Es un grito de impotencia ante mi gran incapacidad de escribir algo.
Lo pego en este momento, minutos después de abrir un documento, y luego, sin ningún remordimiento, me puse a mirar twitter. Redes sociales del demonio que nos absorben como un ajugero negro.
Imagino que eso hacen los agujeros negros, no? absorber cosas del espacio. No sé. En momentos como estos que no se me ocurre qué escribir siento que no sé nada. Alguna vez escribí sobre agujeros negros, es decir, sobre un concepto de los agujeros negros que se llama Horizonte de sucesos. En ese entonces leí un artículo sobre ese tema, el término me evocó un par de imágenes y pude escribir algo; no como hoy que las palabras caen en la pantalla a punta de tropiezos.
Ese horizonte de sucesos que bien podía se el panorama que se tiene de la vida a futuro, hace referencia a la velocidad de escape de un objeto, es decir, la velocidad que una persona, hipotéticamente claro está, tendría que superar para escapar de la atracción gravitacional de un agujero negro, que son capaces hasta de tragarse la la luz. Es probable que en mi cabeza exista una especie de agujero negro, y apenas aparezca la mínima chispa de escritura dentro de ella, se la trage por completo.
Al finalizar el anterior párrafo llevaba 218 palabras, y si usted, querido lector, es fiel seguidor de este blog, sabrá que mi meta es escribir como mínimo 300. Entonces este viene a ser lo que bien podría llamarse un párrafo de relleno, uno en el que no concluyo nada. Dizque me gusta escribir y estoy sudando por terminar de sacar un puñado de palabras de ese agujero negro que tengo como cabeza, hágame el berraco favor. Que cosa extraña este impulso de escribir algo, lo que sea.
jueves, 29 de febrero de 2024
miércoles, 28 de febrero de 2024
Tantos libros, poco tiempo
Esa es la mítica frase del músico Frank Zappa: So Many books, so little time.
Para tratar de ganarle la batalla al tiempo, la actividad de la lectura se convierte en un vicio, una costumbre tan placentera y adictiva como comer chocolate. Una vez se cae en ella, es muy difícil abandonarla. Leer como droga.
De ahí que siempre trate de leer más de un libro, porque, ya lo dijo Zappa no hay tiempo, no queda más que atragantarse de lecturas.
Ayer, por alguna razón, me acordé de la escritora Leila Guerriero. Como cronista me parece tremenda, al igual que para perfilar personas. Entonces le dije a mí mismo: mí mismo, hace tiempo que la tengo en mi radar de lectura y nada que leo uno de sus libros. Así que decidí leer Frutos Extraños, una recopilación de sus crónicas y perfiles. Me parece sana esa forma aleatoria de escoger los libros como por un capricho pasajero.
Hoy almorcé con M. Me contó que estaba contento porque había terminado de leer un libro. Hace poco el virus de la lectura le cayó encima y presenta esos síntomas de querer leer a cada rato.
¿Vamos a mirar libritos o qué? me dijo M. Después de nuestro consabido ritual de cafecito post-almuerzo. ¿Cómo negarme a ese pequeño placer? Ya en la librería me dijo que le recomendara libros. Siempre que alguien me dice eso, quedo en blanco. Es extraño pues es como si de un momento a otro se esfumara de mi cabeza la infomación que guardo de los libros que he leído.. M me dice que no quiere leer algo que lo ponga melancólico, sino que lo divierta. Esculco mi cabeza hasta que doy con un título: Memoria por Correspondencia de Emma Reyes. Ese libro me encantó y me sacó varias sonrisas.
Luego le mencioné otro par y abandonamos la librería porque M. tenía que regresar a la oficina.
–Juanma, le propongo un business, me dijo después de dar unos cuantos pasos.
–Cuente, le respondí.
–¿Qué dice si compramos un libro entre los dos, uno lo lee y la próxima vez que nos veamos para almorzar, se lo lleva el otro?
–Hágale, ¿cuando empezamos?
–Hoy mismo.
Al poco tiempo estábamos de vuelta en la librería mirando qué libro íbamos a llevarnos. En uno de los estantes estaba Solo un poco aquí de María Opsina Pizano. Se lo muestro a M. para que lea la contraportada. Está del putas, dice.
Luego el ve Antes de que se enfríe el café. ¿Cuál llevamos?, me pregunta. Algo nos dice que elúltimo..Y pues nada, ahora tengo otro libro por leer, ¿qué se le va a hacer?.
Para tratar de ganarle la batalla al tiempo, la actividad de la lectura se convierte en un vicio, una costumbre tan placentera y adictiva como comer chocolate. Una vez se cae en ella, es muy difícil abandonarla. Leer como droga.
De ahí que siempre trate de leer más de un libro, porque, ya lo dijo Zappa no hay tiempo, no queda más que atragantarse de lecturas.
Ayer, por alguna razón, me acordé de la escritora Leila Guerriero. Como cronista me parece tremenda, al igual que para perfilar personas. Entonces le dije a mí mismo: mí mismo, hace tiempo que la tengo en mi radar de lectura y nada que leo uno de sus libros. Así que decidí leer Frutos Extraños, una recopilación de sus crónicas y perfiles. Me parece sana esa forma aleatoria de escoger los libros como por un capricho pasajero.
Hoy almorcé con M. Me contó que estaba contento porque había terminado de leer un libro. Hace poco el virus de la lectura le cayó encima y presenta esos síntomas de querer leer a cada rato.
¿Vamos a mirar libritos o qué? me dijo M. Después de nuestro consabido ritual de cafecito post-almuerzo. ¿Cómo negarme a ese pequeño placer? Ya en la librería me dijo que le recomendara libros. Siempre que alguien me dice eso, quedo en blanco. Es extraño pues es como si de un momento a otro se esfumara de mi cabeza la infomación que guardo de los libros que he leído.. M me dice que no quiere leer algo que lo ponga melancólico, sino que lo divierta. Esculco mi cabeza hasta que doy con un título: Memoria por Correspondencia de Emma Reyes. Ese libro me encantó y me sacó varias sonrisas.
Luego le mencioné otro par y abandonamos la librería porque M. tenía que regresar a la oficina.
–Juanma, le propongo un business, me dijo después de dar unos cuantos pasos.
–Cuente, le respondí.
–¿Qué dice si compramos un libro entre los dos, uno lo lee y la próxima vez que nos veamos para almorzar, se lo lleva el otro?
–Hágale, ¿cuando empezamos?
–Hoy mismo.
Al poco tiempo estábamos de vuelta en la librería mirando qué libro íbamos a llevarnos. En uno de los estantes estaba Solo un poco aquí de María Opsina Pizano. Se lo muestro a M. para que lea la contraportada. Está del putas, dice.
Luego el ve Antes de que se enfríe el café. ¿Cuál llevamos?, me pregunta. Algo nos dice que elúltimo..Y pues nada, ahora tengo otro libro por leer, ¿qué se le va a hacer?.
martes, 27 de febrero de 2024
Entrar a una iglesia
El sábado pasado pasé caminando por enfrente de una iglesia. Al fondo se veía un altar imponente con mucho dorado y figuras celestiales.
Ahí, justo en ese momento, se me ocurrió escribir sobre algo, pero le confié la idea a mi memoria y ahora no recuerdo nada. Voy a seguir escribiendo sobre el tema a ver si de pronto ocurre una sinapsis a modo de big bang a escala que va a lograr reproducir la idea que quería tratar en un principio.
Escribo esta línea luego de un minuto en el que no ocurrió nada. Es difícil precisar quién está más dormido, si yo o mis neuronas.
Les decía que pase por la entrada de la iglesia. Entonces me pregunté: ¿Será que entro? y una segunda voz respondió: ¿A qué?, Pues a rezar y esas cosas, acotó la primera. Y en medio de esa discusión pasé la puerta de entrada de largo.
Mi madre siempre que tiene la oportunidad entra a una iglesia. Reza un par de oraciones y ya está. Eso, parece, es algo que la hace sentir bien.
Hay otras personas que tienen otros rituales cuando pasan por enfrente de una. Christian, un amigo de la universidad, siempre se echaba la bendición cuando pasábamos por enfrente de una capilla entre clase y clase, Dejémoslo ahí porque echarse la bendición da para otros post.
Eso era todo lo que quería contar. Sigo sin recordar qué fue eso que pensé apenas vi el altar iluminado al fondo. Algo me dice que quizá tenía que ver con el par de personas que estaban esparcidas en unos bancos de la iglesia. Supongo que por un segundo traté de colocarme en sus zapatos por medio de unas preguntas: ¿Quiénes son? ¿qué hacen ahí? ¿Por qué rezan a esta hora de la tarde cuando otras personas se están divirtiendo?
Puede ser que en ese instante me haya contado una breve historia sobre alguno de ellos, pero, vuelvo y repito, ya la olvidé.
Ahí, justo en ese momento, se me ocurrió escribir sobre algo, pero le confié la idea a mi memoria y ahora no recuerdo nada. Voy a seguir escribiendo sobre el tema a ver si de pronto ocurre una sinapsis a modo de big bang a escala que va a lograr reproducir la idea que quería tratar en un principio.
Escribo esta línea luego de un minuto en el que no ocurrió nada. Es difícil precisar quién está más dormido, si yo o mis neuronas.
Les decía que pase por la entrada de la iglesia. Entonces me pregunté: ¿Será que entro? y una segunda voz respondió: ¿A qué?, Pues a rezar y esas cosas, acotó la primera. Y en medio de esa discusión pasé la puerta de entrada de largo.
Mi madre siempre que tiene la oportunidad entra a una iglesia. Reza un par de oraciones y ya está. Eso, parece, es algo que la hace sentir bien.
Hay otras personas que tienen otros rituales cuando pasan por enfrente de una. Christian, un amigo de la universidad, siempre se echaba la bendición cuando pasábamos por enfrente de una capilla entre clase y clase, Dejémoslo ahí porque echarse la bendición da para otros post.
Eso era todo lo que quería contar. Sigo sin recordar qué fue eso que pensé apenas vi el altar iluminado al fondo. Algo me dice que quizá tenía que ver con el par de personas que estaban esparcidas en unos bancos de la iglesia. Supongo que por un segundo traté de colocarme en sus zapatos por medio de unas preguntas: ¿Quiénes son? ¿qué hacen ahí? ¿Por qué rezan a esta hora de la tarde cuando otras personas se están divirtiendo?
Puede ser que en ese instante me haya contado una breve historia sobre alguno de ellos, pero, vuelvo y repito, ya la olvidé.
lunes, 26 de febrero de 2024
Una conversación
A la salida del evento me encuentro con Catalina. Hace tiempo, desde épocas pre-Covid que no nos veíamos.
Catalina, que siempre habla arrastrando las palabras, como si acabara de fumarse un porro, me saluda: “qué más, todo bien?”. Le cuento que sí, y no sé en qué momento nos da por hablar sobre el estado del mundo que, parece, lleva ya varios años en picada. Catalina me cuenta que ha estado estudiando numerología y Tarot y que eso era de ahí. Que sus investigaciones, justo antes del Covid, le habían mostrado que estábamos a punto de vivir una pandemia., y luego como de la nada dice: “Es que esos rusos son unas ratas, eso ya se sabía”.
No digo nada, solo escucho, a ver en qué momento decido meter la cucharada. Ahí estoy yo escuchando hablar a Catalina, que no para de hacerlo, cuando aparece Daniel y se une a nuestra conversación. Le pregunto que cómo ha estado. “Bien, recuperándome”, responde. “Es que somos unos guerreros”, comenta Catalina, y luego intercambian un par de frases entre ellos.
Me entero, entre líneas, que Daniel tuvo cáncer hace un par de años, al igual que Catalina. Es un punto en común que los une, se entienden, saben de lo que hablan. Catalina se da cuenta de que no estoy participando activamente y dice: “bueno y tú también”, haciendo referencia al accidente que me dejó el amable recordatorio. No respondo, solo sonrío dándole a entender que estoy agradecido de que me haya incluido en ese grupo de “guerreros”.
La conversación cae en un silencio incómodo, hasta que Catalina la rescata repitiendo algún tema de los que hemos tocado. Luego Daniel comienza a hablar de miles de proyectos que ha hecho y otros que tiene entre manos y se apodera de la palabra. Se aferra a ella con todas sus fuerzas y cuando Catalina o yo la intentamos llevar a otros terrenos, busca la manera de seguir hablando de él y de todo lo que ha hecho o tiene pensado hacer.
La conversación me está asfixiando y por una alineación de planetas o una súplica subconsciente al dios del silencio, nuevamente caemos en otro. Debo aprovechar esta ventana de oportunidad, así que antes de que alguno de mis interlocutore avive las brasas de la palabra, aprovecho para decir: "Bueeeeno, yo los dejo que voy a ir a la librería".
Nos despedimos y veo como Catalina y Daniel se alejan conversando animadamente.
Catalina, que siempre habla arrastrando las palabras, como si acabara de fumarse un porro, me saluda: “qué más, todo bien?”. Le cuento que sí, y no sé en qué momento nos da por hablar sobre el estado del mundo que, parece, lleva ya varios años en picada. Catalina me cuenta que ha estado estudiando numerología y Tarot y que eso era de ahí. Que sus investigaciones, justo antes del Covid, le habían mostrado que estábamos a punto de vivir una pandemia., y luego como de la nada dice: “Es que esos rusos son unas ratas, eso ya se sabía”.
No digo nada, solo escucho, a ver en qué momento decido meter la cucharada. Ahí estoy yo escuchando hablar a Catalina, que no para de hacerlo, cuando aparece Daniel y se une a nuestra conversación. Le pregunto que cómo ha estado. “Bien, recuperándome”, responde. “Es que somos unos guerreros”, comenta Catalina, y luego intercambian un par de frases entre ellos.
Me entero, entre líneas, que Daniel tuvo cáncer hace un par de años, al igual que Catalina. Es un punto en común que los une, se entienden, saben de lo que hablan. Catalina se da cuenta de que no estoy participando activamente y dice: “bueno y tú también”, haciendo referencia al accidente que me dejó el amable recordatorio. No respondo, solo sonrío dándole a entender que estoy agradecido de que me haya incluido en ese grupo de “guerreros”.
La conversación cae en un silencio incómodo, hasta que Catalina la rescata repitiendo algún tema de los que hemos tocado. Luego Daniel comienza a hablar de miles de proyectos que ha hecho y otros que tiene entre manos y se apodera de la palabra. Se aferra a ella con todas sus fuerzas y cuando Catalina o yo la intentamos llevar a otros terrenos, busca la manera de seguir hablando de él y de todo lo que ha hecho o tiene pensado hacer.
La conversación me está asfixiando y por una alineación de planetas o una súplica subconsciente al dios del silencio, nuevamente caemos en otro. Debo aprovechar esta ventana de oportunidad, así que antes de que alguno de mis interlocutore avive las brasas de la palabra, aprovecho para decir: "Bueeeeno, yo los dejo que voy a ir a la librería".
Nos despedimos y veo como Catalina y Daniel se alejan conversando animadamente.
jueves, 22 de febrero de 2024
300 palabras
¿Qué son 300 palabras?
Nada, poco menos de una hoja o una parrafada de una novela de Saramago con sus cambios de narrador omnisciente a diálogos sin la puntuación convencional. Esa que tantos lectores aborrecen.
Sea lo que sea es el número de palabras que trato de escribir como mínimo en este espacio cada vez que me siento en mi escritorio. A veces las entradas me llegan de forma clara a la cabeza y no veo el momento de sentarme a escribirlas para que no se pierdan en los abismos de la memoria.
Otras veces, la mayoría diría yo, como hoy, solo me siento y miro a ver qué carajos me sale. Entonces se convierte en un ejercicio de escritura libre sin dirección alguna a ver si el subconsciente tiene algo por contar. El mío, al parecer, es muy aburrido, porque los temas con los que salgo no me parecen nada del otro mundo. No sé, imagino que habrán subconscientes de subconscientes y que unos son más creativos, o bien están más torcidos que otros. En fin.
“Nada dura, ¿qué puede ser eterno? La roca se corroe, los ríos se congelan, la fruta se pudre. ¿Quién está más solo? ¿El halcón o la lombriz?”
María Gainza,por ejemplo, cuenta en su Nervio Óptico que eso era lo que se preguntaba Truman Capote, a la edad de doce años, sentado a las orillas de un río pantanoso en Alabama.
No sé bien porque subrayé eso. En su momento me pareció interesante, pero es más bien un pensamiento oscuro, el subconsciente del escritor trabajando a mil. De pronto, si somos de esos que pensamos que todo está conectado, me fije en ese aparte porque hoy iba a escribir esto.
En fin, mejor dejémonos, de misticismos. Aun me quedan por escribir 4 palabras, ahora dos.
Ya cumplí con mi meta del día, así que está frase podría considerarse relleno, o bien todo el post. Sea como sea, no importa, yo solo cumplo con escribir, como mínimo, 300 palabras.
Nada, poco menos de una hoja o una parrafada de una novela de Saramago con sus cambios de narrador omnisciente a diálogos sin la puntuación convencional. Esa que tantos lectores aborrecen.
Sea lo que sea es el número de palabras que trato de escribir como mínimo en este espacio cada vez que me siento en mi escritorio. A veces las entradas me llegan de forma clara a la cabeza y no veo el momento de sentarme a escribirlas para que no se pierdan en los abismos de la memoria.
Otras veces, la mayoría diría yo, como hoy, solo me siento y miro a ver qué carajos me sale. Entonces se convierte en un ejercicio de escritura libre sin dirección alguna a ver si el subconsciente tiene algo por contar. El mío, al parecer, es muy aburrido, porque los temas con los que salgo no me parecen nada del otro mundo. No sé, imagino que habrán subconscientes de subconscientes y que unos son más creativos, o bien están más torcidos que otros. En fin.
“Nada dura, ¿qué puede ser eterno? La roca se corroe, los ríos se congelan, la fruta se pudre. ¿Quién está más solo? ¿El halcón o la lombriz?”
María Gainza,por ejemplo, cuenta en su Nervio Óptico que eso era lo que se preguntaba Truman Capote, a la edad de doce años, sentado a las orillas de un río pantanoso en Alabama.
No sé bien porque subrayé eso. En su momento me pareció interesante, pero es más bien un pensamiento oscuro, el subconsciente del escritor trabajando a mil. De pronto, si somos de esos que pensamos que todo está conectado, me fije en ese aparte porque hoy iba a escribir esto.
En fin, mejor dejémonos, de misticismos. Aun me quedan por escribir 4 palabras, ahora dos.
Ya cumplí con mi meta del día, así que está frase podría considerarse relleno, o bien todo el post. Sea como sea, no importa, yo solo cumplo con escribir, como mínimo, 300 palabras.
miércoles, 21 de febrero de 2024
Mi tinto y yo conectados con el universo
¿Cómo no olvidar algo, lo que sea, con todas las distracciones que tenemos a la mano? Repetimos y repetimos esas consignas místicas de vivir en el presente, conectados con el ahora, pero casi siempre nuestra cabeza nos lleva a otras partes.
Si hablo sobre olvidar es por culpa de la taza con tinto que tengo encima del escritorio. Alcancé a preparar la bebida justo antes de entrar a una reunión. En las reuniones me gusta estar callado y solo hablar si me preguntan algo, además tenía ganas de tomar tinto y nada mejor que hacerlo cuando la bebida todavía está caliente.
La mujer con la que me reuní de forma virtual hablaba y hablaba sobre la sesión de trabajo que tenemos mañana. Yo solo escuchaba y le daba sorbos a la bebida. Si de estar presente se trata, creo que en ese momento yo y mi tinto estábamos conectados con el universo, Dios, La Pacha Mama, en fin, todos los dioses de las culturas del planeta.
“¿Y tú qué piensas?”, me pregunto la mujer cuando ya no tenía más que decir. Entonces me tocó dejar de darle sorbos al tinto y dar mi punto de vista sobre lo que había expuesto.
Cuando se acabó la reunión me quedaba menos de medio pocillo. Le di un sorbo y torcí la cara porque ya estaba frío, pero la cantidad que quedaba ameritaba calentarla en vez de vaciarla en el lavaplatos, así que fui s ls cocina y metí la taza en el microondas por 20 segundos, ni uno más ni uno menos. Está claro que al recalentarlo baja de categoría, pero tomarlo frío, creo, es un sinsentido.
Después, cuando me senté de nuevo en el escritorio, ocupé mi cabeza con otros temas y hace unos minutos, cuando comencé a escribir estas palabras, vi la tasa, lo probé y torcí la cara de nuevo.
Debería ser una obligación no olvidar tomarse todo el tinto antes de que se enfríe.
Si hablo sobre olvidar es por culpa de la taza con tinto que tengo encima del escritorio. Alcancé a preparar la bebida justo antes de entrar a una reunión. En las reuniones me gusta estar callado y solo hablar si me preguntan algo, además tenía ganas de tomar tinto y nada mejor que hacerlo cuando la bebida todavía está caliente.
La mujer con la que me reuní de forma virtual hablaba y hablaba sobre la sesión de trabajo que tenemos mañana. Yo solo escuchaba y le daba sorbos a la bebida. Si de estar presente se trata, creo que en ese momento yo y mi tinto estábamos conectados con el universo, Dios, La Pacha Mama, en fin, todos los dioses de las culturas del planeta.
“¿Y tú qué piensas?”, me pregunto la mujer cuando ya no tenía más que decir. Entonces me tocó dejar de darle sorbos al tinto y dar mi punto de vista sobre lo que había expuesto.
Cuando se acabó la reunión me quedaba menos de medio pocillo. Le di un sorbo y torcí la cara porque ya estaba frío, pero la cantidad que quedaba ameritaba calentarla en vez de vaciarla en el lavaplatos, así que fui s ls cocina y metí la taza en el microondas por 20 segundos, ni uno más ni uno menos. Está claro que al recalentarlo baja de categoría, pero tomarlo frío, creo, es un sinsentido.
Después, cuando me senté de nuevo en el escritorio, ocupé mi cabeza con otros temas y hace unos minutos, cuando comencé a escribir estas palabras, vi la tasa, lo probé y torcí la cara de nuevo.
Debería ser una obligación no olvidar tomarse todo el tinto antes de que se enfríe.
martes, 20 de febrero de 2024
Mirar la aguja
Me refiero a la de la jeringa que saca sangre; una experiencia que siempre me desestabiliza.
Quizá todo está conectado con algo que me ocurrió siendo niño. Debía tener unos 6 o 7 años y como era regordete, el enfermero que me iba a sacar la sangre no encontró ninguna vena en los brazos, así que al sádico se le ocurrió la brillante idea de pincharme el cuello.
Me di cuenta de que las cosas estaban mal cuando vi que entraron otros cuatro enfermeros al lugar. Apenas me recostaron en una camilla, los refuerzos se concentraron en sujetarme las piernas y brazos, mientras el otro buscaba una vena del cuello. Yo me retorcía como un caimán amarrado, y gritaba con todas mis fuerzas, pero mi esfuerzo y las lágrimas que derramé no sirvieron de nada. Es una imagen que nunca se me va a borrar de la cabeza.
Ahora cuando me sacan sangre siempre muestro el brazo izquierdo, porque en el derecho nunca hay una vena a la vista. Luego me amarran un caucho (algunos utilizan un guante) alrededor del brazo para que la vena se pronuncie más y piden que apriete la mano.
Como toda la experiencia me da malestar, tanto físico como moral, procuro pensar en cualquier cosa y nunca mirar la aguja. Solo una vez, no sé por qué, me propuse mirar como la sangre llenaba el tubo donde la recolectan.
Ese día, en un cubículo cercano, le estaban sacando sangre a un niño pequeño y gritaba como loco llamando a su mamá. No sé si sus gritos revivieron mi trágico recuerdo de infancia, pero me fui del mundo por unos segundos. Cuando volví a tomar conciencia después del desmayo, un enfermero me tenía agarrado de las axilas para evitar que me cayera al suelo.
Desde ese día me prometí no volver a mirar la aguja.
Quizá todo está conectado con algo que me ocurrió siendo niño. Debía tener unos 6 o 7 años y como era regordete, el enfermero que me iba a sacar la sangre no encontró ninguna vena en los brazos, así que al sádico se le ocurrió la brillante idea de pincharme el cuello.
Me di cuenta de que las cosas estaban mal cuando vi que entraron otros cuatro enfermeros al lugar. Apenas me recostaron en una camilla, los refuerzos se concentraron en sujetarme las piernas y brazos, mientras el otro buscaba una vena del cuello. Yo me retorcía como un caimán amarrado, y gritaba con todas mis fuerzas, pero mi esfuerzo y las lágrimas que derramé no sirvieron de nada. Es una imagen que nunca se me va a borrar de la cabeza.
Ahora cuando me sacan sangre siempre muestro el brazo izquierdo, porque en el derecho nunca hay una vena a la vista. Luego me amarran un caucho (algunos utilizan un guante) alrededor del brazo para que la vena se pronuncie más y piden que apriete la mano.
Como toda la experiencia me da malestar, tanto físico como moral, procuro pensar en cualquier cosa y nunca mirar la aguja. Solo una vez, no sé por qué, me propuse mirar como la sangre llenaba el tubo donde la recolectan.
Ese día, en un cubículo cercano, le estaban sacando sangre a un niño pequeño y gritaba como loco llamando a su mamá. No sé si sus gritos revivieron mi trágico recuerdo de infancia, pero me fui del mundo por unos segundos. Cuando volví a tomar conciencia después del desmayo, un enfermero me tenía agarrado de las axilas para evitar que me cayera al suelo.
Desde ese día me prometí no volver a mirar la aguja.
lunes, 19 de febrero de 2024
Síndrome del lunes
Siento un malestar general, liderado por un ligero dolor de cabeza. No tengo ganas de hacer nada, ¿Será el síndrome del lunes? me pregunto. No lo sé, es un término que me acabo de inventar.
Me siento a escribir. Escribir como receta para todo mal. Estoy seco de palabras así que intento con un disparador de escritura. Nada. Cero. Mi cabeza está completamente en blanco ¿Qué hacer?
Dormir, el Ctrl-Alt-Supr de la vida cuando los engranajes de la realidad se traban y esta se nos estampa en la cara. Nada que una siesta no solucione, pienso. Así que me echo en la cama sin ningún tipo de remordimiento.
Tiempo después, ¿cuánto?, ¿20 minutos, una hora, dos?, me despierto algo aturdido, como desubicado. La realidad y su solidez intentan entablar contacto conmigo, pero no logramos comunicarnos de forma adecuada. No llegamos a ningún acuerdo.
Veo sobre mi escritorio los Articuentos Completos y decido zamparme un par a ver si me sacuden. Los que leo no son tan buenos, entonces no tienen mayor efecto en mi estado.
¿Acaso no me queda más que soportar mi estado letárgico hasta que se esfume por sí solo? Me rehuso a aceptarlo, así que acudo a otro de esos remedios universales: una taza de café, ¿cómo no había pensado en ello antes?
Eso hago, prepararme una taza de café oscuro y bien caliente, para asegurarme de que si el fuerte sabor de la bebida no me despierta del todo, quizá lo haga su temperatura al quemarme la lengua.
¿Con qué más puedo combatir este estado?, me pregunto. Con algo dulce, responde una voz en mi interior que soy y no soy yo, ya saben, ese otro que nos habita. Le hago caso y me sirvo una bola de helado. Tinto y helado, uno de los pequeños placeres de la vida.
Y aquí estoy escribiendo esto, dándole sorbos al café y cucharadas al helado. ¿Qué si ya estoy conectado con la realidad? Creo que no del todo. Tal vez lo mejor sea actuar como Vicente Holgado, un personaje de Millás, que soportaba bastante bien las humillaciones de la existencia, porque no pasaba en la realidad más tiempo del estrictamente necesario.
Me siento a escribir. Escribir como receta para todo mal. Estoy seco de palabras así que intento con un disparador de escritura. Nada. Cero. Mi cabeza está completamente en blanco ¿Qué hacer?
Dormir, el Ctrl-Alt-Supr de la vida cuando los engranajes de la realidad se traban y esta se nos estampa en la cara. Nada que una siesta no solucione, pienso. Así que me echo en la cama sin ningún tipo de remordimiento.
Tiempo después, ¿cuánto?, ¿20 minutos, una hora, dos?, me despierto algo aturdido, como desubicado. La realidad y su solidez intentan entablar contacto conmigo, pero no logramos comunicarnos de forma adecuada. No llegamos a ningún acuerdo.
Veo sobre mi escritorio los Articuentos Completos y decido zamparme un par a ver si me sacuden. Los que leo no son tan buenos, entonces no tienen mayor efecto en mi estado.
¿Acaso no me queda más que soportar mi estado letárgico hasta que se esfume por sí solo? Me rehuso a aceptarlo, así que acudo a otro de esos remedios universales: una taza de café, ¿cómo no había pensado en ello antes?
Eso hago, prepararme una taza de café oscuro y bien caliente, para asegurarme de que si el fuerte sabor de la bebida no me despierta del todo, quizá lo haga su temperatura al quemarme la lengua.
¿Con qué más puedo combatir este estado?, me pregunto. Con algo dulce, responde una voz en mi interior que soy y no soy yo, ya saben, ese otro que nos habita. Le hago caso y me sirvo una bola de helado. Tinto y helado, uno de los pequeños placeres de la vida.
Y aquí estoy escribiendo esto, dándole sorbos al café y cucharadas al helado. ¿Qué si ya estoy conectado con la realidad? Creo que no del todo. Tal vez lo mejor sea actuar como Vicente Holgado, un personaje de Millás, que soportaba bastante bien las humillaciones de la existencia, porque no pasaba en la realidad más tiempo del estrictamente necesario.
viernes, 16 de febrero de 2024
Hacerse preguntas
A veces me pregunto: ¿Qué tal que esta noche en medio del sueño me de un infarto? En otras ocasiones, por ejemplo, voy caminando por un andén y veo un bus que viene a lo lejos. Entonces pienso: ¿Qué tal que tenga una falla mecánica, qué sé yo, que se le desajuste un tornillo importante del motor, que el conductor pierda el control y me arrolle?
Se podría decir que pienso en la muerte de forma recurrente. Si lo hago es solo a modo de estrategia para tratar de engañarla. Solo tratar porque la condenada es muy astuta y ya sabemos como termina la partida todas las veces. Pero me inclino a pensar que la muerte prefiere llevarse así, de imprevisto, de buenas a primeras, a aquellos que no piensan mucho en ella o que la ven como un evento lejano, es decir, aquellos que la menosprecian. De ahí que me aventure a imaginarme tales escenarios.
Una vez, estoy seguro, la vi en una cafetería a la hora del almuerzo. En esa ocasión tomó la apariencia humana de un rabino. Era un hombre de semblante pálido y su blancura contrastaba de forma violenta con su traje y sombrero negros. Hacía mucho calor, pero el hombre, es decir la muerte, iba tranquila por el frío que siempre la acompaña.
Ese día la muerte, que comía una lasaña y tomaba jugo de naranja, estudiaba con la mirada a las personas que estábamos en ese lugar, la mayoría preocupadas por nimiedades de estudio o trabajo. En un momento se dio cuenta de que la estaba observando y fijamos nuestras miradas por un breve instante. Cuando eso ocurrió pensé que me iba a atorar con un trozo de la mantecada que estaba comiendo. Imaginé mi fin tan intensamente que comencé a toser. La muerte que, claro, lee los pensamientos se dio cuenta de que estaba pensando en ella y por eso decidió dejarme en paz.
En el último libro que escribieron Arsuaga y Millás, el paleontólogo le cuenta al escritor español que el infarto es el modo de ejecución preferido de los dioses y que por eso las personas utilizan tanto las muletillas “Si Dios quiere” o “Dios mediante”, ya que lo dioses no soportan que no los tengan en cuenta a la hora de hacer un proyecto.
Muerte, dioses, qué complicado es todo.
Se podría decir que pienso en la muerte de forma recurrente. Si lo hago es solo a modo de estrategia para tratar de engañarla. Solo tratar porque la condenada es muy astuta y ya sabemos como termina la partida todas las veces. Pero me inclino a pensar que la muerte prefiere llevarse así, de imprevisto, de buenas a primeras, a aquellos que no piensan mucho en ella o que la ven como un evento lejano, es decir, aquellos que la menosprecian. De ahí que me aventure a imaginarme tales escenarios.
Una vez, estoy seguro, la vi en una cafetería a la hora del almuerzo. En esa ocasión tomó la apariencia humana de un rabino. Era un hombre de semblante pálido y su blancura contrastaba de forma violenta con su traje y sombrero negros. Hacía mucho calor, pero el hombre, es decir la muerte, iba tranquila por el frío que siempre la acompaña.
Ese día la muerte, que comía una lasaña y tomaba jugo de naranja, estudiaba con la mirada a las personas que estábamos en ese lugar, la mayoría preocupadas por nimiedades de estudio o trabajo. En un momento se dio cuenta de que la estaba observando y fijamos nuestras miradas por un breve instante. Cuando eso ocurrió pensé que me iba a atorar con un trozo de la mantecada que estaba comiendo. Imaginé mi fin tan intensamente que comencé a toser. La muerte que, claro, lee los pensamientos se dio cuenta de que estaba pensando en ella y por eso decidió dejarme en paz.
En el último libro que escribieron Arsuaga y Millás, el paleontólogo le cuenta al escritor español que el infarto es el modo de ejecución preferido de los dioses y que por eso las personas utilizan tanto las muletillas “Si Dios quiere” o “Dios mediante”, ya que lo dioses no soportan que no los tengan en cuenta a la hora de hacer un proyecto.
Muerte, dioses, qué complicado es todo.
miércoles, 14 de febrero de 2024
En cualquier momento
¿Qué?
En cualquier momento llega mi hermana a recogerme. Entonces escribo esto con la angustia de dejarlo a medias, de que no diga nada, de que solo sea un arrume de palabras sin ningún sentido, pues vuelve y juega: tengo ganas de escribir algo y no sé qué tema tocar.
¿Y qué importa? La escritura no puede ser tan ordenada. Recuerdo que una vez conocí a una escritora que planeaba meticulosamente las historias que escribía. Es una técnica que puede funcionar, pero creo que al final los escritos quedan planos, o más bien faltos de sinceridad, de entraña, de esas vísceras que tiene todos los textos que remueven algo por dentro.
Tal vez eso tiene que ver con los libros que no son libres de los que habla Marguerite Duras en Escribir. La escritora dice que es fácil ver que son fabricados, organizados y reglamentados, en últimas que son libros conformes. Libros que deben ser como se supone es un libro. Un despropósito total, porque la escritura no puede tener ningún tipo de regla o límite.
Duras, que tenía millones de toneladas de precisión, creía que la escritura es sinónimo de desconocido, y que antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir.
Otros escritores como Rosa Montero, Anaïs Nin, Isabel Allende o Cornac MacCarthy parecen pensar de forma similar, ya que creen que el subconsciente es el que manda la parada al momento de escribir, y que ello no son más que médiums que reciben a dictado las historias.
Montero dice que las novelas vienen del mismo lugar de donde provienen los sueños y Allende cuenta en su libro Paula que, fiel a su ritual de escribir la primera línea de su novela cada 8 de enero, intenta estar sola y en silencio por largas horas, pues necesita mucho tiempo para sacarse el ruido de la calle y limpiar su memoria del desorden de la vida.
Ray Bradbury salda todo diciendo lo siguiente: “la autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
En cualquier momento llega mi hermana a recogerme. Entonces escribo esto con la angustia de dejarlo a medias, de que no diga nada, de que solo sea un arrume de palabras sin ningún sentido, pues vuelve y juega: tengo ganas de escribir algo y no sé qué tema tocar.
¿Y qué importa? La escritura no puede ser tan ordenada. Recuerdo que una vez conocí a una escritora que planeaba meticulosamente las historias que escribía. Es una técnica que puede funcionar, pero creo que al final los escritos quedan planos, o más bien faltos de sinceridad, de entraña, de esas vísceras que tiene todos los textos que remueven algo por dentro.
Tal vez eso tiene que ver con los libros que no son libres de los que habla Marguerite Duras en Escribir. La escritora dice que es fácil ver que son fabricados, organizados y reglamentados, en últimas que son libros conformes. Libros que deben ser como se supone es un libro. Un despropósito total, porque la escritura no puede tener ningún tipo de regla o límite.
Duras, que tenía millones de toneladas de precisión, creía que la escritura es sinónimo de desconocido, y que antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir.
Otros escritores como Rosa Montero, Anaïs Nin, Isabel Allende o Cornac MacCarthy parecen pensar de forma similar, ya que creen que el subconsciente es el que manda la parada al momento de escribir, y que ello no son más que médiums que reciben a dictado las historias.
Montero dice que las novelas vienen del mismo lugar de donde provienen los sueños y Allende cuenta en su libro Paula que, fiel a su ritual de escribir la primera línea de su novela cada 8 de enero, intenta estar sola y en silencio por largas horas, pues necesita mucho tiempo para sacarse el ruido de la calle y limpiar su memoria del desorden de la vida.
Ray Bradbury salda todo diciendo lo siguiente: “la autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
martes, 13 de febrero de 2024
El incidente del perro a mediodía
Es sábado y hace sol. La gente se ve feliz, libre de preocupaciones. Todos parecemos estar lejos de esa nostalgia del domingo a las 6 de la tarde, que ataca sin darnos tregua.
Quizá algunos aparentan estar felices, pero en realidad llevan pensamientos asesinos en su cabeza. Tal es el caso de un señor que conduce un coche de bebé y que pasa por el lado de otro hombre que está sentado en una mesa. A este último lo compaña su perro, negro y gigante, que está echado debajo de una silla.
Debido a su gran tamaño, las patas le quedan por fuera y ocupan un espacio mínimo del lugar por donde las personas caminan, o bien llevan coches de bebé.
A ratos los perros de otras personas comienzan a ladrar de forma exagerada cuando ven al perro negro. La mayoría son de esos perros chiquitos que hacen bulla por nada y que sí ayudan a generar pensamientos asesinos, en fin. El perro gigante, en cambio, es indiferente a la algarabía de otros perros y sigue echado como si nada con la cabeza encima de sus patas, en una actitud Zen.
La calma de la escena se quiebra cuando el señor que lleva el coche pasa por el lado del señor del perro negro y las ruedas del coche rozan las patas de la mascota. Discuten un poco: Que se corra para allá, que ahí cabe”, que cómo se le ocurre traer semejante animal tan grande. El señor del coche sigue su camino, el perro continúa echado, y su dueño sentado.
Quizá algunos aparentan estar felices, pero en realidad llevan pensamientos asesinos en su cabeza. Tal es el caso de un señor que conduce un coche de bebé y que pasa por el lado de otro hombre que está sentado en una mesa. A este último lo compaña su perro, negro y gigante, que está echado debajo de una silla.
Debido a su gran tamaño, las patas le quedan por fuera y ocupan un espacio mínimo del lugar por donde las personas caminan, o bien llevan coches de bebé.
A ratos los perros de otras personas comienzan a ladrar de forma exagerada cuando ven al perro negro. La mayoría son de esos perros chiquitos que hacen bulla por nada y que sí ayudan a generar pensamientos asesinos, en fin. El perro gigante, en cambio, es indiferente a la algarabía de otros perros y sigue echado como si nada con la cabeza encima de sus patas, en una actitud Zen.
La calma de la escena se quiebra cuando el señor que lleva el coche pasa por el lado del señor del perro negro y las ruedas del coche rozan las patas de la mascota. Discuten un poco: Que se corra para allá, que ahí cabe”, que cómo se le ocurre traer semejante animal tan grande. El señor del coche sigue su camino, el perro continúa echado, y su dueño sentado.
Al poco rato el señor del coche, que no sabemos qué piensa, vuelve a pasar por el mismo lugar y esta vez, parece que a propósito, pasa las ruedas del coche sobre las patas del perro. El dueño de la mascota toma una de las manijas del coche para levantarlo y ahí el otro comienza a gritar: “¡No me toque el coche señor!”, “pero no ve que está pisando al perro, ahí tiene suficiente espacio”. “Que no me toque el coche, le vuelvo a decir”.
El rifirrafe verbal dura un corto tiempo, pero no pasa a mayores.
Si hay que rescatar algo de esta escena es la actitud Zen del perro, que no se inmutó para nada.
El rifirrafe verbal dura un corto tiempo, pero no pasa a mayores.
Si hay que rescatar algo de esta escena es la actitud Zen del perro, que no se inmutó para nada.
lunes, 12 de febrero de 2024
Mensajes
Voy a conocer el almacén de IKEA
Es mi primera vez en uno de los almacenes de la cadena Sueca y pues esperaba algo más, no sé. Por alguna razón, mi expectativa era alta. Estoy con mi hermana y aprovechamos para hacer una serie de sketchs bobos en el que uno de los dos es un comprador y el otro el vendedor.
Estamos en la zona de habitaciones, donde todo está arreglado condenadamente bien, y mi hermana eleva su bobada al máximo y dice cosas del siguiente estilo: "Como puede ver, pasamos de la cocina al baño en un abrir y cerrar de ojos, y si da otros pasos más está en la sala". Nos reímos de nuestras pendejadas y otros compradores nos miran raro. No puedo evitar acordarme de la escena de viviendo en Ikea de 500 days with Summer.
Muchos de los objetos que me llaman la atención no están a la venta, sino que hacen parte de la decoración. En particular, me gustan unas libretas de tapa dura que están en la mayoría de los escritorios y muebles.
Decido abrir una y en sus primeras páginas me encuentro con un dibujo garabateado, al parecer de una niña, y en la parte superior está firmado: Antonella Gómez Marulanda. 2023.
Paso unas páginas y me encuentro con otro mensaje. Es como si la libreta hubiera sido el libro de visitas de quién sabe qué IKEA. Este lleva un usuario de Instagram y al lado dice: “Text me ‘Hi Cat' if you read this”.
Pienso en anotar algo en otra hoja, ¿qué? lo que sea, como para continuar con la tradición, pero hay mucho personal del almacén rondando y al final decido no hacerlo.
Será enviar el Hi Cat a esa cuenta a ver qué me responden.
Es mi primera vez en uno de los almacenes de la cadena Sueca y pues esperaba algo más, no sé. Por alguna razón, mi expectativa era alta. Estoy con mi hermana y aprovechamos para hacer una serie de sketchs bobos en el que uno de los dos es un comprador y el otro el vendedor.
Estamos en la zona de habitaciones, donde todo está arreglado condenadamente bien, y mi hermana eleva su bobada al máximo y dice cosas del siguiente estilo: "Como puede ver, pasamos de la cocina al baño en un abrir y cerrar de ojos, y si da otros pasos más está en la sala". Nos reímos de nuestras pendejadas y otros compradores nos miran raro. No puedo evitar acordarme de la escena de viviendo en Ikea de 500 days with Summer.
Muchos de los objetos que me llaman la atención no están a la venta, sino que hacen parte de la decoración. En particular, me gustan unas libretas de tapa dura que están en la mayoría de los escritorios y muebles.
Decido abrir una y en sus primeras páginas me encuentro con un dibujo garabateado, al parecer de una niña, y en la parte superior está firmado: Antonella Gómez Marulanda. 2023.
Paso unas páginas y me encuentro con otro mensaje. Es como si la libreta hubiera sido el libro de visitas de quién sabe qué IKEA. Este lleva un usuario de Instagram y al lado dice: “Text me ‘Hi Cat' if you read this”.
Pienso en anotar algo en otra hoja, ¿qué? lo que sea, como para continuar con la tradición, pero hay mucho personal del almacén rondando y al final decido no hacerlo.
Será enviar el Hi Cat a esa cuenta a ver qué me responden.
viernes, 9 de febrero de 2024
Una mujer y un hombre
El hombre, de contextura gruesa, bigote poblado y poco pelo en su cabeza, se sienta en la terraza de un café con su pedido: un tinto. Apenas lo hace, estira las piernas. No le importa que su camisa se le levante y parte de su barriga quede expuesta. Cruza las manos detrás de la cabeza y las extiende haciendo que los dedos le traqueen. Luego le da un sorbo largo a su bebida sin importar lo caliente que esté, pues se puede ver el vaho que desprende la superficie del líquido.
Luego, como si el espacio le perteneciera, saca su celular y empieza a ver videos a todo volumen. el ruido cambia a cada segundo porque el hombre no se detiene en ninguno en específico y mueve su pulgar hacia arriba, a una velocidad descabellada, para ver el siguiente.
El hombre no sabe que a pocas mesas una mujer rubia lo fulmina con su mirada. Ella muy producida, digamos, con el pelo liso y los labios pintados de rojo sangre, teclea con furia sobre un portátil. Cada vez que lo hace, sus uñas largas y rojas suenan contra el teclado y el tintineo de sus pulseras, (perecen cientos) se esparce por la terraza. Parece que entabla una especie de batalla contra el hombre, e intenta opacar el ruido de sus videos con el de sus pulseras y el tecleo desesperado. No deja de mirarlo mal, pero el hombre no se ha dado cuenta y sigue viendo sus videos como si nada. La mujer se detiene y se agarra la cabeza con ambas manos y murmura algo (probablemente una maldición), pero su intención no es suficiente para obligar al hombre a marcharse del lugar. Ahí sigue él dándole sorbitos a su tinto y viendo videos como si de eso se tratara la vida.
El hombre, entre sorbo y sorbo, a veces ríe con lo que le ve en la pantalla. La mujer piensa que es un desadaptado, un subnormal como dirían los españoles, y que debería ponerse audífonos para no fastidiar a las demás personas que ocupan el mismo espacio. De pronto, cree la mujer, solo bastaría con decirle que le baje al volumen a su celular, pero no piensa hablar con un panzudo falto de modales.
Vuelve a mirar su pantalla de su portátil y las pulseras comienzan a sonar de nuevo. Cualquier maldición en contra del hombre, ahora la pronuncia mentalmente.
El hombre no sabe que a pocas mesas una mujer rubia lo fulmina con su mirada. Ella muy producida, digamos, con el pelo liso y los labios pintados de rojo sangre, teclea con furia sobre un portátil. Cada vez que lo hace, sus uñas largas y rojas suenan contra el teclado y el tintineo de sus pulseras, (perecen cientos) se esparce por la terraza. Parece que entabla una especie de batalla contra el hombre, e intenta opacar el ruido de sus videos con el de sus pulseras y el tecleo desesperado. No deja de mirarlo mal, pero el hombre no se ha dado cuenta y sigue viendo sus videos como si nada. La mujer se detiene y se agarra la cabeza con ambas manos y murmura algo (probablemente una maldición), pero su intención no es suficiente para obligar al hombre a marcharse del lugar. Ahí sigue él dándole sorbitos a su tinto y viendo videos como si de eso se tratara la vida.
El hombre, entre sorbo y sorbo, a veces ríe con lo que le ve en la pantalla. La mujer piensa que es un desadaptado, un subnormal como dirían los españoles, y que debería ponerse audífonos para no fastidiar a las demás personas que ocupan el mismo espacio. De pronto, cree la mujer, solo bastaría con decirle que le baje al volumen a su celular, pero no piensa hablar con un panzudo falto de modales.
Vuelve a mirar su pantalla de su portátil y las pulseras comienzan a sonar de nuevo. Cualquier maldición en contra del hombre, ahora la pronuncia mentalmente.
jueves, 8 de febrero de 2024
Los Articuentos
No soy fan de releer libros, pero hace unos días caí en ese hábito. ¿Es bueno o malo?, no sé. El caso es que estoy releyendo un libro, ¿cuál?: Los Articuentos Completos de Juan José Millás, mi escritor favorito.
Fue por ese libro que lo conocí. Hace años estaba caminando de forma distraída en la feria del libro y en un stand de Planeta, si no estoy mal, fue donde lo vi. Algo me obligó a tomarlo y abrirlo en cualquier página. El párrafo que leí me hizo reír, luego busqué otro y otro más y me hicieron sentir bien, así que me lo llevé sin dudarlo.
Recuerdo que una vez tomé un curso con Antonio García Ángel y en la primera sesión nos preguntó qué autores nos gustaban. Cuando le dije que Millás, me dijo que había leído su novela Laura y Julio, pero no le había gustado mucho, pero que en cambio sus Articuentos le parecían demasiado precisos.
Entonces releo ese libro porque uno debe estar donde se siente bien, ¿acaso no? Además, porque ya he leído el resto de obras de Millás y quién sabe cuando desaparezca él o yo de esta tierra. Puede darme un paro fulminante al corazón mientras escribo esta frase y hasta aquí llegué…acá sigo, afortunadamente.
Por otro lado cuenta Millás en La muerte contada por un Sapiens a un Neandertal, el libro que escribió con Arsuaga, que el Paleontólogo le preguntó si le gustaría saber los años que le quedaban de vida. El escritor le dijo que bueno y entonces Arsuaga sacó el móvil y luego de introducir cuatro o cinco datos en una aplicación, le contó que le quedaban doce años y tres meses de vida, que bien podrían ser menos o más. Ante el dato Millás concluye que le queda el tiempo justo para escribir un par de novelas.
Entonces en parte por eso releo los Articuentos porque no sé en qué momento él o yo vamos a estirar la pata. Ahora bien, va a ser una relectura de a sorbitos, es decir, tengo el libro a mi vista sobre el escritorio y en cualquier momento lo tomo y leo un articuento o dos, como máximo, y lo vuelvo a soltar. Hay libros, como los diarios por ejemplo, a los que les aplica ese tipo de lectura. Además no quiero atragantarme con sus más de 900 páginas de un solo trancazo, algo que ya hice en su momento; pues bien anota Millás en el prólogo: “Ha quedado un volumen algo incómodo para leer en la cama, aunque apto para ser utilizado como almohada”.
Fue por ese libro que lo conocí. Hace años estaba caminando de forma distraída en la feria del libro y en un stand de Planeta, si no estoy mal, fue donde lo vi. Algo me obligó a tomarlo y abrirlo en cualquier página. El párrafo que leí me hizo reír, luego busqué otro y otro más y me hicieron sentir bien, así que me lo llevé sin dudarlo.
Recuerdo que una vez tomé un curso con Antonio García Ángel y en la primera sesión nos preguntó qué autores nos gustaban. Cuando le dije que Millás, me dijo que había leído su novela Laura y Julio, pero no le había gustado mucho, pero que en cambio sus Articuentos le parecían demasiado precisos.
Entonces releo ese libro porque uno debe estar donde se siente bien, ¿acaso no? Además, porque ya he leído el resto de obras de Millás y quién sabe cuando desaparezca él o yo de esta tierra. Puede darme un paro fulminante al corazón mientras escribo esta frase y hasta aquí llegué…acá sigo, afortunadamente.
Por otro lado cuenta Millás en La muerte contada por un Sapiens a un Neandertal, el libro que escribió con Arsuaga, que el Paleontólogo le preguntó si le gustaría saber los años que le quedaban de vida. El escritor le dijo que bueno y entonces Arsuaga sacó el móvil y luego de introducir cuatro o cinco datos en una aplicación, le contó que le quedaban doce años y tres meses de vida, que bien podrían ser menos o más. Ante el dato Millás concluye que le queda el tiempo justo para escribir un par de novelas.
Entonces en parte por eso releo los Articuentos porque no sé en qué momento él o yo vamos a estirar la pata. Ahora bien, va a ser una relectura de a sorbitos, es decir, tengo el libro a mi vista sobre el escritorio y en cualquier momento lo tomo y leo un articuento o dos, como máximo, y lo vuelvo a soltar. Hay libros, como los diarios por ejemplo, a los que les aplica ese tipo de lectura. Además no quiero atragantarme con sus más de 900 páginas de un solo trancazo, algo que ya hice en su momento; pues bien anota Millás en el prólogo: “Ha quedado un volumen algo incómodo para leer en la cama, aunque apto para ser utilizado como almohada”.
miércoles, 7 de febrero de 2024
Metas de lectura
Almuerzo con I. Hacía bastante tiempo que no nos veíamos, pero no tardamos en encontrar la camaradería que siempre ha caracterizado a nuestra amistad. Pienso en lo que dice Ribeyro sobre ella, que es superior al amor, pues es más generosa, desinteresada y también nos acerca a la felicidad. El escritor peruano concluye: “una persona sin amigos corre el riesgo de nunca llegar a conocerse. Cada amigo es un espejo que nos refracta desde un ángulo distinto”.
Por eso la importancia de conservarlos, pues a medida que uno crece es más fácil perderlos que encontrar nuevos.
I. me cuenta que ha fallado en todos sus propósitos de lectura de años anteriores. que en 2020 se fijó la meta de leer 12 libros y al final no leyó ninguno. Que al año siguiente pensó: “Van a ser 10”, pues según él hay dos meses muertos en el año (ya no recuerdo cuáles) y al final fue lo mismo: no logró terminar ni uno. Y al siguiente dijo: “pues me voy a leer 8” y la cifra final fue 0.
Así que en 2023 no se concentró en ningún número de libros como meta de lectura, sino en mirar qué libro leer a ver si lo terminaba. Se encarriló en la lectura del Código de Da Vinci, y me cuenta que le había gustado bastante, que ya iba como por el 70% de la lectura, pero que llegó a un capítulo en el que cuestionan la figura de la Virgen María, y como I. es muy católico, eso le dio mal genio y mandó esa lectura a la porra. Le pregunto que por qué, si a veces es bueno que los libros antagonicen nuestras posturas, aunque también pienso que uno puede abandonar una lectura por la razón que sea.
I. También me cuenta que quiere cambiar sus hábitos de lectura, porque tiende a leer cosas tristes, es decir, temas de actualidad y política que, creo, solo generan ansiedad.
I es muy metódico, y un día se dedicó a investigar sobre libros de creatividad hasta que dio con uno que le llamó la atención, y se trazó todo un plan de lectura para acabarlo sea como sea. Dice que ya va por el 80% del libro y que ha logrado leer por varios días seguidos.
Creo que lo mejor es no fijarse metas de lectura y leer al ritmo que a uno le plazca, sintiéndose a gusto y con la libertad de abandonar una lectura en el momento en que resulte insoportable.
Por eso la importancia de conservarlos, pues a medida que uno crece es más fácil perderlos que encontrar nuevos.
I. me cuenta que ha fallado en todos sus propósitos de lectura de años anteriores. que en 2020 se fijó la meta de leer 12 libros y al final no leyó ninguno. Que al año siguiente pensó: “Van a ser 10”, pues según él hay dos meses muertos en el año (ya no recuerdo cuáles) y al final fue lo mismo: no logró terminar ni uno. Y al siguiente dijo: “pues me voy a leer 8” y la cifra final fue 0.
Así que en 2023 no se concentró en ningún número de libros como meta de lectura, sino en mirar qué libro leer a ver si lo terminaba. Se encarriló en la lectura del Código de Da Vinci, y me cuenta que le había gustado bastante, que ya iba como por el 70% de la lectura, pero que llegó a un capítulo en el que cuestionan la figura de la Virgen María, y como I. es muy católico, eso le dio mal genio y mandó esa lectura a la porra. Le pregunto que por qué, si a veces es bueno que los libros antagonicen nuestras posturas, aunque también pienso que uno puede abandonar una lectura por la razón que sea.
I. También me cuenta que quiere cambiar sus hábitos de lectura, porque tiende a leer cosas tristes, es decir, temas de actualidad y política que, creo, solo generan ansiedad.
I es muy metódico, y un día se dedicó a investigar sobre libros de creatividad hasta que dio con uno que le llamó la atención, y se trazó todo un plan de lectura para acabarlo sea como sea. Dice que ya va por el 80% del libro y que ha logrado leer por varios días seguidos.
Creo que lo mejor es no fijarse metas de lectura y leer al ritmo que a uno le plazca, sintiéndose a gusto y con la libertad de abandonar una lectura en el momento en que resulte insoportable.
lunes, 5 de febrero de 2024
Algo en especial
“Buenos días, ¿busca algo en especial?”, me pregunta uno de los libreros. “Gracias, solo estoy mirando”, le respondo. Pienso en su pregunta, ¿Estoy buscando algo en especial? ¿A que entré a la librería? Ya sé que voy a hojear libros, pero ¿por qué?. Es decir, me refiero a si hay algún proceso subconsciente corriendo en mi cerebro que me llevó a ese lugar.
Casi siempre, por no decir todas las veces, que entro en una librería no busco nada en especial, voy sin ningún título en mente a ver de qué me antojo. A veces juzgo los libros por la portada y si me atraen los agarro, los abro en cualquier página y leo un par de párrafos a ver si tengo feeling con la obra. Otras veces el título es el que me causa curiosidad y entonces aplico el mismo método. Así me pasó en una feria del libro con los Articuentos completos de Millás y después caí redondito en toda su obra. Fue una especie de flechazo literario.
De pronto las personas a las que nos gusta leer somos como el personaje de La Biblioteca de Babel, el cuento de Borges, que en toda su vida no ha parado de buscar ese gran libro que contiene a todos los demás. Una especie de libro Dios que alberga todo el conocimiento universal. Puede que siempre estemos tras la búsqueda de ese libro único, o quizá lo mejor sea no ponerse tan romántico con el tema. Los lectores no somos especiales, solo nos gusta leer y ya está.
Casi siempre, por no decir todas las veces, que entro en una librería no busco nada en especial, voy sin ningún título en mente a ver de qué me antojo. A veces juzgo los libros por la portada y si me atraen los agarro, los abro en cualquier página y leo un par de párrafos a ver si tengo feeling con la obra. Otras veces el título es el que me causa curiosidad y entonces aplico el mismo método. Así me pasó en una feria del libro con los Articuentos completos de Millás y después caí redondito en toda su obra. Fue una especie de flechazo literario.
De pronto las personas a las que nos gusta leer somos como el personaje de La Biblioteca de Babel, el cuento de Borges, que en toda su vida no ha parado de buscar ese gran libro que contiene a todos los demás. Una especie de libro Dios que alberga todo el conocimiento universal. Puede que siempre estemos tras la búsqueda de ese libro único, o quizá lo mejor sea no ponerse tan romántico con el tema. Los lectores no somos especiales, solo nos gusta leer y ya está.
Empiezo a caminar por los pasillos de la librería, aplicando los métodos antes mencionados y me pierdo en esa tarea, hasta que escucho que alguien grita “¡Juan!”. Es mi hermana, que me mira con cara de impaciencia y señala su muñeca para decirme que se nos está haciendo tarde para ir al cine.
El algo o el nada en especial de esta ocasión fue el libro Leer Mata de Luna Miguel.
jueves, 1 de febrero de 2024
La teoría de la pistola debajo de la almohada
Una vez leí una columna de Millás en la que decía que siempre es bueno dormir con una pistola debajo de la almohada, dado el caso que no soportemos más la vida y decidamos volarnos la tapa de los sesos.
El escritor español hacía referencia al escritor húngaro Sándor Márai, que ya con más de 80 años, con su salud deteriorada y sin la compañía de su esposa, su querida Lola, con quién había convivido por más de 50 años, contemplaba la idea de acabar con su vida.
En una entrada de sus diarios Márai cuenta que un día fue a comprarse una pistola, pero como faltaba un formulario de la policía no se la pudo llevar. Pasado un tiempo, cuando vuelve al lugar, el vendedor le entrega la pistola empaquetada con esmero junto con 50 balas. Márai le dice que no es necesaria tanta munición y el hombre solo se encoge de hombros y le responde que eso nunca se sabe.
Luego en una temporada fuera de la ciudad, cuenta que que le reconforta pensar que en San Diego tiene un revólver en la mesita de noche y que no es la desesperanza lo que lo lleva a tener esos pensamientos, sino la idea de que es la única salida de una situación vergonzosa: la vida, está ilusión grotesca, concluye el escritor. Luego se pregunta: Si el deterioro de mi ojo avanza a este ritmo, ¿seré capaz de encontrar la pistola en el cajón?
Quizá en ese mismo cajón guardaba el manuscrito de una novela policiaca la última en la que estuvo trabajando, pero a veces pasaba varias semanas sin sacarlo, pues ya no confiaba ni el mismo ni en el texto. Tampoco en la finalidad de la literatura ni en su legitimidad. Ya no se sentía especialmente inclinado a volver a escribir, sino más bien como un viejo payaso que ensaya un nuevo número y aparenta ser joven.
Márai estaba devastado por la enfermedad de Lola, quien pasó sus últimos días en el hospital y pensaba que sin ella a su lado ya nada tendría sentido.
En la Buena suerte, la novela de Rosa Montero, hay un personaje que se llama Felipe, un anciano que cree que debe ser capaz de matarse cuando aún se encuentre bien. Suicidarse muy vivo, un suicidio que formara parte de la vida y no de la muerte, cuenta el narrador, porque si esperaba a estar enfermo, su cuerpo tomaría el mando, pues las células de este siempre se empeñan ferozmente en vivir.
Felipe cuenta con un plan y es suicidarse a los 82 años, pero cuando llega a esa edad no encuentra el momento adecuado para acabar con su vida, bien sea por cansancio, por un resfrío o porque se sentía a gusto con ella. Envejecer es ser ocupado por un extraño, concluye el narrador.
Al final Felipe se da cuenta de que no es capaz de matarse, una lástima, porque lo consideraba un plan fabuloso.
De pronto lo que le hizo falta fue una pistola debajo de su almohada.
El escritor español hacía referencia al escritor húngaro Sándor Márai, que ya con más de 80 años, con su salud deteriorada y sin la compañía de su esposa, su querida Lola, con quién había convivido por más de 50 años, contemplaba la idea de acabar con su vida.
En una entrada de sus diarios Márai cuenta que un día fue a comprarse una pistola, pero como faltaba un formulario de la policía no se la pudo llevar. Pasado un tiempo, cuando vuelve al lugar, el vendedor le entrega la pistola empaquetada con esmero junto con 50 balas. Márai le dice que no es necesaria tanta munición y el hombre solo se encoge de hombros y le responde que eso nunca se sabe.
Luego en una temporada fuera de la ciudad, cuenta que que le reconforta pensar que en San Diego tiene un revólver en la mesita de noche y que no es la desesperanza lo que lo lleva a tener esos pensamientos, sino la idea de que es la única salida de una situación vergonzosa: la vida, está ilusión grotesca, concluye el escritor. Luego se pregunta: Si el deterioro de mi ojo avanza a este ritmo, ¿seré capaz de encontrar la pistola en el cajón?
Quizá en ese mismo cajón guardaba el manuscrito de una novela policiaca la última en la que estuvo trabajando, pero a veces pasaba varias semanas sin sacarlo, pues ya no confiaba ni el mismo ni en el texto. Tampoco en la finalidad de la literatura ni en su legitimidad. Ya no se sentía especialmente inclinado a volver a escribir, sino más bien como un viejo payaso que ensaya un nuevo número y aparenta ser joven.
Sería más decente callarme para siempre, pero callarse es tan aburrido…
Márai estaba devastado por la enfermedad de Lola, quien pasó sus últimos días en el hospital y pensaba que sin ella a su lado ya nada tendría sentido.
Durante sesenta y dos años todo se lo he leído primero a ella, todos los escritos.
Ya no tengo a quién hacerlo. La expresión escrita ha perdido todo atractivo para mí.
Si ella se va, debo seguirla sin algaradas, sin hacer ruido.
¿La echo de menos? Tanto como echaría de menos el aire.
Me la evocan las palabras, los objetos, todo. Incluso al aire le falta algo.
Vida, personas, trabajo, literatura, todo se ha acabado. Hastío y vergüenza, si pienso
en la escritura. Escribía para L., todo era por ella. Ya no tengo a quien escribir. Me cuesta creerlo.
Felipe cuenta con un plan y es suicidarse a los 82 años, pero cuando llega a esa edad no encuentra el momento adecuado para acabar con su vida, bien sea por cansancio, por un resfrío o porque se sentía a gusto con ella. Envejecer es ser ocupado por un extraño, concluye el narrador.
Al final Felipe se da cuenta de que no es capaz de matarse, una lástima, porque lo consideraba un plan fabuloso.
De pronto lo que le hizo falta fue una pistola debajo de su almohada.
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