La ventana da hacia una calle que siempre parece estar en trancón, debido a un semáforo al que le dura muy poco la luz verde. Es de color opaco y sé que ninguno de los peatones me ve porque yo también he visto su aspecto polarizado desde fuera.
Me siento como en una de esas películas en las que unos detectives estudian a un sospechoso a través de un vidrio, mientras que el último sólo puede ver su reflejo.
¿Acaso no es una situación perfecta?, me refiero al hecho de husmear la vida de otras personas, de espiarlas sin que se den cuenta; ver o creer ver, de alguna manera, sus rutinas, costumbres, manías, sin ser vistos. Supongo que alguna vez nos hemos inclinado hacia esa especie de voyerismo urbano, si es que el término aplica.
El ejercicio no deja de ser trivial; ninguno sabe que lo observo y, de todas maneras, descifrarlos resulta imposible, pues van en su papel de ser humano adulto y funcional, el que siempre desempeñamos cuando vamos por la calle, que oculta todos nuestros deseos, obsesiones, filias que rebotan dentro de nuestras cabezas con fuerza, y aún así somos capaces de dar una respuesta al interlocutor que camina a nuestro lado. No culpo a nadie, así somos todos.
Un hombre avanza lento, montado en su bicicleta, por el andén, esquivando a diferentes peatones que caminan bajo el amparo de tranquilidad que brinda el haber acabado una jornada laboral; otra mujer habla o envía mensajes de voz por su celular, que tiene pegado a la boca.
El semáforo se pone en verde y la ola de carros arremete contra la avenida principal y se desvanece cuando aparece la luz roja. El viento agita las hojas grises de los árboles, producto del vidrio oscuro; un guardia de seguridad se pasea, con su perro, por la entrada de un edificio que esporádicamente escupe grupos de personas.
La calle, la ciudad, en medio de su tráfico y personas que se mueven de afán y sin tiempo, parece ordenada o, más bien, todos entendemos sus códigos y señales, y nos acoplamos a su frenesí de urbe revolucionada, cumpliendo nuestro papel, el que hayamos elegido, nos hayan asignado o, en últimas, el que nos haya tocado, ¿qué más da?
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