Falta poco para la media noche. Me gusta escribir y/o leer a esta hora, porque cuesta más percibir cualquier ruido o sonido. Aparte del incansable ventilador del computador, a ratos se escuchan algunos carros que pasan por la calle y, por un instante, me aventuro a pensar quiénes son las personas que van dentro de ellos, si están alegres o tristes, si van de fiesta, para sus casas o quizás están de viaje, y también me pregunto qué los mueve en la vida, qué les alegra y qué los entristece. Creo que eso nos hace mucha falta, es decir, mostrarnos vulnerables, con nuestros miedos y dudas y dejar tanto derroche de seguridad de lado; que dejemos de acudir a esos temas de conversación comodín que siempre utilizamos, y que más bien elijamos unos que escarben nuestras partes oscuras al igual que las resplandecientes.
Otras veces, en momentos como este, pienso que estoy solo, quizá no en el mundo pero si que estoy en la mitad de la nada, de alguna de las tantas regadas por el planeta, una nada preferiblemente rodeada de campos verdes muy extensos que culminan en unas montañas cubiertas de nieve. En esa fantasía siempre me acompaña un jarro con una bebida caliente y humeante que, por alguna extraña razón, no pierde su calor ni deja de escupir vaho.
Hace un par de años, en una reunión de trabajo, en la que todos teníamos caras muy serías, me puse a mirar por la ventana y por un instante no vi carros ni persona alguna en la calle. "Solo quedamos nosotros" pensé esa vez. El imaginar el mundo solo, sin otros humanos, es un pensamiento recurrente que quién sabe que significará a nivel psicológico.
“El silencio es belleza” dice una canción de Collective Soul, pero no me gustan esas afirmaciones tan absolutas, que no dejan ningún resquicio por el que se puedan colar dudas y preguntas, como “¿qué tal si…?”, esa inquietud tan necesaria en nuestras vidas.
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