Hace frío. Parece que proviene de sus huesos pues no sopla brisa. Entra a una tienda. Son las 6:00 p.m. y hordas de personas salen escupidas de las entradas de los edificios. Sonríen. Terminar un día laboral es una de las mejores sensaciones.
“¿Sólo va a llevar la bebida?” le pregunta la cajera. Calla unos segundos mientras le da un vistazo a los productos de pastelería que están en la vitrina; piensa que lucen tristes debido a que nadie los ha escogido.
“¿Tiene galletas?” le pregunta, mientras visualiza en su mente una de chocolate, e imagina lo bien que cortaría con el café. “No hay” le responde la mujer, molesta, al parecer, por su indecisión.
“Si, sólo el café”. Tiene claro que la cajera no sabe que un vaso de café, a diferencia de nosotros, no necesita de nada ni de nadie, más allá del recipiente que lo contiene. Le gustaría tener algo del carácter del café, ser tan suave o amargo como le dé la gana y lograr transformarse de mil maneras.
No hay ninguna mesa desocupada en el lugar, así que ocupa un puesto en la barra. Luego de un rato de estar sentado, absorto en sus pensamientos, alguien pregunta: “¿En qué piensas?” y corta de un tajo su disertación sobre el café.
Cree que el hecho de que alguien le hable a un completo desconocido, él, en un café, es una falla del sistema, del orden de las cosas, suponiendo que exista alguno; una falla en la complicada maraña de las relaciones humanas, un error en la programación de los acontecimientos.
Voltea la cabeza a la derecha para buscar la voz que lo interroga. “Hola” le dice ella esbozando una sonrisa cuando sus miradas se encuentran. Ella tiene el pelo rubio, lleva un vestido ajustado negro y unos tenis naranja fosforescentes que seguro cambio por unos zapatos de tacón apenas salió de la oficina. Ella llama la atención igual que un manchón negro sobre una pared blanca.
La mira en silencio por unos segundos hasta que recuerda su pregunta y se la vuelve a hacer “¿En que pienso?”. “Nada” contesta. Sabe que no es verdad, pero le da pereza exponerle su teoría sobre el café, si se le puede llamar de esa manera a los pensamientos desordenados de hace un momento, a una “desconocida”, que creó un interés por él y, supone, desea despojarse de ese título. Además, muy pocas veces aceptamos que pensamos algo y mucho menos lo revelamos; como cuando nos preguntan “cómo estamos” y respondemos “bien” así nos estemos pudriendo por dentro.
Ahora ella sonríe, él no. “¿Cómo te llamas?” contrataca la mujer, en busca de un diálogo fluido. “Jacinto”, como el escritor de los “Intereses Creados” piensa. No ve obligación alguna de revelar su nombre, Juan, a una completa desconocida. “no todos los cafés son buenos” piensa ahora. Ella no para de sonreírle, como a la espera de un: “¿Cómo te llamas?, ¿A qué te dedicas?, ¿Qué te gusta hacer? Bla, bla, bla, bla”.
Jacinto o Juan, no está seguro, le da un último sorbo al café que ya está frio. “Chao” le dice a la extraña de los tenis fluorescentes y abandona el lugar más rápido de lo que entró en él.
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