Admiro a esas personas que todos los días escriben más de mil palabras. Una vez, en una rueda de prensa de James Rhodes, conocí aun periodista del portal Kienyke. Era un tipo joven que estaba muy emocionado por conocer al pianista, con el que entablé conversación antes de que comenzara el evento.
Me contó que había estudiado contabilidad solo porque sus padres así lo quisieron, pero que en realidad lo suyo era escribir y que un día, cansado del lugar donde trabajaba, comenzó a enviar hojas de vida hasta que le salió el trabajo en el portal de noticias, presentó una prueba y pasó.
Su sueño era convertirse en novelista. Ya había escrito dos novelas, pero antes de eso había estudiado música—tenía una teoría sobre el ver una novela como una pieza de música, que me explico de afán—; también me dijo que había enviado los textos a algunas editoriales sin ningún éxito hasta el momento. Le pregunté qué cómo hacía para ser un escritor tan prolífico y respondió que todas las noches escribía más de 2000 palabras incluso a veces llegaba a escribir 5000.
Paul Auster dice que es un escritor muy lento y que cada día como máximo escribe una hoja. El escritor turco Orhan Pamuk, considera como un logro el escribir un buen párrafo en un día, la satisfacción de haber hecho algo bueno.
Escribir, aunque se haga rápido o lento, es una actividad no directamente proporcional al resultado, es decir, puede un escritor decir: “Hoy voy a escribir 8 horas seguidas”, y se prepara para hacerlo: se levanta temprano, se prepara su bebida favorita, en fin, los rituales que tenga esa persona, y se sienta en su escritorio y pasa todo el tiempo que había destinado para esa actividad en ese lugar, pero a veces las palabras se le atoran en las manos o simplemente se distrae y puede que al final del día, a duras penas, consiga solo producir una frase medianamente buena.
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