La aplicación no funciona, se queda cargando como si los taxis hubieran desaparecido. Por un segundo me imagino en un futuro en el que, por alguna razón, imposible de precisar, qué se yo, un régimen totalitario, digamos, no hay carros.
Al salir a la calle mi fantasía se desmorona. Camino un par de cuadras estirando la mano sin éxito, hasta que por fin uno para. Le doy la dirección al conductor y luego de un rato de trayecto, caemos en una conversación casi obligada: el paro de taxistas.
Es un hombre joven, debe tener un poco más de 30 años. Me cuenta que sus compañeros de gremio ya se han empezado a reunir en diferentes puntos de la ciudad, que la cosa se va a poner fea en un par de horas.
“¿Y usted no va a ir a uno de esos puntos?”, le pregunto.
“Pues a uno lo ponen entre la espada y la pared. Yo tengo que trabajar porque el patrón así lo quiere. Hasta que no le rompan un carro debo seguir en la calle. Eso sí, me toca andar con cuidadito, pero no puedo dejar de trabajar.
En ese momento le llega una notificación al celular, lo mira y luego dice:“Ya comenzaron a mandar mensajes”. Son un par de audios que me deja escuchar:
“Compañeros, ya saben taxi que pillemos cargado, lo rompemos”
“Yo lo único que aspiro es que los que rompan carros se tapen la cara, que utilicen pasamontañas para que no los cagturen”
“Sí”, dice otro en un tono emocionado, “a los taxis que estén trabajando se les debe dar más duro que a los UberX”
Noto que el hombre que conduce sólo quiere trabajar, y que está algo nervioso. Revisa el mapa en su celular y antes de tomar cada curva mira la calle que está a punto de tomar para cerciorarse de que ningún retén amarillo lo espere unos metros adelante.
Al momento de bajarme del taxi le deseo suerte y que ojalá no le rompan el carro.
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