Sueño. Pocas veces lo hago o más bien
pocas son las veces que recuerdo qué soñé.
En el sueño el día está a punto de convertirse en noche. Estoy con alguien y queremos tomar un taxi,
miro la placa de una casa, la dirección es: “Carrera 1 Este: cierre.” Meto la mano al bolsillo para sacar el
celular y en ese momento suena la alarma del despertador.
Casi siempre eso es lo que recuerdo de
mis sueños, pequeños fragmentos o escenas inconclusas que siempre quedan en
suspenso. ¿Con quién estaba? ¿Qué hacía en ese lugar? ¿Existe esa dirección? Mientras me hago estas
y otras preguntas oprimo, de manera torpe, un botón del radio-despertador para
que la chicharra deje de soñar sonar.
Lo que más me impacto de ese fragmento
de sueño, que bien podría ser el inicio, nudo o desenlace de un cuento, fue la
palabra cierre que acompañaba la dirección en la placa. Inmediatamente trajo a mí cabeza el término:
Cul-de-sac; esa expresión de origen francés que de forma literal traduce Culo
de botella, y que una de sus traducciones al español podría ser callejón sin
salida o, de forma aún más escueta, vía cerrada.
Fonéticamente, Cul-de-sac, me parece
una palabra hermosa. Creo que se podrían escribir libros, sagas o tratados
enteros a partir de esa expresión. Si
algún día me llego a encontrar una novela con ese título, la compraré a la
ciega. Pero más allá de eso, lo realmente increíble son las miles de metáforas
que encierra.
La más obvia salta a la vista y es lo que hacemos al ingresar a un laberinto. ¿Qué hacer ante un callejón sin salida?
Dar reversa y buscar otro camino. Si es
algo tan obvio, no sé por qué no lo aplicamos más a diario.
Una
amiga vivió en Bosque Izquierdo, y la entrada de su casa daba al Cul-de-sac más
acogedor que he visto en toda mi vida.
Esa es tal vez otra de las tantas paradojas de los cul-de-sacs, que en
medio de lo determinantes que son, nunca logramos admirar toda su belleza.
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