miércoles, 14 de agosto de 2019

Escritos viejos

Ayer me ausenté de este espacio. No me gusta que eso ocurra cuando había pensado escribir. Hoy me propuse hacerlo y tenía muchas ganas, pero no dediqué ningún espacio del día a pensar algún tema.

Cuando llegué a la casa y me senté en el escritorio, me quedé un buen rato mirando la pantalla, sin que ocurriera ninguna sinapsis en mi cerebro. Me acordé de lo que una vez me dijo un amigo para esos casos de sequía creativa. “Hermano, cuando eso me pasa, me zampo unas líneas de Alberto Salcedo Ramos. Ese man escribe muy chévere y después de leerlo, la escritura me fluye”.

Justo en este momento estoy leyendo La Eterna Parranda, su compendio de crónicas, pero no quise acudir al libro porque quiero leerlo antes de acostarme, y pensé que si lo hacía, tendría que leer otro libro al momento de acostarme, manías pendejas que se inventa uno.

Decidí entonces escarbar unos archivos del 2017 y di con una pequeñísima historia de menos de 500 palabras, la leí, me enganché con el tema de nuevo y me puse a editarla. Le mejoré la estructura describiendo al personaje en el primer párrafo y mejorando la acción en los siguientes, y también le cambié el título.

Me gusta volver a esos escritos viejos y editarlos otra vez, a veces eso  es lo mejor que le puede pasar a un escrito. Me refiero a dejarlos reposar un buen tiempo, como si fueran una botella de vino, para luego bebe-leerlos de nuevo, con esa sensación de que en el nuevo encuentro saben mejor. 

No sabe uno, entonces, cuál es el momento indicado de los escritos, y si estos nunca dejan de evolucionar o transformarse, no solo cuando se editan, sino también cuando son leídos por su autor o un tercero.

lunes, 12 de agosto de 2019

Tres canciones

La aplicación dice que el carro está a 3 minutos. Acabo de un sorbo una cerveza, y salgo a esperarlo a la calle. Al poco tiempo vuelvo a revisar el celular para darme cuenta de que el conductor canceló el viaje.

Es casi medianoche y decido aminar un poco antes de volver a pedir otro servicio. No sé en qué baso mi decisión para echar a andar sin rumbo alguno, pero así lo hago hasta que llego a un edificio en el que celebran una fiesta. Por el ventanal amplio de un apartamento en el segundo piso sale mucha luz, la música está a todo volumen y un grupo de personas canta a todo pulmón. Sus risas y voces inspiran alegría, así que decido pedir el otro carro en ese lugar.

Me confirma uno que está a 11 minutos, 11 berracos minutos, aunque las calles están desoladas. Me siento en un murito de ladrillo a esperar, a veces la vida consiste solo en eso, en dejar pasar los minutos sin molestarse. Cada cierto tiempo pasa un carro a toda velocidad y pienso que uno de ellos lo va manejando un borracho que va a perder el control y se va a estampar contra el muro en el que estoy sentado.  Menos mal que las ficciones que monto en mi cabeza no ocurren.

Pienso en cancelar el servicio, para ver si puedo conseguir otro carro que esté más cerca, pero al final lo dejo ser, decido, como les dije, esperar. 

La primera canción que suena durante mi espera es El Cóndor herido: Mejor me voy, mejor me voy como hace el cóndor herido, “¡ja! Como hace el cóndor herido”, dice un hombre en voz alta y luego ríe”. La fiesta disfruta de una tanda de vallenatos, y la otra canción comienza en medio de una algarabía del grupo de fiesta: “Para que me quieres culpar si tú eras para mí, como agua pa'l sediento”.

Reviso de nuevo el celular, y el carro que pedí ya está a un minuto. La última canción que escucho de la fiesta es un merengue, mientras imagino a las parejas de baile dando vueltas en una pista de baile improvisada, la sala del apartamento para ser más precisos.

Desde que me dejaste la ventanita del amor se me cerro…

domingo, 11 de agosto de 2019

Cordones

Me despierto pasadas las cinco de la mañana. Apenas lo hago intento descifrar la causa, pero no identifico ninguna. Decido echarle la culpa a unos perros que ladran en un parqueadero cercano. 

Cierro los ojos e intento dormirme de nuevo, pero no lo consigo, así que prendo el televisor y me pongo a ver el capítulo de una serie. A las siete el sueño vuelve a mí, doy media vuelta y caigo en un sueño profundo al instante. 

Me sumerjo en un sueño extraño, uno de esos en los que uno parece caminar por el filo que divide al sueño de la vigilia, y nunca se está del todo en ninguno de los dos territorios.

Sueño algo, nada conciso; como siempre son imágenes desconectadas, una película sin editar. En la primera escena salgo amarrándome los zapatos, pero tengo problemas para hacer el nudo, pues los cordones son muy largos; me da mal genio eso. No entiendo por qué los zapatos tienen unos cordones tan largos, si son los que siempre utilizo. 

Estoy sentado en una cana, en lo que parece el cuarto de un hostal ubicado en Teusaquillo. Estoy en una habitación con muchas camas destendidas, como si las personas que durmieron ahí hubieran tenido que evacuar el lugar debido a una emergencia. 

Me despierto, eso creo, y miro el reloj, son las ocho y media. Tengo una cita a las 10:00 así que configuro otra alarma y vuelvo a cerrar los ojos. Al parecer había dejado el sueño en pausa y apenas me vuelvo a dormir este continúa. 

Ahora estoy con María, una amiga, en otro lugar del centro de la ciudad. Caminamos apurados, vamos tarde para una cita. Por fin llegamos a una especie de auditorio donde, supongo, tenemos una reunión. Una mesa, con sillas negras de espaldar alto, ocupa el centro de la sala, pero parece que somos los primeros en llegar porque no hay nadie más en ese lugar, aparte de otra persona que nos acompaña, pero que tiene carácter de bulto opaco en mi sueño. En ese momento caigo en cuenta que estoy descalzo. 

Le digo a María que así no puedo estar en la reunión, que voy a tomar  un taxi para devolverme al hostal y buscar mis zapatos. 

María me responde algo, pero es un murmullo que no logro descifrar. 

 Me despierto de un sobresalto, miro el reloj y son las 9:40. Se me hizo tarde para mi cita.

jueves, 8 de agosto de 2019

Trufas

En una de mis primeras salidas con A, historia patria, después de salir de la oficina le compré unas trufas de chocolate. No sé por qué se me ocurrió comprarle eso, creo que vi un local en el que las vendían y decidí comprarlas para no tener que dar más más vueltas, pues la verdad nunca me han parecido gran cosa.

Luego me fui a Prólogo, la librería, cuando su sede quedaba en la calle 97. Me compré un capuchino y una torta de manzana, y me senté en la terraza a esperar a que me llamara. Me gustaba mucho el ambiente de esa librería en ese sitio; de las tres sedes que ha tenido esa, a mi modo de ver, ha sido la mejor. En un revistero siempre tenían un suplemento literario con buenos artículos; recuerdo que ese día tomé uno y leí un artículo que me gustó mucho, aunque ya no recuerdo sobre qué autor y novela trataba. 

Algún día debería escribir un gran ensayo sobre la torta de manzana que vendían en ese lugar, era simplemente deliciosa y su maridaje con sorbos de capuchino resultaba perfecto. 

Los demás clientes de la librería debían pensar lo mismo, pues la torta casi siempre estaba agotada y era casi un milagro conseguir una porción. Uno de nuestros planes preferidos con L. al salir de la oficina, era ir a tomar café con torta de manzana, y ponernos a hojear libros. 

¿Cuántas horas de mi vida las he pasado hojeando libros? Muchas me imagino; una actividad que dista mucho de perder el tiempo, como esperar el ascensor, por ejemplo, actividad en la que seguro hemos desperdiciado valiosísimo tiempo que bien podríamos haber empleado en el fino arte de hojear libros. 

Pero les decía que estaba esperando la llamada de A. ¿cierto?, en esa época en la que whatsapp era una fantasía futurista, por fin timbró mi teléfono bruto, porque de inteligente no tenía nada, contesté. Recuerdo que en esa ocasión duré bastante tiempo en la librería y antes de que el celular sonara,  llegué a pensar que A. me iba a dejar plantado. 

Después de eso nunca supe si le habían gustado las trufas.

martes, 6 de agosto de 2019

Dejadez

Si las palabras tuvieran sabor, dejadez, imagino, sería sabrosa, gracias a ese latigazo que deja su última letra en la punta de la lengua apenas se termina de pronunciar. La zeta viene a ser entonces como el aguijón de una abeja obrera que apenas pica muere, porque en el acto desgarra su vientre. La z es ese pinchazo que marca la muerte de la palabra, si suponemos que las palabras mueren luego de que salen de nuestra boca y dejan de sonar, pero bien sabemos que hay palabras que perduran, inmortales digamos, y nos van machacando poco a poco. 

A la zeta entonces no le importa nada, pero ¿cómo le va a importar marcar el fin de una mísera palabra, que todo acabe en ella y con ella, si también es la última en el abecedario? Es la reina de los finales. 

Mejor volvamos con dejadez. Esa última letra, si nos fijamos bien, contiene todo el significado de la palabra: “Pereza, negligencia, abandono de sí mismo o de las cosas propias.” 

¿Cuánto tenemos que aprender de ella? mucho, seguro. Al parecer no le importa nada, ni ser la última, el fin, ni matar palabras. La zeta, fría y sin adornos, es la muerte misma. 

Me gustaría contarles más cosas sobre la z, pero en medio de su dejadez esconde sus verdaderos propósitos, como esas personas que no entendemos bien por qué actúan de determinada manera, pero que sentimos tienen todo bajo control, mientras nosotros, los simples mortales, vivimos llenos de angustia, a medida que disolvemos nuestras pocas horas de vida en trivialidades. 

Así va por la vida la zeta, sin que le importen mucho sus acciones, su dejadez, su chabacanería.

lunes, 5 de agosto de 2019

Cuando el aliento se convierte en aire


G. murió el sábado pasado, pero ya llevaba bastante tiempo recorriendo la recta final de la vida. La vejez llegó, como suele ocurrir, con sus pasos de elefante enfurecido, a causar estragos en su salud. La condenada primero se camufló en el Alzheimer, pero esa condición solo fue el detonante, y pasó de olvidar cosas a que su cuerpo olvidara cómo vivir. 

B, una de sus mejores amigas, la visito en varias ocasiones durante su convalecencia. Al final G. solo pesaba 34 kilos y tenía el cuerpo cubierto de llagas. 



B. cuenta que ella le decía que tenía miedo, mucho miedo, y que en una ocasión le pregunto que a qué, y su respuesta fue escalofriante: “Es que no sé que hay más allá”. 

¿Cómo quitarnos el miedo que produce la muerte? ¿de qué manera podemos atisbar un poco en qué consiste, tener un indicio, una mísera pista de qué es lo que ocurre cuando nuestro último aliento se convierte en aire? 

Imagino que parte de ese miedo, cuando el final es inminente, se debe a que nos creemos inmortales, y muy pocas veces contemplamos nuestro fin, a pesar de que todos los días llevamos impresa una probabilidad de fallecimiento. 

Da rabia que la única certeza de nuestra existencia sea la muerte, y que la vida, como dice la novela “El día en que Nietzche lloró”, se reduzca a un fogonazo de luz entre dos grandes vacios: la ocuridad antes de nacer y la que llega con la muerte. 

No queda más remedio que intentar combatirla con la literatura, que siempre ha tratado de conferirle algo de significado.


One day we were born, one day we shall die, the same day, the same second... 
birth astride of a grave, the light gleams an instant, then it's night 

once more.” 

—Samuel Beckett—

jueves, 1 de agosto de 2019

Ambiente familiar

Afuera, una mujer bajita, que parece una niña, pero que tiene rasgos faciales y un tono de voz de mujer mayor, carga una canasta con fresas. “¿Se le ofrece amor?”, me pregunta. Me desconciertan sus palabras cariñosas, por la facilidad con la que las pronuncia y porque no puedo dejar de pensar que es una niña. 

Apenas entro un hombre cucharea con ganas una taza de ajiaco. Un plato con una pequeña montaña de arroz, una porción de aguacate y una mazorca muy amarilla, casi blanca, reposa a su lado. Luce intacto, parece ser una de esas personas que comen en orden, es decir, que se dedican a comer un único alimento de su plato, y deben acabarlo por completo antes de comenzar con otro. Nunca los he entendido, mezclar diferentes sabores en la boca puede considerarse, creo, un pequeño placer. 

Dos meseras se mueven de afán preguntándole a los comensales qué quieren almorzar, pasando platos humeantes por encima de sus cabezas. 

Al lado una mujer mayor que almuerza con una anciana; hace trizas, con un tenedor y un cuchillo, las lechugas de una ensalada, y luego reparte el plato entre ella y la mujer canosa, al parecer su madre. 

En una de las paredes del lugar esta empotrado un televisor que proyecta imágenes de playas paradisíacas. Las imágenes se repiten, y la que parece la última viene acompañada de la leyenda: “Muchas gracias”, en letra cursiva amarilla. 

Por encima del ruido de cubiertos que se estrellan contra los platos y el barullo de las conversaciones de cada mesa, se alza una música instrumental que, supongo, debe ser melodía estéreo. 

Unas flautas interpretan las estrofas finales de Pedro Navaja: "La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay dios”. 

El lugar contradice la estrofa, parece predecible seguro y libre de sorpresas, un pequeño santuario de comida en medio del caos de la ciudad.