lunes, 8 de enero de 2018

Migajas

Sábado en la mañana.

Es un día soleado y me tomo un café, que acompaño con una galleta, sentado en la terraza de un restaurante. Hace calor y los rayos de sol, por momentos, permiten ver partículas de polvo suspendidas en el aire. Parece que estuvieran danzando. Es un espectáculo simple al que le achaco propiedades mágicas, las cuales nos permiten, si acaso, en una fracción de segundo, darnos cuenta del verdadero sentido de la vida que, supongo, nadie tiene claro.

Dejo de elucubrar fantasías y vuelvo al libro que estoy leyendo. Apenas ubico el párrafo en el que iba, una mosca aterriza en la mesa. Camina despreocupada con sus cientos de ojos que dan la apariencia de un casco, pero alerta a un manotazo humano. Transita por un sector de la mesa que tiene migajas de galleta. Los recoge con su lengua y las come, una a una, sin prisa, se está dando un verdadero banquete.

No me esta haciendo nada, pero me molesta su insignificante presencia. Si no la espanto,  algo malo me ocurrirá más tarde en el día, pienso, y no puedo permitir que una mosca dañe el curso de un día que inició con un avistamiento de una danza de unas partículas de polvo, por más ridículo que eso suene o parezca.

Dejo de sostener el libro con la mano derecha, y en vez de hacer un movimiento brusco para espantarla, comienzo a moverla lentamente. Está claro que las partículas de polvo, su avistamiento, ambas cosas, en fin, me han llenado de confianza y pienso que la voy a poder agarrar sin que se percate del peligro que la acecha.

La mosca sigue consumiendo las migajas de galleta, como si fuera lo único que le importara; si nos fijamos bien comer es una de las pocas actividades en las que encontramos paz total, de ahí su displicencia.

Mi mano ahora está a menos de un centímetro del insecto, ¿Qué ocurre?, me pregunto. El episodio surreal, producto, creo, de los rayos de sol y ese efecto mágico de las partículas de polvo suspendidas en el aire, debió haber alterado el orden de las cosas; uno de esos errores en la programación del universo que nos permiten jugar a ser Dios por unos segundos, aunque dios debe tener tareas más importantes que agarrar una mosca con los dedos. Cuando me percato de eso dejo de sentirme importante.

Finalmente la agarro, la tengo sujeta entre los dedos pulgar e índice. Se ve satisfecha, mueve sus paticas como queriéndome decir algo, pero no entiendo su lenguaje, otra prueba más de que solo juego a ser dios,  pues si en verdad lo fuera, debería entender el lenguaje de cada ser que habita este planeta, desde aquella semana de furia creativa en la que me dio por crear el mundo.

Aburrido de mi proeza, de ser, quizás, el primer ser humano que logra agarrar una mosca con una mano,  dejo a la intrusa libre y vuelvo a la última frase del párrafo que estaba leyendo. 

“Aquel día volvía a ser así”, leo. Mi día continúa normal, sin ningún otro episodios mágico y sin descubrir cuál es el verdadero sentido de la vida.

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