Cuando llego al edificio el celador me pregunta para cuál apartamento voy. “Para el 302”, le digo. Me mira, quizá con algo de burla en sus ojos, y responde con suficiencia: “Dígame el nombre del inquilino, porque en el 302 no vive nadie”. Se lo doy, y me dice “Ah ya, es el 301” y con el tono de voz subraya el número del apartamento, como para que no se me olvide de camino al ascensor. Luego me pide mí número de cédula y lo anota, con un kilométrico de color azul, en una minuta, que casi no le cabe sobre el escritorio.
Me pregunto qué harán con esos libros y si de algo sirve anotar el número de las cédulas de todos los visitantes a lo largo del día. Pienso que el único escenario para el que serviría llevar tal registro sería, por ejemplo, si ocurre un asesinato, y si la hora del crimen coincide, más o menos, con la hora en la que uno ingresó. Espero que esta vez no ocurra eso y que mi número de identificación se pierda entre muchos otros, que sea un dato más desprovisto de cualquier significado para las autoridades.
Más tarde en el 301, porque ya sabemos que la reunión no era en el 302, donde no vive nadie; dato que, supongo, lo haría un lugar perfecto para asesinar a alguien; los que estamos reunidos no nos conocemos entre todos.
Las amigas de una de una mujer cuentan que a ella le gusta preguntar: “Señor(a), ¿cómo se siente?”, con cierta frecuencia. No es una pregunta que le haga a cualquier persona, sino a algunas que ella tiene identificadas como receptoras de odio. ¿Del odio de quién? Del suyo, del mío, quizás del de todos, estimado lector.
Uno de esos grupos de personas que, según ella, reciben odio todos los días, quizás uno del peor tipo, pues no es explicito, sino latente, son los celadores, me acuerdo del que acabo de conocer, y de estos existe un grupo especial que son los de las cajas de compensación.
La mujer cuenta que esos lugares son como fortalezas con diferentes niveles de seguridad en las que uno se encuentra con celadores en cada puerta, quien, como sus otros amigos, solicitan que abramos la maleta, dictemos los últimos cuatro números del serial del computador, firmemos una minuta, etc. órdenes que a veces vienen precedidas por un : “Me colabora con…” mientras uno, en su afán, solo tiene ganas de entrar o largarse del lugar, no sin antes dejar una estela de odio por el camino.
También existe otro grupo de celadores que reciben mucho odio, y son aquellos que están ubicados en las puertas de los supermercados, con esfero en mano, prestos a rayar las facturas de compra.
Este tema del odio me recuerda lo que alguien me dijo alguna vez sobre el cáncer. Esa persona sostenía que la enfermedad y su carácter, aparentemente, de lotería, no es más que odio acumulado en el ambiente, que en cierto momento se concentra en una persona.
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