Recuerda que el plazo de la convocatoria a los talleres de escritura vence mañana, pero es de noche y está cansado. Decide escribir el texto el siguiente día.
Cuando se acuesta a dormir piensa sobre qué tipo de texto va a presentar, pero no tiene ni idea. Cierra los ojos y mastica algunos temas que al final considera flojos y el sueño lo termina de atrapar.
Por la mañana, un cielo azul despejado augura un buen día “¿por qué no, un buen escrito?” piensa. Cuando enciende el computador, y luego de abrir el procesador de palabras, una leve angustia lo invade; nada llega a su mente, ninguna idea, ningún recuerdo del que pueda rasguñar algunas palabras.
Para empeorarlo todo, lo que si recuerda es que en el formulario de inscripción leyó que el texto a enviar debía reflejar su “mérito literario”. “¿Qué carajos es eso?, ¿Quién lo otorga? ¿Los lectores, escritores de renombre, la academia sueca encargada de dictaminar año a año quién es el nobel de literatura?” se pregunta ahora. Es la primera vez que escucha al término, y cree que ya tiene suficiente con dar con algún tema sobre el cual escribir.
Un taladro que suena en una obra aledaña y ahuyenta sus pensamientos. Después, un perro gime. No sabe si ese último sonido está anclado al caos urbano de su ciudad o es producto de su imaginación, una extraña manera en que su cerebro deja en evidencia su corto circuito creativo, o bien, ausencia de mérito literario.
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