Sabe que algún día va a publicar un libro con las versiones 1.0 de sus escritos favoritos, páginas llenas de errores de sintaxis, faltas de ritmo y sonsas, pero a las que les guarda cierto respeto por su crudeza.
No entiende por qué la raza humana le tiene tanto pavor a lo crudo, a lo que no ha sido procesado de ninguna manera, a lo lleno de errores, un decir, pues está seguro de que resulta imposible saber qué, de todo lo que puebla la tierra, es un acierto o una equivocación.
Alguna vez leyó, ya no recuerda donde, que esa aversión a lo no procesado, es una de las razones por las que el oro, al transformarse en un producto: un collar, una cadena, un anillo, un diente, lo que sea, adquiere su máximo potencial comercial, mientras que a él le parece más bello en su estado más puro, o bien crudo, cuando aparece flotando, en forma de diminutas pepitas, sobre las bateas que levantan y lavan la tierra de los ríos.
Cree que cada cosa cruda es un punto de inflexión en el universo que puede darle un vuelco radical al curso de cualquier acontecimiento.
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