Vicencio Ramírez entra a un café. Rara vez lo hace, pues prefiere prepararse un tinto en casa. Ahorra todo lo que puede porque siente que, en cualquier transacción comercial, la contraparte siempre lo quiere robar. Que el impuesto, que la propina, que el lugar. Esto último es lo que más le molesta, a veces siente que lo que le cobran es el derecho de sentirse cool por estar en determinado establecimiento, por tener el placer de sentarse junto a hombres y mujeres prestantes, que muchas veces fingen ser importantes y de mundo.
Citizen Café, así se llama el lugar al que entra. “¿Cuál es la berraca manía de poner nombres en inglés? Se pregunta Vicencio. Le parece que Café Ciudadano es una mejor opción, incluso más sonora, “pero bueno, seguro eso les da oportunidad de cobrar más, porqué no es cualquier café sino el Citizen Café, con ínfulas gringas o mejor aún londinenses” piensa.
Entra al lugar en el que hay varias familias y parejas desayunando. Se sienta, Saca un libro y le dice “buenos días” a un mesero quien, según él, lo mira mal al instante. “¿No soy lo suficiente ciudadano para este café?” le pregunta mentalmente y en tono irónico al hombre, que lleva puesto un delantal blanco con el logo del establecimiento, mientras le sostiene la mirada con rabia.
“Buenos días, ¿Qué va a ordenar?”
“Un café y un muffin de manzana”
“¿Nada más?”
Vicencio siente de nuevo esa mirada incriminatoria, como si sólo ordenar la bebida y algo de pastelería fuera un crimen. “Si, nada más.” Responde indignado.
El mesero le sonríe y se va.
Después de un rato le trae su orden. El café está rico, no tanto como el tinto que él hace en casa, y el muffin sabe bien, además el ambiente del lugar es agradable, con buena luz natural para leer y música de fondo que no distrae. Sin embargo, Vicencio se empeña en buscarle defectos al lugar: el baño queda muy lejos, los meseros son groseros, las sillas no tienen cojín donde reposar las nalgas y otro par de cosas.
Se acaba el pastelito con tres mordiscos voraces y todavía le queda más de medio pocillo de café, así que ordena otro muffin. “El mundo de la comida está destinado a ser desproporcionado: el pan de la hamburguesa se acaba más rápido que la carne de esta, las papas a la francesa de cualquier plato se extinguen como si nada y la media de café rara vez coincide con lo que sea que lo acompañamos” Piensa.
Luego de 40 minutos en los que su lectura le ayuda a alejar pensamientos molestos llega el momento de pagar. Vicencio, con mala cara y actitud grosera, le pide la cuenta al mesero.
“¿Desea incluir la propina?”
Vicencio, indignado abre los ojos y contrapegunta: “¿Cree usted, ¿cómo me dijo qué se llama?, Pablo, ¿cierto?. Bueno Pablo, ¿cree usted, que como buen mesero que es—en ese momento deja escapar una mueca burlona—, se la merece?. Pablo lo mira, sin saber que responder mientras recoge la vajilla de la mesa.
Seamos claros señor Pablo; ¿yo me di cuenta como me miraba cada vez que le dirigía la palabra, de su actitud déspota con aires de quién sabe que, actitud que, imagino, seguro es impulsada por tener la fortuna de trabajar en el Citizen café, y es que me lo puedo imaginar hablando con sus amigos y familiares “Yo que trabajo en el Citizen café y bla bla bla bla…Así que dígame Pablo se merece usted no sólo mi propina sino la del resto de clientes?
...
Vicencio abandona del café contento. No se dejó estafar con el cuentico de la propina. Apenas sale a la calle los rayos de sol le golpean la cara con violencia, de inmediato comienza a renegar y reprenderse mentalmente pues su mala intuición meteorológica lo obligó a sacar un gran paraguas negro de la casa.
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