La palabra viene del latín hiātus y significa una interrupción o separación espacial o temporal. Podría decirse que un hiato es una fisura en el tiempo.
Fisura, pienso, suena a rompimiento a dejar de ser.
Una vez, cuando tenía 17 años, salí del tiempo por 17 días. Dejé de ser, pues caí en un estado de inconsciencia —coma por barbitúricos, para ser precisos—. Ese fue el mayor interrogante de mi existencia. Diecisiete días borrados de un solo tajo. La guadaña pasó cerca.
¿Qué fue de mí en esas dos semanas y un poco más? No lo sé. No recuerdo nada ni vi un túnel de luz, o seres queridos pidiéndome que me reuniera con ellos o que no fuera tan imbécil de dejarme morir. Solo recuerdo que un día desperté en una habitación de hospital con muchas luces de color blanco.
Luego de eso he tenido otros hiatos que también han tenido que ver con mi cabeza, debidos a temporadas de migrañas. A veces, los dolores son tan fuertes y frecuentes que también fisuran mi existencia. Cuando los experimento dejo de ser persona por un par de meses, y me convierto en un bulto que solo toma pastillas y que se echa en la cama a quejarse de lo desgraciada que es su vida.
Pienso en todo esto porque hace unos meses mi padre, que acaba de cumplir 90 años, perdió momentáneamente la visión en un ojo. Al cabo de unos minutos la recuperó y la vida siguió su curso. Luego de consultar con los médicos, nos dijeron que era posible que hubiera sufrido un ACV (Accidente Cerebrovascular) pequeño, y que eso había producido esa ceguera temporal, ese hiato ocular si es que el término aplica.
Nos recomendaron vigilarlo. Estar pendientes por si se le dificulta hablar, entender o si empieza a decir incongruencias, en otras palabras por si sufría un hiato de la realidad, lo que es un síntoma claro de un ACV grave en proceso.
Al final parece que uno va de un hiato al otro como si nada y tarde o temprano llega a ese último hiato, el definitivo, el que rompe la vida.
viernes, 15 de agosto de 2025
lunes, 4 de agosto de 2025
Un mal lector
Arveláez clava la punta de las tijeras en la cinta que une las tapas de la caja y la rasga de un lado a otro. Por fin abre la caja de libros que tenía olvidada olvidada en un rincón desde su último trasteo.
Comienza a poner los libros encima de la cama y, a medida que lo hace, recuerda si el libro que tiene en las manos le gustó o no.
La mayoría son libros comunes y corrientes, pero se encuentra con tres que han sido aclamados por la crítica. Uno de ellos es un pequeño ejemplar de Pedro Páramo. Le tenía mucha expectativa a la lectura de ese libro, pero cuando por fin se decidió a leerlo sintió que no lo disfrutó, o bien que no lo entendió. Al final lo terminó por pura inercia lectora y no lo comentó con nadie. “De pronto soy un mal lector”, pensó en esa ocasión. Tiempo después vio un video del autor donde decía que su generación no lo había entendido y que como mínimo su novela necesita tres lecturas para ser entendida.
Arveláez no cree que le vaya a dar otra oportunidad a ese libro. De pronto, piensa, algún día se anime a leerlo de nuevo y entienda lo que se está perdiendo.
Otro libro que saca de la caja es 2666, la novela de Bolaño, un autor que conoció gracias a Laura, un viejo amor que le sabe a sushi y cerveza. Un día, en una de sus citas en un pub, ella le preguntó si había leído al chileno, y cuando se enteró de que no, le dijo: “te recomiendo los detectives salvajes.
A la semana siguiente quedaron de verse y antes de la cita Arveláez pasó por una librería, preguntó el libro, pero le dijeron que de ese autor solo tenían 2666. Lo compró a la ciega y llegó a la cita con el libro aún en la bolsa.. Cuando se lo mostró, ella torció la cara y le dijo: “No sé. Ese no me lo he leído. Ni idea cómo es”. Nunca lo pudieron discutir porque al poco tiempo dejaron de salir.
El último libro que saca de la caja es El pendulo de focault de Umberto Eco, y este es el que lo hace sentir más inquieto, pues de los tres fue el único que no terminó de leer. Se lo recomendó Nicolas, un amigo de un amigo, y le juró que se lo tenía que leer sí o sí, porque Eco era brillante, pero tanto nombre, tanto italiano, tanto francés, tanta nota al pie, lo agotó.
Sea como sea, eran otros tiempos y se empeñaba en terminar cada libro que empezaba
Ahora es diferente. Ahora, libro que no lo agarre en las primeras 100 páginas, libro que abandona sin ningún remordimiento.
Comienza a poner los libros encima de la cama y, a medida que lo hace, recuerda si el libro que tiene en las manos le gustó o no.
La mayoría son libros comunes y corrientes, pero se encuentra con tres que han sido aclamados por la crítica. Uno de ellos es un pequeño ejemplar de Pedro Páramo. Le tenía mucha expectativa a la lectura de ese libro, pero cuando por fin se decidió a leerlo sintió que no lo disfrutó, o bien que no lo entendió. Al final lo terminó por pura inercia lectora y no lo comentó con nadie. “De pronto soy un mal lector”, pensó en esa ocasión. Tiempo después vio un video del autor donde decía que su generación no lo había entendido y que como mínimo su novela necesita tres lecturas para ser entendida.
Arveláez no cree que le vaya a dar otra oportunidad a ese libro. De pronto, piensa, algún día se anime a leerlo de nuevo y entienda lo que se está perdiendo.
Otro libro que saca de la caja es 2666, la novela de Bolaño, un autor que conoció gracias a Laura, un viejo amor que le sabe a sushi y cerveza. Un día, en una de sus citas en un pub, ella le preguntó si había leído al chileno, y cuando se enteró de que no, le dijo: “te recomiendo los detectives salvajes.
A la semana siguiente quedaron de verse y antes de la cita Arveláez pasó por una librería, preguntó el libro, pero le dijeron que de ese autor solo tenían 2666. Lo compró a la ciega y llegó a la cita con el libro aún en la bolsa.. Cuando se lo mostró, ella torció la cara y le dijo: “No sé. Ese no me lo he leído. Ni idea cómo es”. Nunca lo pudieron discutir porque al poco tiempo dejaron de salir.
El último libro que saca de la caja es El pendulo de focault de Umberto Eco, y este es el que lo hace sentir más inquieto, pues de los tres fue el único que no terminó de leer. Se lo recomendó Nicolas, un amigo de un amigo, y le juró que se lo tenía que leer sí o sí, porque Eco era brillante, pero tanto nombre, tanto italiano, tanto francés, tanta nota al pie, lo agotó.
Sea como sea, eran otros tiempos y se empeñaba en terminar cada libro que empezaba
Ahora es diferente. Ahora, libro que no lo agarre en las primeras 100 páginas, libro que abandona sin ningún remordimiento.
viernes, 1 de agosto de 2025
18 de marzo de 1873
Es una noche fría.
La puerta del estudio está cerrada y solo se escucha el golpeteo de las gotas contra la ventana y el crujir de la madera de una pequeña chimenea ubicada en una esquina.
Sentado en su escritorio, moja la pluma en el tintero. Tiene ganas de escribir algo, lo que sea. No le importa. Lleva días de sequía creativa y la rabia lo acompaña.
¿Acaso no soy escritor?, se pregunta.
Se rasca los pelos de su barba canosa y larga, que casi alcanza a rozar el papel, y le da un sorbo a una taza de kumis de leche de yegua. Le han dicho que sirve para mantener a raya la tuberculosis.
La bebida es ligeramente alcohólica, y eso influye en su producción artística. Hace unos días le escribió a su hija en una carta: “La pereza se apodera por completo de uno cuando toma kumis.” Se siente estancado.
Quiere abandonar el proyecto en el que ha trabajado durante meses: una novela histórica sobre Pedro el Grande. Siente que va para ningún lado. Sin saberlo, otra historia ha comenzado a germinar en su cabeza gracias a Anna Stepánova, una mujer alta y de ojos grises que trabajaba como ama de llaves para uno de sus vecinos.
Sabía que ella y su esposo discutían con frecuencia por los constantes coqueteos de este con las institutrices. Acabada por los celos, Stepánova le envió una carta en la que le decía: “Tú eres mi asesino; serás feliz con ella, si los asesinos pueden ser felices. Si quieres verme, puedes encontrar mi cuerpo en los rieles de Yasenki.” Stepánova cumplió su promesa. Al poco tiempo, se arrojó a las vías del tren.
Vuelve a poner la pluma en el tintero y se pone de pie. Suspira. Camina hasta la ventana y mira a través de ella. Solo distingue las luces de algunas casas vecinas. Luego va a su biblioteca y toma un libro de relatos de Aleksandr Pushkin.
No vuelve al escritorio, sino que se sienta en un sillón cerca de la chimenea y abre el libro. Algo de lo que lee despierta en él el deseo de escribir, pero ya está cansado. Se va a dormir.
Al día siguiente se levanta temprano y desayuna de afán.
—¿Qué te ocurre? —le pregunta Sofía, su esposa, al notarlo con ánimos renovados.
—Tengo que sentarme a escribir —responde.
Ya en su estudio, se despreocupa de pensar en una trama sobre la corte de Pedro el Grande en el año 1700. Aún bajo la influencia de Pushkin, se sienta en el escritorio, entrelaza los dedos hasta que crujen, toma la pluma y antes de comenzar a escribir piensa en Stepánova. Luego describe una fiesta de la alta sociedad donde una esposa frívola tiene una aventura sin que su buen marido lo sepa.
Cuando termina su jornada de escritura, le comenta a Sofía:
—He escrito una página y media, y me parece buena.
Antes de irse a dormir, pasa por su estudio para releer lo que escribió. Le basta con la primera frase:
Todas las familias felices se parecen, las desdichadas lo son cada una a su manera.
No tiene claro de dónde salió la frase. La lee y la relee, la puntúa de diferentes maneras.
La frase lo descoloca. No sabe si es buena o solo una tontería más, otra hoja que va a arrugar y botar a la papelera. Se la graba de memoria. Le sorprende que en tan pocas palabras haya espacio para tal cantidad de contrarios. Hace ruido. No puede ignorarla. Siente que es el inicio de un gran proyecto.
No celebra. No corre a contarle a Sofía que ha escrito una de las mejores frases de su vida.
Guarda la hoja en una carpeta, la mete dentro de un cajón del escritorio y sale del estudio.
La puerta del estudio está cerrada y solo se escucha el golpeteo de las gotas contra la ventana y el crujir de la madera de una pequeña chimenea ubicada en una esquina.
Sentado en su escritorio, moja la pluma en el tintero. Tiene ganas de escribir algo, lo que sea. No le importa. Lleva días de sequía creativa y la rabia lo acompaña.
¿Acaso no soy escritor?, se pregunta.
Se rasca los pelos de su barba canosa y larga, que casi alcanza a rozar el papel, y le da un sorbo a una taza de kumis de leche de yegua. Le han dicho que sirve para mantener a raya la tuberculosis.
La bebida es ligeramente alcohólica, y eso influye en su producción artística. Hace unos días le escribió a su hija en una carta: “La pereza se apodera por completo de uno cuando toma kumis.” Se siente estancado.
Quiere abandonar el proyecto en el que ha trabajado durante meses: una novela histórica sobre Pedro el Grande. Siente que va para ningún lado. Sin saberlo, otra historia ha comenzado a germinar en su cabeza gracias a Anna Stepánova, una mujer alta y de ojos grises que trabajaba como ama de llaves para uno de sus vecinos.
Sabía que ella y su esposo discutían con frecuencia por los constantes coqueteos de este con las institutrices. Acabada por los celos, Stepánova le envió una carta en la que le decía: “Tú eres mi asesino; serás feliz con ella, si los asesinos pueden ser felices. Si quieres verme, puedes encontrar mi cuerpo en los rieles de Yasenki.” Stepánova cumplió su promesa. Al poco tiempo, se arrojó a las vías del tren.
Vuelve a poner la pluma en el tintero y se pone de pie. Suspira. Camina hasta la ventana y mira a través de ella. Solo distingue las luces de algunas casas vecinas. Luego va a su biblioteca y toma un libro de relatos de Aleksandr Pushkin.
No vuelve al escritorio, sino que se sienta en un sillón cerca de la chimenea y abre el libro. Algo de lo que lee despierta en él el deseo de escribir, pero ya está cansado. Se va a dormir.
Al día siguiente se levanta temprano y desayuna de afán.
—¿Qué te ocurre? —le pregunta Sofía, su esposa, al notarlo con ánimos renovados.
—Tengo que sentarme a escribir —responde.
Ya en su estudio, se despreocupa de pensar en una trama sobre la corte de Pedro el Grande en el año 1700. Aún bajo la influencia de Pushkin, se sienta en el escritorio, entrelaza los dedos hasta que crujen, toma la pluma y antes de comenzar a escribir piensa en Stepánova. Luego describe una fiesta de la alta sociedad donde una esposa frívola tiene una aventura sin que su buen marido lo sepa.
Cuando termina su jornada de escritura, le comenta a Sofía:
—He escrito una página y media, y me parece buena.
Antes de irse a dormir, pasa por su estudio para releer lo que escribió. Le basta con la primera frase:
Todas las familias felices se parecen, las desdichadas lo son cada una a su manera.
No tiene claro de dónde salió la frase. La lee y la relee, la puntúa de diferentes maneras.
La frase lo descoloca. No sabe si es buena o solo una tontería más, otra hoja que va a arrugar y botar a la papelera. Se la graba de memoria. Le sorprende que en tan pocas palabras haya espacio para tal cantidad de contrarios. Hace ruido. No puede ignorarla. Siente que es el inicio de un gran proyecto.
No celebra. No corre a contarle a Sofía que ha escrito una de las mejores frases de su vida.
Guarda la hoja en una carpeta, la mete dentro de un cajón del escritorio y sale del estudio.
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