No importa que su anti-librería (libros que posee, pero no ha leído) aumente todos los meses. Miles de veces se ha propuesto, prometido nunca, no comprar más libros. “Solo voy a mirar” es una de las tantas mentiras que se dice, pero casi siempre algo despierta su curiosidad y termina cediendo.
Pocos entienden todo placer que siente cuando les quita el plástico transparente que los envuelve, y mucho menos la alegría que le da oler sus páginas: ese ese olor a tinta, a viejo, a recuerdos, que desprenden las páginas.
No le importa si son digitales o físicos, el fin, que no es otro que leer lo que le permita su corto paso por el mundo, justifica los medios.
Leticia lee lo que caiga en sus manos, y son contadas las ocasiones en las que ha abandonado una lectura. Ha escuchado decir a algunos lectores que no se debe perder tiempo con libros que después de unos capítulos no la atrapan, pero ella cree que si se topó con un libro es por algo, un orden universal, digamos, con el que no se debe entrometer, sino seguirle la corriente, pues los libros son más listos que nosotros. En caso de ir en contra, está convencida de que le ocurrirían tragedias a ella o a algún ser querido; esas y otras manías ha adquirido con la lectura.
Cada compra es una descarga de dopamina que la pone alegre, que le hace olvidar penas, ya sean grandes o pequeñas, que la ubica mejor en el mundo. Cada libro, cada aventura, cada nuevo personaje que se entromete en su vida es un resquicio por el que se cuela una luz de esperanza en su vida, ante una rutina que cree la consume y, poco a poco, la va despojando de su humanidad, dejándola a oscuras, a la deriva, y obligándola a andar a tientas o a puntas de tumbos.
Cuando el escritor termina su charla, a Leticia no le queda otra opción que rendirse ante sus impulsos, pues nada como tener un ejemplar firmado y, de ser posible, con una dedicatoria.
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