martes, 26 de diciembre de 2023

Guardar el puestico

24 de diciembre por la mañana.

Mi hermano me pregunta si quiero acompañarlo a un centro comercial para hacer una compra de último minuto.

Lo dudo porque me desperté a las 2.00 a.m, caí en el abismo de hojear el celular y no dormí mucho, así que preferiría quedarme haciendo pereza. “No sé”, respondo. Me dice que si me decido acompañarlo, sale en quince minutos.

Acomodo las almohadas, cierro los ojos, pero el sueño se esfumó por completo, así que me levanto y me meto a la ducha.

Más tarde paseamos por el centro comercial y mi hermano no consigue nada de lo que está buscando. “Vámonos”, dice, pero antes de salir debemos comprar unas cosas, para la cena de navidad, en el supermercado.

Si el centro comercial está lleno, el supermercado es un territorio de guerra. Vamos por unos pan baguette a la panadería y no encontramos ni medio, pero el panadero mete los dos que necesitamos al horno. Mi hermano me dice que lo mejor es que me adelante y vaya a pagar el esto de cosas a las cajas que quedan a la salida del lugar.

Las cajas están a reventar y las colas para pagar están larguísimas, me hago en una que tiene un aviso que dice: “Máximo 10 productos”, la caja rápida que llaman, pero la verdad está lenta. Miro a la cajera y atiende como con desgano y con cada cliente se demora bastante. No la culpo, debe estar cansada como un berraco.

Cuando comienzo a hacer fila solo hay 4 personas delante de mí, pero luego de un par de mintos la cola detrás mío crece con furia navideña.

Como siempre ocurre cuando hago fila en un supermercado, parece que en mi frente aparece un letrero que dice “Pase por aquí”, pues varias personas quieren cruzar la fila justo por el lugar en el que estoy ubicado.

La mujer que tengo delante, que lleva puesto un saco navideño con mucho verde y rojo, se voltea y me pregunta: “¿Será que me puede guardar el puestico?”. “Claro”, le repondo. Me agredan ese tipo de códigos sociales tácitos, y me acuerdo de ese otro que ocurre en un bus y que consiste en pasar las vueltas del pasaje de una persona de mano en mano,

Mientras guardo el puestico, me distraigo con el títulos de uno de los libros que ofrecen en la caja como: Enseñale a tu ansiedad quién manda. Pienso que debe ser porno motivacional, pues creo que si se trata de mandar, la ansiedad nos da dos vueltas, pero ¿qué sé yo?.

Otro título es El milagro metabólico, pero ese no me dice nada. De pronto me parece aburridor porque lo asocio con dietas. En fin, mientras echo globos con los títulos de los libros, un hombre que está atrás le habla a una bebé: “Mi amor, ¿quieres tetero?”. El único gesto que hace la niña es estirar los brazos, el hombre lo toma como un sí y con unos movimientos rápidos y precisos, saca un biberón y prepara el tetero como de la nada.

La fila sigue sin avanzar y ahora pienso que el gentío y un turno que parece no terminar, le pueden causar ansiedad a la cajera.

A la mujer, pienso, le debe saber a mierda tener que trabajar un 24 de diciembre, con una balaca ridícula con dos papás noel que tiemblan cada vez que se mueve.

viernes, 22 de diciembre de 2023

La abuelita

Nunca fui muy cercano a mis abuelas. La paterna vivía muy lejos y la visitábamos con muy poca frecuencia, y mi relación con la materna, Inés, no pasaba del pico en la mejilla para el saludo y la despedida.

Recuerdo a la abuelita, porque leo una novela en la que una abuela es un personaje importante, y el narrador la llama así: abuelita.

Cuando era pequeño, mi abuelita vivía en una casa de dos pisos inmensa que parecía tener cientos de cuartos. Ella ocupaba el segundo piso con dos de mis tías, y el primero lo arrendaba a una familia o familias que siempre me causaron curiosidad, pero nunca supe quiénes eran. Me resultaba extraño que dos familias que no tenían nada que ver, vivieran en un mismo lugar.

De esa casa recuerdo que el piso de la sala y el comedor era de madera y a mí me gustaba deslizarme por él cuando lo encerraban, hasta que mi madre o alguna de mis tías me regañaba para que dejara de hacerlo. Al fondo había un radio viejo y gigante, que nunca funcionó o que nunca prendían.

Años más tarde a la abuelita, una mujer menuda y arrugada como una pasa, que caminaba como dando pasitos de pingüino, le comenzó a fallar la visión. A pesar de que la mejor opción para su edad eran unas gafas, por pura vanidad se negó a utilizarlas y se obligó a utilizar lentes de contacto.

También recuerdo el ritual que tenía para ponerselos: extendía un pañuelo blanco sobre la cama y con una parsimonia que parecía tomar 100 años, se arrodillaba para ponerselos. Aunque siempre procuraba hacerlo con cuidado, muchas veces algún lente se perdía y mi madre y mis tías terminaban todas en cuatro patas buscándolo. Hoy supe que una vez sintió una molestía cuando se puso uno, y la solución que encontró fue limarlo.

A la abuelita también le diagnosticaron diabetes y mis tías cuidaban mucho su alimentación. A veces se metía a la cocina y salía con un aire distraído con las manos debajo de sus sobacos. “Mamá, ¿qué lleva ahí?”, le preguntaban mis tías. “Nada”, respondía ella. A veces la dejaban en paz, pero si repetía esa conducta mucho la requisaban, porque lo más probable era que debajo de un brazo llevara un pan y del otro un bocadillo.

Los últimos años de su vida fueron tristes, porque una trombosis la dejo en coma y tendida en una cama por 4 años. Me aterra pensar que sentía, si es que sentía algo en esa época. Porque aunque no tenía como comunicarse, sus ojos, negros y profundos, seguían a las personas por la habitación.

“Escuché los pasos de la abuelita, nerviosa y esperanzada como
un ratoncillo, husmeando el prohibido mundo de la cocina”
- Nada - 

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Exponer las vísceras

Desde hace un tiempo no me siento del todo a gusto con lo que escribo aquí, aunque eso no se debe a su calidad, es decir, no me importa que sean textos pésimos, malos o excelentes. Como dice Rosa Montero, independiente de su calidad, la escritura es un esqueleto exógeno que nos mantiene en pie.

A lo que voy es que a veces siento que mucho de lo que cuento es superficial, es decir, muy pandito o a medias tintas, y se me ocurre pensar que quizás escribir debería ser todo lo contrario, un acto visceral, si es que el término aplica, en el que se deja todo en la página y cuyo fin último debe ser vomitar palabras sin importar lo crudas o retorcidas que sean.

Puede que eso tenga que ver con lo que hablan muchos escritores acerca de que escribir tiene tiene que ver más con el subconsciente, con esos deseos profundos y retorcidos que todos llevamos por dentro.

Me pregunto si será falta de vivir más, de ir tan a lo seguro en la vida, en vez de tropezar en o con ella casi de forma deliberada, para contar con más material narrativo, o de abrazar la oscuridad que se lleva, que no es poca, y narrarla con desparpajo.

El punto es que hay que tener cuidado con la aguas mansas de la vida, con esa supuesta apariencia de tranquilidad que a veces nos envuelve, pues bien decía Sylvia Plath: “Me preocupa que la felicidad me vuelva perezosa (para la escritura)” y también lo sentenciaron los Beatles: Hapiness is a warm gun.

Según Mario Mendoza a veces se vive poco y se especula más de lo necesario, y un escritor sin vivencias puede ser peligroso no solo para él, sino también para los demás.

La clave, creo, de la escritura, está en no dejar de practicarla pues, como dicen por ahí, es como un músculo que se debe ejercitar de forma constante. De pronto, con algo de suerte, en medio de ese ejercicio, aparecen esas palabras con visos de verdad, que estaban tan enquistadas allá, en ese lugar donde el cuerpo las guarda, y todo cobra sentido.

Escribir, entonces, como muchas cosas en la vida, no es más que un ejercicio de prueba y error, más lo segundo que lo primero, pues como ya lo he dicho, somos más nudo que desenlace.

martes, 19 de diciembre de 2023

De los peligros de ir a leer a un café y otros temas

Abro los ojos antes de que suene la alarma. Esta vez no me molesto porque no es de madrugada y, al parecer, descansé lo suficiente. ¿Qué hace uno si se despierta así de repente? No sé que harán la mayoría de personas, pero cada vez que a mí me ocurre. me pongo a mirar pal techo. A los pocos minutos de observar esa especie de nada, la alarma suena, la cancelo y luego pierdo unos minutos haciendo scroll down en ese aparato.

Más tarde pido un taxi y cuando me subo al vehículo el cinturón de seguridad no funciona. Antes no me preocupaba en ponermelo, hasta que escuché la noticia de una mujer que tomó un taxi en la madrugada, el carro se accidentó y salió disparada atravesando el vidrio panorámico. Como es de mañana, considero que el conductor no va a andar muy rápido, así que dejo de pelear con el cinturón. Espero que el taxista diga algo como: no está funcionando o alguna frase por el estilo, pero se queda callado. Al final, concluyo que lo mejor es eso, pues puedo dedicarme al fino arte de echar globos mientras miro por la ventana.

Apenas me bajo del taxi, veo a un hombre que camina deprisa con una carreta en la que lleva aguacates, lo esquivo y luego con un pasito tun tun evito pisar una alcantarilla que tiene toda la pinta de estar floja. No he oído ninguna noticia sobre alguien que haya pisado una alcantarilla y se haya ido por el hueco, pero prefiero no ser el protagonista de esa noticia, así que por eso prefiero no pisarla.

Después de no morir por no haberme puesto el cinturón de seguridad o haber caído en el hueco de una alcantarilla, llegó a un café y luego de comprar un capuchino y algo para acompañarlo, me ubico en la terraza del lugar que está desocupada y me engancho con la lectura.

Todo va bien, hasta que llegan dos hombres a hablar de negocios cada uno con un café y un único Croissant, que parece pertenecer al que lidera la conversación y gastó las bebidas. El otro, un hombre joven, parece recién salido de la universidad, puede que tenga mucha hambre, pero consideró abusivo pedir también algo de comer. Ahí están y hablan de proyectos, de fulanito, el financiero, y menganita, la de marketing, y de aquel y aquella. La verdad me gustaría que se callaran, pero como el espacio no me pertenece no hay nada que hacer. La gente, creo, no debería sentir la necesidad de decir tantas cosas en un periodo corto de tiempo, en fin.

Los dos hombres terminan de conversar y abandonan el lugar, pero al instante llegan un hombre y una mujer. La última lleva un gesto de rabia o fastidio, puede que la causa sea su acompañante, la vida, el lugar, es difícil saberlo con tan poca información. Puede ser que hoy, al ponerse de pie, se pegó en el dedo chiquito del pie izquierdo, y ese incidente de mierda oscureció su ánimo por el resto del día. La pareja se sienta en una mesa, se acomodan en las sillas, se ponen de pie, buscan otro lugar donde sentarse, hasta que dejan la terraza y se deciden por una mesa dentro del local. Parece que les cuesta encontrar su lugar en el mundo, ¿a quién no?. Durante ese tiempo de indecisión, la mujer no deja de hacer cara de todo me sabe a mierda.

Ahora en la terraza aparece otra pareja mayor y ambos se sientan con una determinación impresionante. A diferencia de la otra pareja, imagino que ya están más acostumbrados a la vida, a sus rutinas, a aguantarse sin necesidad de hacer gestos. Apenas se sientan cada uno se sumerge en la pantalla de su celular y no cruzan palabra.

Le doy un último sorbo a mi bebida y abandonó el lugar. A pocas cuadras pasó por un restaurante asiático en el que celebran algo con un grupo vallenato que canta La plata de Diomedes Díaz.

lunes, 18 de diciembre de 2023

Hollywood absurdo

Sábado.

Despierto y me siento lento, desubicado: Estoy apestado.

Mi condición me lleva a ver pasar la vida en cámara lenta, a sobreanalizar las cosas, sin importar lo insignificante que sean.

Me acompaña un desgano que potencia esa sensación al tiempo que mis ganas de hacer nada. Saco fuerzas de algún lugar remoto para ir a la sala de estar, tumbarme en el sofá, tomar el control remoto y prender el televisor.

La escena que me recibe es de una catástrofe. un edificio se derrumba, al parecer a causa de un terremoto o una explosión. Sea cual sea la razón, pedazos de techo caen por todos lados y van aplastando a personas que gritan desesperadas y corren para salvar sus vidas.

La cámara enfoca a una mujer que se arrastra por el piso. Una de sus piernas está totalmente ensangrentada. Es su final, pienso, no le queda otra opción que esperar a la muerte, mientras repta por el piso, a menos que un bloque de cemento no prolongue su agonía y le aplaste la cabeza. De repente otra mujer llega corriendo, se arrrodilla a su lado y le dice: Fulanita, tenemos que subir a la azotea, un helicóptero viene por nosotras.

Que situación tan absurda. La mujer que está en el piso escasamente se puede mover y la otra quiere que se ponga de pie y suba a la azotea de lo que parece ser un rascacielos, de por lo menos 50 pisos.

Calmado, solo es una película, dirán ustedes, pero, ya les dije, mi estado virulento es el que me lleva a sobreanalizar la escena.

Al final, como en la vida, me aburro de no entender bien lo que pasa y cambio de canal.

viernes, 15 de diciembre de 2023

Media pal bobo

Antes de visitar una librería entro a un Juan Valdez a tomar algo. Compro un capuchino, una porción de torta y cuando voy a dejar la barra, me aseguro de tener bien agarrado mi pedido.

El lugar está repleto, pero logró ocupar la última mesa que está libre. Al frente, a un par de mesas, una mujer de pelo negro largo, gafas de marco grueso y una nariz respingada de campeonato, teclea en su portatil con furia. Me parece bellísima, pero dejo de mirarla para no pasar por freaky, y porque debo descargar mis cosas sobre la mesa.

Pongo el vaso y la mochila, pero no sé qué movimiento hago y el primero comienza a temblar. Todavía tengo el plato de la torta en una mano y cuando lo voy a dejar sobre la mesa, veo cómo el vaso se ladea por completo y comienza a caer.

Todo pasa en cuestión de segundos, pero yo lo veo en cámara lenta. La tapita va a proteger la bebida y solo se va a regar un poco, pienso, pero Murphy hace presencia y cuando el vaso toca el piso, la tapa vuela por los aires y se riega sobre el piso hasta la última gota de capuchino. Todo ese espectáculo decadente seguro evita que la mujer atractiva que les mencioné, se convierta en la madre de mis hijos.

Levantó la cara como si nada y me dirijo de nuevo a la barra para contarles el desastre que acabo de hacer. Muero por probar una gota de café, así que vuelvo a hacer la fila para comprar otro, y cuando es mi turno, la cajera me mira extrañada. Solo atino a decir: “boté todo mi café”. Cuando estoy listo para ordenar otro, la barista que me había preparado el anterior se acerca a nosotros y dice: “tranquilo, no tienes que pagar nada, ya te estoy preparando de nuevo tu bebida”.

Como decía un amigo de la familia: Media pal bobo.

jueves, 14 de diciembre de 2023

El artista

Varios de mis recuerdos están atrapados en una bruma mental y cada me cuesta más recuperarlos, pero por alguna razón, aquellos relacionados con la pintura siguen frescos.

Todo comenzó cuando era pequeño. Para mi cumpleaños número 4 mi madre me regaló una libreta de hojas blancas y un set de crayolas. Desde ese momento los colores me hipnotizaron, especialmente el naranja y el púrpura.

Comencé a dibujar cualquier cosa que imaginara o que tuviera enfrente de mis narices: pájaros, perros, a mi madre cocinando, lo que fuera. Recuerdo que trataba de comunicarme mentalmente con los animales que retrataba, diciéndoles que no se movieran; obviamente fracasaba. A veces le decía a mamá que se quedara congelada, mientras fregaba el piso, y ella respondía que mejor me fuera a jugar afuera. Así, frustrado de no poder dibujar personas y animales en movimiento, comencé a dibujar objetos.

En la adolescencia descubrí el carboncillo, y lo disfruté hasta que conocí los óleos y lienzos. En ese entonces la felicidad consistía en mirar uno en blanco, mientras deslizaba los dedos por su superficie, hasta que se me ocurría qué pintar.

Muchas personas se preguntaban cómo alguien podía permanecer tantas horas encerrado en cuarto, sin más compañía que sus óleos y lienzos. Yo respondía que pintar era como hablar con Dios, pero se burlaban y me tildaban de loco.

Yo no les ponía atención, porque lo que hacía me parecía algo normal o, mejor, que me hacía sentir a gusto conmigo mismo y con la vida, pero era claro que mi familia estaba preocupada por mi salud mental.

Yo solo pintaba y pintaba, no había más vida que esa en ese entonces. Me parecía extraño que las personas se complicaran tanto con la vida, y que nunca se sintieran satisfechas con nada. Parecía como si la vida les debiera algo y que no pudieran reírse de los reveses que habían recibido por parte de ella.

Trataba de reflejar eso en mis pinturas, pero nadie me entendía, para ello solo eran los trazos de un loco. Después de unos años me aislé por completo y opté por no hablar más. Así llegué al manicomio.

Lo bueno era que siempre tenía un lienzo para pintar. los enfermeros del lugar siempre pensaron que pintaba bajo el efecto de las pastillas que me daban, pero siempre las escondí debajo de la lengua y nunca las tragué. En estos días, cuando estoy a punto de cumplir 90 años, creo que los locos son ellos. También he pensado sobre si en verdad Dios existe o no. De ser real, debe estar riéndose como loco de eso que nos dio y que nosotros llamamos vida.

miércoles, 13 de diciembre de 2023

En la mañana

Ahí estás, parado en medio de la cocina sin saber bien qué haces ahí. Afuera la mañana aún es noche y la cubre el silencio. Sientes como si hubieras aparecido de un momento a otro en ese lugar, como si alguien, un ser supremo digamos, te hubiera puesto ahí, pero no sabes bien qué papel es el que debes interpretar.

El suave silbido de la cafetera italiana te avisa que el café está listo. Miras hacia abajo y ves que todavía llevas la piyama puesta . Ya entiendes un poco, solo un poco, tu papel: hace unos minutos te pusiste de pie, después de una noche de poco sueño, y te alistas para ir al trabajo. ¿Cuál? No lo tienes claro, pero esperas que el curso de los eventos te vaya dando las pistas necesarias para encajar en el mundo, y así poder pasar desapercibido.

Das unos pasos hasta el mueble de la cocina sacas tu pocillo preferido, el azul con la oreja desgastada y sirves el café en él. Cuando te sientas, aspiras el vaho de la bebida y el primer sorbo hace que una calidez reconfortante te envuelva. Sientes que los objetos que antes te parecían bultos y sombras, ahora se hacen claros y tangibles. La cafeína te ancla en la solidez de tu entorno.

En ese momento decides encender el radio de cocina. Para tu asombro, la canción que suena es Brain Damage de Pink Floyd, preciso en esa parte que dice: “Hay alguien en mi cabeza, pero no soy yo”. Las palabras resuenan en tu interior y amplifican tu sensación de malestar.

¿Qué mierdas pasa?, te preguntas , al tiempo que intentas comprender esas extrañas señales, si es que existen. Apagas el radio porque no quieres que esas ese puñado de coincidencias arrasen con la poca sensación de normalidad que habías logrado ganar.

De todas formas no sabes si esa supuesta sensación de solidez que se te reveló hace poco es un presagio positivo o si es mejor seguir desconfiando de la realidad, pues siempre has pensando que mantener una dosis de desconfianza hacia ella es una forma prudente de llevar la vida.

“¡Agua!” exclamas en voz alta. Crees que un duchazo con agua fría va a restablecer tu sensación de adulto funcional y se va a llevar por el sifón los restos de incertidumbre.

Dejas el pocillo en el lavaplatos y te diriges a la ducha tarareando una estrofa de la canción que acabas de escuchar.

The lunatic is in my head
The lunatic is in my head
You raise the blade, you make the change.

martes, 12 de diciembre de 2023

Una voz en la cabeza

Ese miércoles Carlos miraba distraído por la ventana. “La ciudad está triste”, pensó. Era una fría mañana de Abril y el cielo con estaba abarrotado de nubes negras, que parecían a punto de explotar. Una lluvia ligera pero constante cubría a la ciudad, y la ventana estaba cubierta de miles de gotas. Le presto atención a una. Le asombraba ver cómo se deslizaba por la ventana como escogiendo su propio camino.

En cierto punto, la gota se detuvo un instante, como pensando si debía torcer hacia la derecha o izquierda, hasta que la gravedad decidió su camino y siguió escurriendo por el vidrio.

La reunión se llevaba a cabo en una sala pequeña. 12 personas estaban empacadas en ella hombro contra hombro. La mayoría parecían perdidas en sus propios pensamientos o dilemas internos, y solo dejaban ese estado distraído si oían mencionar su nombre. Cuando eso ocurría, la persona se acomodaba en la silla, miraba a los otros de forma seria, y para ganar algo de tiempo y pensar qué decir, le daba un sorbo a un vaso de agua o miraba sus notas que, probablemente, estaban llenas de garabatos en los bordes.

Cuando Violeta comenzó a hablar, Carlos perdió todo interés en la gota de agua, no solo por escuchar su voz, sino porque ya no sabía si le seguía el rastro a la gota que había seleccionado desde un principio. Volteó su cuerpo hacia ella para apreciarla mejor. Le gustaba su voz, su larga y negra cabellera, sus facciones angulosas, pero delicadas, los hoyuelos que se le formaban cuando sonreía y el pequeño lunar de su mentón, que parecía el punto final de una frase. Para él su voz era música, como una de esas melodías que no te puedes sacar de la cabeza.

“Gracias por contarnos sobre el estado del proyecto señorita Vásquez” dijo Claude cuando Violeta terminó de hablar.

Apenas oyó su voz, el estado de ánimo de Carlos se oscureció como el cielo de esa mañana. Odia a ese idiota porque le ganó el concurso para la posición de Gerente de mercadeo, cuando todos sabían que tenía menos experiencia que él. Los rumores dicen que Claude es un pariente lejano del dueño de la empresa, un millonario francés que nunca ha visitado las oficinas de Bogotá.

“Maldito idiota”, pensó Carlos y una vena en la frente se le brotó. Para calmar su ira, intentó concentrarse de nuevo en las gotas que se deslizaban por la ventana. Al ver que no surtían ningún efecto bebió un sorbo largo de agua y tomo una, dos, tres veces aire, para luego expulsarlolentamente, tal como su terapeuta le había recomendado. 

Tienes que hacerte cargo de ese imbécil, le dijo una voz en su cabeza.

lunes, 11 de diciembre de 2023

Te despiertas

Despiertas después de un sueño pesado, sin saber si en realidad dormiste o si solo cerraste los ojos por un par de segundos. Parece que unos ladridos fueron los que te sacaron de ese estado indescifrable en el que te encontrabas. Es posible que el perro sea un producto de tu imaginación, porque ahora lo único que escuchas son los motores de los carros que pasan por la avenida.

Ahí, mientras miras hacia el techo, sientes que soñaste algo importante, aunque por más que intentas recordar qué, lo único que obtienes son imágenes fragmentadas; una mezcla de sombras y escenas inconclusas.

Te parece que de cierta forma esos fragmentos de sueño han alterado tu percepción de la realidad, y ahora la sientes grumosa.

Te levantas de la cama para quitarte esa sensación y abres las cortinas. Observas los carros en la avenida y crees que van a una velocidad mayor de la permitida. Luego piensas en las personas que van en esos carros, individuos con un día lleno de obligaciones, desesperados por llegar a su destino. Parece que no pueden dedicar ni un minuto del día a contemplar el cielo y entregarse al caprichoso juego de darle forma a las nubes. Sientes una extraña mezcla de envidia y pena por ellos y su frenética existencia.

Ahora te cautiva la idea de haberte despertado siendo otra persona, como si misteriosamente te hubieras transportado a un mundo paralelo. Piensas en un escenario en el que mantienes tus rasgos físicos, pero eres otra persona. Esto te hace pensar en lo insignificante que eres y te comparas con un grano de arena, una partícula a la deriva en la vasta extensión del universo.

Hace un momento, cuando miraste por la ventana, caíste en cuenta de que la realidad permanecía fija: el árbol que tanto te gusta sigue ahí en el separador, y el edificio de enfrente aún tiene la grieta que atraviesa su fachada.

A pesar de la consistencia del mundo, sabes que las apariencias son engañosas, y que su solidez  no garantiza su fiabilidad. Entiendes la importancia de enredarte con la realidad, pero también reconoces que permanecer todo el tiempo en ella no es saludable.

Vas al baño para echarte un poco de agua en la cara y aliviar tu sensación de extrañeza. Como muchos, crees que el agua tiene efectos calmantes. Por eso hay quienes recomiendan visitar el mar o llorar para encontrar alivio. También piensas que por eso hay personas que de forma instintiva ofrecen un vaso de agua a alguien que está mareado, asustado o se está atorando.

“El agua como remedio universal, que da una noción de curación y renovación”, piensas, y recuerdas la línea de un poema: “Quiero ser como el agua, quiero deslizarme entre los dedos, pero sostener un barco”.

miércoles, 6 de diciembre de 2023

El ritual de la torta de zanahoria

El taller de crónica era los sábados a las 8 en el centro cultural Gabriel García Márquez.

Procuraba llegar una hora antes a comprarme un café, una torta de zanahoria y leer hasta la hora de la clase. Siempre hago eso cuando me inscribo a un curso de escritura: inspecciono que café queda cerca, para llegar antes al lugar y leer. Intento sintonizar esos días en solo lectura y escritura.

El taller de crónica me quedaba lejos de casa y por eso a veces no lograba cumplir con mi ritual de lectura pre-clase. Cuando eso pasaba igual compraba el café y la porción de torta y lo entraba al salón. Nada mejor que tomar un cafecito, mientras a uno le hablan de autores, lectura y escritura. Y era aún mejor cuando a Celia, una española, la ponían a leer un texto; su acento era hipnótico.

A veces las porciones de torta traían muchas uvas pasas y yo las hacía a un lado.

Un día el profesor me preguntó que si no me gustaban y si se las podía comer. Le dije que no las aborrecía, pero que tampoco me mataban, y que les diera con confianza.

Desde ese día se estableció un ritual de clase. Yo apartaba las uvas pasas y el escritor tallerista se llevaba el platico al frente y se las echaba a la boca mientras nos hablaba de los misterios para escribir una buena crónica.

martes, 5 de diciembre de 2023

Calor-Frío

Me despierto de un momento a otro. Siento que abro los ojos, como si alguien hubiera apagado el interruptor de mi sueño. No hay rastros de él. Imagino que debe faltar poco para que suene la alarma, así que decido mirar la hora en el celular.

3.40 a.m

¿Pero que mierdas?

Sé que lo mejor sería dar media vuelta arroparme, cerrar los ojos y esperar a que llegue el sueño. Eso hago, pero ya no tengo, el condenado se esfumó. Lo que sí tengo es un calor de los cojones que, posiblemente, es la causa por la que estoy despierto.

Hago a un lado las colcha y me tapo solo con el cubrelecho que es muy delgado, como de mentiras.

Al rato siento una corriente de frío y estornudo. ¿Será más bien esa la causa por la que estoy despierto, un chiflón que se pasea por mi cuarto a sus anchas y largas?

Vuelvo a estornudar. Vida perra, ahora me resfrié o qué?

Voy al baño a sonarme y vuelvo a sentir calor.

De vuelta en la cama pienso que la vida a veces es así, ¿cómo? Ir de un extremo a otro como si nada: calor-frío, sueño-vigilia, alegría-tristeza, vida-muerte.

Siempre estamos a un paso del abismo.

lunes, 4 de diciembre de 2023

El orden

Me gusta pensar que en medio del caos siempre hay algo bueno, rescatable. Llego a esta conclusión después de mirar mi escritorio. Hay varios objetos sobre él: Mi libreta de dibujo, un caucho con el que amarré un paquete de galletas que pensaba comerme mañana, pero me dio por probar una, la volqueta se fue al río y ya no queda ninguna, solo su empaque con moronas en el fondo. También veo una fórmula médica, un separador de libros con publicidad de Yolo Aventuras, un libro para niños, unos documentos bancarios y las instrucciones de una lampara de Ikea que me regaló mi hermana. No sé para qué sirven estas últimas, si lo único que hay que hacer es conectarla y encenderla o apagarla.


Encima de la base de la pantalla está un tarro de tinta china, un tajalapiz, unos stickers para tapar los tornillos del escritorio que quedan expuestos, mi borrador eléctrico y otros dos de nata. Al costado derecho de la pantalla veo dos portavasos de cartón, uno de un restaurante asiático y otro de un viaje que hice a Alemania hace ya varios años. Este dice Unterjärig trinkt man obergärig, signifique lo que eso signifique, para promocionar la cerveza Eichbaum. Solo tengo claro que el verbo Trinken está conjugado en tercera persona.


Encima del portátil está mi kindle, porque me la paso cargando su batería y a su lado está un bloque de papel pequeño y cuadrado para anotar cosas. No sé de dónde salió, porque siempre que lo busco nunca lo encuentro, es un objeto que aparece y desaparece a su antojo.

Hay algunos objetos rebeldes como un chapstick con sabor a nada, una pila vieja, mi esfero de gel negro con el que siempre anoto cosas y dos rapidógrafos 0.1 y 0.5.


Ahí está mi pequeño desorden controlado, y en el que siempre encuentro lo que busco a excepción de los papeles cuadrados para anotar cosas.


En una de sus entrevistas, Rosa Montero concluye lo siguiente: En realidad todas las cosas nuevas que han enriquecido a la humanidad han nacido del desorden, y 
Clarice Lispector dice en uno de sus libros  que no comprende una ciudad en la que no haya cierta confusión.


Parece que lo mejor es no huir del caos y mirar de qué forma abrazarlo. Al orden, en cambio, debemos mirarlo con precaución, porque seguro algo esconde debajo de su apariencia perfecta. Pasa así con personas y lugares, ya les digo.

viernes, 1 de diciembre de 2023

El vacío

Entro a una librería con plata en el bolsillo y sin ningún tipo de supervisión. Las condiciones están dadas para comprar un libro. En ese momento no importa nada: ni cuántos estoy leyendo, ni lo que no he destapado, nada. Escojo un pasillo al azar y camino desprevenido por él mientras hojeo libros.

Cuando se entra a una librería siempre se siente como un vacío, uno que solo se llena comprando libros. En medio de mi caminata, me encuentro con El vacío en el que flotas, la última novela de Jorge Franco.

Me parece un título evocativo, ¿acaso no? como que remueve algo por dentro. No he vuelto a caer en su obra desde que leí El mundo de afuera y , vuelvo y repito, el título me parece un gran acierto. No sé cuál deba ser el método preciso para escoger una novela, pero yo a veces lo hago porque su título si me atrapa, incluso hay veces los juzgo por la portada, y si me agrada a nivel estético, me lo llevo, en fin.

Ahí, con el libro en mis manos, aplicó una técnica que una vez me contó un escritor en un curso de escritura creativa: “Hay editores que para seleccionar obras leen las primeras líneas de la novela, y luego, al azar, escogen unas de la mitad y otras hacia el final". No sé si me estaba metiendo cuento o qué, pero me parece un método razonable, para medir si la obra tiene feeling con uno o no.

En este caso lo hago a medias y solo leo las primeras líneas: El teléfono de disco, pegado a la pared, se sacudió como si la llamada fuera de vida o muerte. Ya no hay vuelta atrás, necesito saber quién está llamando. Decido llevar esa novela, así que dejo de hojear libros y me acerco a la caja para pagarla.

Antes de mí está una mujer con un tomo grueso y protesta porque no viene envuelto en el plástico transparente. La cajera le dice: “Tranquila, yo se lo envuelvo en ese plástico”, pero a la mujer le da un arrebato y sale apresurada de la librería.