Antonia almuerza sola en un restaurante. Hace rato paso la supuesta franja horaria del almuerzo, pero ¿acaso qué sabemos?, cada quién con sus tiempos y sus horas.
Revuelca con desgano un plato en el que se alcanza a observar una pierna de pollo mordisqueada y bañada en una salsa color ocre. A la presa la acompañan trocitos de papa al vapor y verduras o, más bien, restos de una ensalada fría: rodajas de tomate, hojas de lechuga y arvejas distribuidas aleatoriamente por todo el plato que, en vez de comida, se asemeja, más bien, a unos escombros que alguien amontonó en el plato.
Igual no importa, las ruinas, por nostalgia o lo que sea, nos atraen y parecen bonitas, así que Antonia pica aquí y pica allá, y va consumiendo su comida sin ninguna molestia.
Con la mano derecha maneja hábilmente un tenedor, con el que trincha, de manera distraída, pero con decisión, los alimentos que, no olvidemos, son ruinas. En verdad lo que almuerza es una desbandada de likes, favoritos, fotos y comentarios, del celular que revisa con la otra mano.
A manera de tic, desliza la pantalla con el pulgar y frena cuando algo le llama la atención, examina esas ruinas, las suyas, las mías, de personalidad de un desconocido, amigo o familiar con detenimiento y, de un momento a otro, deja el celular sobre la mesa para volver a fijar su atención en el plato, en sus ruinas, que revuelve con desgano con el cubierto; El celular vibra y lo levanta para revisarlo por enésima vez.
Al poco tiempo, quizá ya llena de likes, emoticones y reconocimiento social, mira hacia los lados, se pone de pie, recoge la bandeja, el vaso y se acerca a una caneca para botarlos.
En un par de horas sentirá hambre.
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