta. 

La doctora me espera en su escritorio; siempre luce tranquila, como si estuviera en un estado zen eterno, y la música clásica que sale de unos parlantes, que no están a la vista, potencializa esa imagen de calma. 

Me pide que le muestre los exámenes, y mientras se los paso, pienso: ojala que no me haya rajado. Los mira por encima, mientras me distraigo mirando la pared de la que cuelgan todos sus diplomas. Después de un tiempo me habla y dice que todo está bien, y me hace pasar a una camilla donde me toma la tensión, me ausculta la espalda y el pecho , me hace tomar aire y botarlo y, finalmente, me pide que me vista. 
Nos despedimos, y antes de salir del consultorio hablo con la secretaria para programar la cita de control dentro de unos meses. “¿Cómo le fue?, me pregunta. Le cuento que bien, que la doctora me felicito porque todo, al parecer, está en orden. “Que bueno”, responde la mujer y me pide la plata de la consulta. Le paso un billete y me dice que no tiene cambio, “¿Tiene uno de 2000 Juan?”. Hago unas cuentas raras en mi cabeza y la mujer nota mi duda y me dice “¿Qué le pasa está enamorado?, sonrío y sin dejarme contestar concluye, “eso no se enamore que eso es malo, en serio”. 

Lo dice en broma, pero siento que sus frases tienen algo de verdad, que se muere por contarle a un extraño, como yo, los detalles de una desilusión amorosa. La mujer consigue las vueltas con la doctora. 

Luego de que me las da, me dice: “Pues sí, eso le digo y ríe un poco”. A manera de acto reflejo de conversación, se me ocurre decirle: “No, pero enamórese”, y responde de inmediato. “Si claro, enamórese de la vida”, vuelve a reír y concluye: “No, ¿eso pa’ qué?”. 

Le doy las gracias y me despido.