martes, 10 de diciembre de 2019

La cosa política

El trayecto es corto. Le digo al conductor cuál es la ruta que debe tomar y estoy atento a que el Waze no le indique otro camino que, se supone, resultaría más optimo, pues a veces esas aplicaciones enloquecen y hacen tomar atajos-no-atajos.

Acabo de caer en cuenta que el señor, el que conduce me refiero, debe tener un poco más de 50 años. Apenas subí al auto creí que un joven era el que iba al volante.

Cruzamos un par de palabras sobre el paro nacional. No sé por qué lo hago, pues no tengo ganas de hablar, sino solo de echar globos mientras miro por la ventana.

El hombre, sediento de conversación, busca la manera de hablar acerca de política. “¡Que emoción!”, pienso. Comienza a explicarme como funciona todo, cómo funcionan la izquierda y la derecha, qué quieren, por que fracasó la Unión Soviética y otro poconon de información que no le he pedido.

Mis respuestas son puros monosílabos con tintes onomatopéyicos; dar una opinión, la que sea, sería un error, como una ida sin retorno al territorio del conflicto, y hay que saber qué guerras verbales deseamos luchar.

El hombre no para de hablar y cada vez que intento desviar la conversación hacia otro tema, busca la manera de encarrilarla otra vez hacia lo mismo. Muchas de sus frases tienen el final en forma de pregunta. Cuando eso ocurre me quedo callado como si no hubiera escuchado. Al rato el hombre continúa hablando como si nada, disparando puntos de vista y opiniones en todas las direcciones.

Me cuenta que Evo Morales mandó a construir unos laboratorios de producción de coca súper sofisticados y que se la vendía a los mexicanos, “Y ahora véalo donde está”, concluye.

Quiero que deje de hablar. No me importa si tiene la razón o no, igual todos creemos tenerla de vez en cuando.

“En 300 metros llegarás”, dice la aplicación, quebrando la retórica del conductor.

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