Camina de afán, de un lado para otro, con un jarro de cerveza en la mano. La bebida parece un mar amarillo picado, con olas a punto de sobrepasar la boca del vaso, pero el hombre tiene claro en qué momento frenar y cómo moverse para no derramar ni una gota.
Lleva una barba poblada y canosa que, al parecer, guarda miles de historias. Está pendiente de todo: quién entra, quién sale, qué quieren beber las personas, de qué hablan un par de hombres sentados en una mesa sobre la que reposan dos tazas de tinto medio llenas, y cómo se encuentra la mujer que alterna la lectura de un libro con sorbos de una copa de vino tinto; qué quieren los de la barra y los que husmean, indecisos, el mostrador y los estantes.
Apenas entro, da media vuelta bailando con su bebida y me saluda: "¿Qué tal?, ¿como está?, ¿qué está buscando?" me pregunta, mientras pone su mano libre sobre uno de mis hombros; un saludo sincero que no traspasa las fronteras de la comodidad.
Le pregunto por un par de libros. Le pide a su ayudante que los busque y me vuelve a hablar: "Puede sentarse ahí y leer un poco cuando le pasen los libros" me dice, al tiempo que me señala una silla. "Gracias, unos amigos me están esperando afuera", le respondo con algo de pena. No sé si me alcanza a escuchar, pues apenas termino la frase ya atiende otro asunto.
El hombre de la barba, vuelve a mi sitio y señala uno de los libros que pedí: "Ese es muy bueno". Cuando termina la frase arranca de nuevo su baile y no me da tiempo de responderle.
Le doy las gracias al ayudante y me despido de él. Cuando abro la puerta volteo para despedirme, y suelto un "Hasta luego, muchas gracias" más fuerte de lo normal, pero es una despedida en vano; el hombre con barba no tiene tiempo para aquellos que están a punto de abandonar su reino.
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