Escribí esto hace un par de días y lo dejé quieto a ver si se me ocurría algo más o las palabras se reacomodaban por sí solas. Me gusta pensar eso, que cuando uno vuelve a un texto después de un par de días, semanas, meses, incluso años, estos ya han encontrado por sí solos la forma de destrabarse.
12.38 a.m. Termino un capítulo de la novela que leo. Es una de esas lecturas que me hacen sentir liviano. Apenas pongo el separador en la página 168 o la 169, depende si se le mira como el final de un capítulo o el inicio del siguiente; siento un hueco de hambre en el estómago.
No debería tener esa sensación porque me comí un huevito con arroz y un paquete de maduritos de D1 —los mejores— a las 7 de la noche, pero 5 horas, imagino, son suficientes para generar sensación de hambre.
Evalúo si ir a la cocina a ver qué encuentro para picar, pero hace frío y me gana la pereza. Además, hace poco escuché ruidos de casa en la madrugada y como no quiero encontrarme con un ánima que deambula sin rumbo alguno, desisto de la idea.
Recuerdo que tengo un paquete de M&M amarillos—los mejores—, en mi escritorio y decido que voy a engañar al estómago con una de esas pepitas de chocolate.
Por un instante pienso que no debería comerlas porque ya me lavé los dientes, pero no importa, a veces es bueno no hacerse caso.
Cuando encuentro el paquete concluyo que dos es el número adecuado y me las trago casi sin masticarlas.
Los dulces no le hacen ni cosquillas al hambre que siento. Apago la lámpara, cierro los ojos y, parece, me quedo dormido al poco tiempo.