lunes, 31 de agosto de 2020

La línea de la vida

Hace unos días, más o menos una semana, me desperté con picazón en la palma de la mano izquierda. Me la rasqué como si el mundo se fuera a acabar, y esa acción sería lo que evitaría tal evento. 

La rasquiña resultó ser producto de una especie de raspón, muy pequeño, justo encima de una de las líneas de la mano, pero que me ardía y a lo único que me inducía era a rascarlo. Cuando logré abandonar esa obsesión, me apliqué una crema por un par de días, hasta que la pequeña herida desapareció. 

Ahora que repaso el episodio, pienso que podría haber sido el rastro de una combustión espontánea fallida, y estoy vivo de milagro. ¿Cuántas veces habremos estado a punto de morir y no nos dimos cuenta? Ahora el raspón solo es una pequeña mancha rojiza casi imperceptible. 

No sé precisar por qué, pero a lo largo del día me examino la palma de la mano, y miro la mancha como si tuviera que revelarme algo: “¿qué será?”, me pregunto. 

Decido buscar en internet para ver cuál es el nombre de esa línea. Según la imagen que consulto resulta ser la de la vida. Lo más fácil sería pensar que el raspón corresponde a un bache en el camino, correspondiente a este año extraño que a todos nos tocó vivir, pero, la verdad, me parece una conclusión muy obvia, un lugar común fácil de trillar. 

Busco un poco más en internet, pero no encuentro ningún enlace que diga qué significa un raspón justo encima de la línea de la vida. Al final doy con un buscador de quiromantes (lectores de manos o palmistas) en el que me preguntan que tipo de lectura quiero: occidental, oriental; que si la lectura es para un niño, un adolescente o un adulto, y luego me dejan escoger, de una lista desplegable, la hora a la que quiero la consulta. Lleno todos los datos y me llamo Pedro Pérez para ese formulario. Al final me piden que registre un número de celular y escribo uno de los primeros que tuve: 310-8670709, que no sé por qué aún guardo en mi cabeza. Luego de eso, aparece un mensaje en la pantalla en el que me indican que me enviaron un código de activación. 

Vuelvo a mirar la palma de la mano, y al rato me olvido del tema.

viernes, 28 de agosto de 2020

Como los libros

Luego de hablar con Camilo, tras dos años sin verlo, Alejandra llega a una conclusión: las personas son como los libros. Su teoría no tiene nada que ver con esa frase que dice: “Las personas son como libros abiertos”, que hace referencia a aquellas que, en apariencia, no ocultan nada, y se muestran tal como son. Alejandra no cree en eso; piensa, más bien, que todos, sin importar quienes seamos, cargamos con fantasías, ideas, pensamientos, filias, lo que sea, que consideramos inconfesables. 

Lo que ella quiere decir, es que, a veces, cuando uno las comienza a leer, sus palabras y todo lo que hacen nos caen bien, entonces uno se encarreta con ellas. Con eso se refiere a cualquier tipo de relación, o bien, de encarrete: de amistad, laboral, sentimental, etc. (acudo al recurso perezoso del etc. porque, de momento, no se me ocurre otro tipo de relación que, imagino, seguro existirá, perdóneme usted, estimado lector). 

Hay otros libros que, por diferentes razones, nos caen mal, y nos entran, como se dice popularmente cuando un trago no nos sienta bien, en reversa. A esas por lo general las dejamos de leer, porque presentimos que no vamos a sacar ningún provecho de esa lectura. 

Piensa que deben existir tantos tipos de personas como libros, pero particularmente le interesan esas que uno empieza a leer con agrado, pero en algún momento se siente hastío hacia ellas. 

Entonces uno se aleja porque, como ocurre con los libros, no era el momento indicado para leerlas. Es posible que vuelvan a aparecer, y que en ese nuevo encuentro pensemos lo mismo que antes, o que nos den ganas de leerlas. 

En eso, y otros temas, piensa Alejandra, mientras mira de forma distraída por la ventana del tren que la lleva a Auxerre, “¿Qué tipos de libros leeré allá?”, se pregunta.

jueves, 27 de agosto de 2020

Pulso

“O se va el inepto de García o me voy yo”. Ese es el ultimátum que Carrillo le acaba de dar. Las palabras, que le caen como un mal bocado de comida, generan un pulso, un rifirrafe de voluntades. 

A su jefe, Carrillo le parece mucho mejor trabajador que García, y poco sabe de las diferencias que existen entre ambos. ¿Qué hacer? “¿Sería lógico echar a García, solo porque Carrillo así lo quiere?”. Concluye que no, que la actitud del segundo es un poco infantil. ¿En qué terminará todo esto?, se pregunta, al tiempo que piensa que le gustaría ser un subalterno más, no tener ningún tipo de mando, sino solo ejecutar órdenes y ya. No entiende muy bien la sed de poder que tenemos los humanos. 

Cree que si nos fijáramos bien—pocas veces lo hacemos— todo sería más sencillo, pero siempre miramos hacia donde no es, nos preocupamos por cosas sin sentido, y es ahí, desde ese punto de vista precario que ocupamos, donde surgen los malentendidos. 

Está alterado. Siente como el corazón galopa dentro de su pecho. Una corriente de aire le golpea la cabeza y la sensación se acentúa por las gotas de sudor que lleva en la frente. Si pierde su pulso se queda sin vida, y si pierde el otro pulso, el laboral, no sabe bien cuáles serán las consecuencias, pero seguro las habrá. 

No entiende por qué en su vida, todo tiene que estar envuelto en esa actitud decadente del pulso: uno con sus familiares, otro con su pareja, uno más con sus amigos, y eso sin contar los personales, los que tiene contra su yo, que son los más fuertes. 

Suena el teléfono. Lo contesta y es Carrillo. Le recuerda que ya son las 4:30, y quiere saber si ya tomó una decisión, y a él, ya no le importa perder cualquiera de los pulsos,  ¿qué más da?

miércoles, 26 de agosto de 2020

La tapa del pan

Una de mis comidas tradicionales en esta cuarentena, ha sido un perro caliente degradado, es decir un remedo de perro caliente. Me explico: En una sartén frito una salchicha con un mínimo de aceite, hablo de dos o tres gotas; pongo a tostar en el horno una tajada de pan, después le hecho cualquier salsa que me encuentre en la nevera, saco un paquete de papas, y destapo una gaseosa. Que me perdonen los dioses del Wellness y del Fitness, pero a veces me dan ganas de comer toda esa cantidad de chatarra. 

Hoy volví a comer lo mismo, y cuando abrí la bolsa del pan, solo quedaban dos tajadas, y una de ellas era la tapa. Dude, por un instante, cuál de las dos tomar, y al final me decidí por la tapa, que suele ser relegada debido, supongo, a su lado no blando. 

Que feo es eso, es decir, sentirse despreciado, diferente, que uno no encaja en el mundo. De cierta forma me solidaricé con la tapa del pan y pensé: ¡Aquí estoy para devorarte hermana!, entiendo cómo te sientes. 

¿Quién no, en cualquier momento o situación, se ha sentido un extranjero en tierra propia?, ¿quién no ha pensado que no encaja en ninguna tribu? El que diga que no, creo que miente. 

Cuando ese desprecio se presenta en grandes cantidades, va quedando grabado en algún lugar de nuestro cuerpo, digamos el subconsciente, que alberga cualquier cantidad de información oscura, indescifrable y que, pienso, es como una olla a presión que en el momento menos pensado nos hace estallar junto a ella. 

Estimado lector, la próxima vez que el destino le ponga en su camino una tapa de pan, piénselo dos veces antes de despreciarla. Recuerde que no todo lo que brilla es oro.

martes, 25 de agosto de 2020

Carta

Comienzas esta vida siendo expulsado del vientre de tu madre. No recuerdas nada sobre el episodio, pero debió haber sido traumático, ¿cierto? La vida, hasta ese momento, no había sido más que un fluido, una cosa líquida.

Tal vez esa primera experiencia traumática es la que te empuja a vivir como si todo fuera compacto, definido, y pasas el tiempo intentando solidificar tus asuntos para poder agarrarlos y que no se te escapen por entre los dedos.

Pero las cosas nunca tienen una única forma, todo experimenta una metamorfosis constante, incluso tú, nunca eres el mismo, nunca adquieres una identidad total; cambias a cada Segundo, y fluyes de aquí a allá como si nada.

¿Recuerdas esa vez que amaste con todas tus fuerzas?, ¿Cómo te hizo sentir esa persona? La vida era buena en ese momento, ¿cierto? Parecía que todo iba a durar para siempre, y es probable que le hayas dicho a esa persona que si la relación llegaba a terminar nunca la olvidarías, pues siempre ocuparía un lugar en tu corazón, que cursi suena eso ahora, ¿no?. Una vez más intentaste solidificar las cosas, en este caso, el amor.

De todas maneras, continuaste fluyendo como un río, avanzando por la vida a pesar de todas las zancadillas que suele ponerte. Llegas entonces a ese punto en el que crees que lo has comprendido todo, que cada uno de los aspectos de tu vida: una pareja, una Carrera, hijos, diplomas, reconocimiento laboral, lo que sea, cazaron como las piezas de un rompecabezas.

Y sí, parece que tienes todo bajo control, ¿cierto? Y tal vez sea así, pues ¿quién soy yo para negarlo? El problema con las cosas sólidas, llamémoslas cristalizadas, es que se pueden quebrar con facilidad en cualquier momento.

Las tienes en tus manos, pierdes el balance, y escapan de tu agarre, sin importar lo fuerte que las sujetabas, y es ahí cuando te das cuenta que, de pronto, el estado líquido no es tan malo.

No te estoy diciendo cómo debes vivir tu vida, al final tu eres el que está a cargo de ella, así que puedes cristalizar cada pequeño detalle o adoptar un estado líquido. Tal vez, no hay una única respuesta para la existencia, y todo se resume a una eterna dinámica de prueba y error.

Cordialmente.

Tu yo futuro.

lunes, 24 de agosto de 2020

Cuento, salve usted el día

Hoy, en la mañana, detecté que iba a ser uno de esos días improductivos. Luego de prepararme un café, y servirme una porción de torta de manzana, receta que he estado afinando durante la cuarentena, me senté en el computador y me puse a revisar Twitter. 

Di con un tweet de una mujer que pedía que le recomendaran un libro que le asegurara lágrimas. Puede que suene algo masoquista, pero necesitamos libros que nos sacudan, que nos hagan dudar, que nos llenen de preguntas en vez de respuestas, en fin, que nos descoloquen. 
Por eso es que Kafka decía: “Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. 

El tweet, que captó mi atención, tuvo varias respuestas y comencé a mirar una por una, a ver si había leído algunas de las recomendaciones. Los títulos que me interesaron, los busqué en Goodreads para ver sobre qué tratan. En esas duré un buen rato. 

Luego envié un mensaje por WhatsApp, la persona a quien iba dirigido me dijo que estaba en una videoconferencia y que más tarde se comunicaba conmigo; que excusa tan poco elaborada, la verdad prefiero que no me contesten. Igual, al final nunca se comunicó conmigo. Eso me saltó el taco, pues dependo de su trabajo para hacer el mío. Ahí fue cuando cualquier rezago de concentración se fue a la porra y me dediqué exclusivamente a perderme de link en link, sin remordimiento alguno. 

Al iniciar la tarde me entró algo de angustia, pero cuando estaba cayendo en un espiral de cuestionamientos nocivos para la salud mental, o eso creo, seguro eran pendejadas a las que les estaba dando mayor importancia de la que debía; fue en ese momento que el cuento que estaba escribiendo salió al rescate y me invitó a que lo terminara. 

Temprano, en la ducha, mientras el agua golpeaba mi cabeza, se me había ocurrido estructurarlo de otra manera, para que tuviera una mejor coherencia narrativa. Lo que hice fue escribir la primera parte como un flashback del protagonista y el resto en tiempo presente. 

Terminar de escribir el cuento fue la acción que salvó, lo que bien podría haber sido un día de mierda.

viernes, 21 de agosto de 2020

Donación

Uno se siente un poco mal porque parece que muchas personas se están reinventando en estos tiempos difíciles y uno sigue ahí, igual que antes, falto de ese gen de la reinvención que la gran mayoría parece tener. Otros cuantos informan por sus redes sociales que han conseguido el trabajo de sus sueños, que han terminado de pagar su vivienda, y cosas así. 

Entonces uno se pregunta: ¿Qué estoy haciendo mal?, ¿Por qué la vida, Dios, la Pachamama, el universo, el chupacabras, sea quien sea el que maneja las riendas de mi destino, no me concede algo? 

Entonces llegan otros, siempre los hay, me refiero a esos otros que refutan todo lo que uno dice, a informarnos, con un tufillo de superioridad y tintes motivacionales, que cada uno se labra su destino y no sé qué más cosas. Pues a esos otros, quiero decirles que hoy me llegó mi momento. 

Estaba revisando la bandeja de entrada de mi correo electrónico y apareció un nuevo mail con el asunto “Donación”, de un tal Jose. En él, Jose, antes que nada, me pide disculpas por la forma en que me contacta, así, sin conocerme. 

Después viene una frase que pide edición a gritos: “Es bueno después de varios días de intensa oración que lo haga es donde el Espíritu Santo me guió a ti por la gracia de Dios”. 

Luego me cuenta que es el presidente y fundador de una petrolera con sede en argentina, pero que lamentablemente sufre de un cáncer de garganta que lo va a matar; pobre Jose. 

Así a las patadas, como atragantándose con lo que me quiere contar, por eso la redacción apresurada, me dice que tiene 250.000 euros y que los quiere donar a una persona de confianza que, imagino, soy yo, para que los aproveche bien y pueda comenzar una nueva vida en familia y en paz. Me pregunto porque no los utilizará para tratar su enfermedad, pero cada quien con sus rarezas. 

Para cerrar su mensaje, me dice que me está donando el dinero porque el amor al prójimo es la base de toda su vida cristiana, y me pregunta si estoy dispuesto a recibir su donación. 

¿Quién no se reinventa con 250.000 euros así, como caídos del cielo?

jueves, 20 de agosto de 2020

Coherencia narrativa

El cuento que escribo es corto. Estimo que me debe salir de 6 páginas o menos, porque es una escena de vida, algo sobre lo que, dado el fin que le quiero dar, no se debería escribir más páginas que esas, pero solo porque es un cuento y no una novela. Alguna vez leí que un cuento es precisamente eso, como una mirada a la foto de un bosque, mientras que una novela es entrar a recorrerlo y perderse en él; algo así decía la cita, lo más probable es que este inventando un poco, pero bueno, eso no viene al caso. 

Lo retomo luego de haber escrito 2 páginas y acabo el primer borrador. Mi visión fue exacta: me salieron 6 páginas. 

Ahora viene la edición, lo bueno, eso que unos dicen, y se les llena la boca: “en lo que en verdad consiste la escritura”. No lo sé, pero no me gusta dar esas afirmaciones con pinta de verdad revelada; igual esto tampoco viene al caso, discúlpeme usted, querido lector, por desviarme del tema. 

Leo todo el cuento, primero de un tacazo a ver si tiene sentido, y luego comienzo a editarlo párrafo a párrafo. En un momento el personaje principal toma un radio de pilas que aparece de la nada, objeto que debería haber aparecido al principio del cuento para que la transición de una escena a la otra tenga coherencia. 

Ese simple detalle me obliga a reescribir una porción del cuento y reniego, pues quiero acabarlo. Parece que el computador se da cuenta de mi actitud infantil y obliga a que el procesador de palabras se trabe. Aporreo las teclas como un pianista enloquecido, pero no ocurre nada. ¿Acaso cuando se ha visto que esa acción bruta sirva de algo? No me queda más remedio que forzar el cierre de la aplicación. 

Cuando la vuelvo a abrir, pasó lo que temía: no se guardó ningún cambio. Le hecho un madrazo al computador, pero los dioses zen de la escritura vienen a mí y evitan que me empute, simplemente vuelvo a escribir lo que ya había escrito, porque díganme ustedes, ¿si Steinbeck pudo reescribir una novela desde cero, porque su perro se comió el manuscrito que estaba listo para ser entregado a su editor, como es que yo no voy a ser capaz de reescribir un par de párrafos? 

Termino de escribir el cuento, lo leo y creo que tiene sentido. Ahora necesito que se añeje, que madure solito, antes de volver a editarlo.

miércoles, 19 de agosto de 2020

El ruido

Es de madrugada y programo la alarma para dormir 7 horas. Toda la tarde había escuchado un ruido que parecía como si alguien estrellara una manguera de caucho contra el suelo sin cansarse. Cuando caí en cuenta de él me desesperé un poco, pero luego, cuando dejé de prestarle atención pasó a un segundo plano. El ruido resulto ser un corto circuito, o algo así, porque cuando abrí la ventana para ver qué era lo que sonaba, pude ver la chispa que lo producía en un edificio de parqueaderos de al lado. 

Ahora que pienso en dormir, luego de apagar el televisor, vuelvo a ser consciente del ruido. Ajusto la ventana, pero todavía lo alcanzo a escuchar. Quiero dejar de fijarme en él, pero ya perdí esa batalla: tac, tac, tac, tac, no se cansa el maldito. 

Cierro los ojos, plenamente consciente del ruido, y quién sabe cuánto tiempo demoro en dormirme, hasta que lo logro. Tiempo después me despierto y lo primero que hago es prestar atención a ver si el ruido aún está presente. Tac, Tac, Tac, ahí sigue intacto el desgraciado, no tiene nada más que hacer. El reloj cucú marca las tes de la mañana. El ruido, que pensé no me iba a dejar dormir por prestarle toda mi atención, ya me importa poco. Doy media vuelta al tiempo que jalo las cobijas. Que el ruido acabe con el mundo si eso lo hace feliz. 

Me despierto antes de que suene la alarma. Siento que descansé, así haya dormido menos horas del tiempo previsto. Acomodo las almohadas para recostarme contra la pared y me concentro a ver si logro oír el ruido. Ya no está, se cansó, se fue, o ambas cosas. Cierro los ojos y no logro volver a dormir. Estoy a la espera de que el ruido aparezca de nuevo, pero no pasa nada. 

Ya no hay ruido ni tampoco sueño. Estiro mi brazo hasta alcanzar el Kindle y me pongo a leer los últimos 25 minutos que me quedan de Una Habitación Propia, de Virginia Woolf. Las últimas páginas, pienso, son tremendas; Woolf está cerrando la charla y las conclusiones que saca sobre lo que dijo son muy precisas. 

La lectura me hace sentir bien. Cierro los ojos e intento dormir, pero fracaso de nuevo en el intento. 

Me levanto.

martes, 18 de agosto de 2020

Templo

Saraswati, la diosa de las palabras y el conocimiento me mira. Bueno, mira hacia el frente, pero imagino que dirige su mirada hacia mí. La verdad es que no mira a nada ni nadie, pues es una estatuilla, pero uno está en todo su derecho de tejer cualquier tipo de fantasías y/o ficciones, ¿acaso no?. 

Conocí de la existencia de esa diosa del Hinduismo, hace ya varios años, luego de leer Wisdom Walk, un libro que habla sobre las religiones del mundo, en qué consisten y cuales son los rituales de cada una. Saraswati aparece sentada sobre un cisne, tiene cuatro brazos y sostiene una vina, instrumento similar a una cítara, con dos de ellos. 

Los adeptos a esa religión creen en la reencarnación, pues las personas necesitan más de una vida para llegar a comprender ciertas lecciones. piensan que el infierno es un estado mental y que uno puede permanecer o salir de él en cualquier momento, y también creen en el karma y la ley de la causa y efecto. 

Uno de sus rituales consiste en hacer altares caseros, un sector del hogar que es como un  templo o santuario; el devatarchanam, un lugar para honrar la divinidad. Recuerdo que el libro decía que uno puede hacer altares de lo que quiera, aunque no se practique esa religión, y que son espacios que sirven para bajarle las revoluciones a los días y conectar con lo espiritual, independiente de cómo cada persona lo conciba. 

Más que lugares sagrados, son ambientes pacíficos y que nos deben agradar estéticamente. La idea es poder visitarlos preferiblemente en la mañana, o a cualquier hora para tener un momento contemplativo. 

Recuerdo que compré la estatuilla, para hacer uno relacionado con la escritura, pero al final nunca lo hice, y ahí quedo Saraswati, huérfana de altar, encima de un mueble. De pronto el hecho de que me haya puesto a escribir sobre esto es una señal para que lo haga, pero creo poco en eso de las señales.

lunes, 17 de agosto de 2020

De medio lado

Es un día nublado. Después del almuerzo me dan ganas de leer, así que preparo el lugar en el que suelo hacerlo: mi cama. Ejecuto con cuidado la tarea de acomodar las dos almohadas contra la pared, en la posición adecuada y, antes de recostarme, les doy golpes aquí y allá, pues creo que servirán para crear mayor comodidad. 

Me recuesto despacio. Siento que algo anda mal y me inclino hacia adelante, las jalo para abajo y vuelvo a recostarme. Con las almohadas en la posición correcta, prendo la lámpara y doblo su tubo, es flexible, para que el haz de luz apunte directamente sobre la pantalla del Kindle. 

Me termino de un sorbo un tinto ya casi frío que había preparado, y rescato de las profundidades de un paquete de chokis, una última bolita de chocolate. 

Comienzo a leer y lo hago despacio, saboreo las palabras, y ningún pensamiento me distrae. “Que bueno es caer en estos estados de lectura”, pienso. 

Mi caprichoso cuerpo, haciéndole caso a la cabeza, supongo, decide cambiar de posición. Acomodo el Kindle contra un mueble modular que hace sus veces de mesa de noche y doy media vuelta. No sé porque le hago caso a mi cerebro, pues es una postura incómoda, una en la que el cuello seguro sufre, al tiempo que algún músculo de la espalda. Qué difícil resulta, a veces, encontrar esa posición en la que uno se siente a gusto para leer. 

Pasados unos minutos, tengo que volver a leer un párrafo, y así ocurre con otro par. Se me están cerrando los ojos. Apago el aparato y decido entregarme por completo al sueño. Justo en ese momento suena el citófono, para avisar que llegó un domicilio. 

Bajo a recogerlo y cuando subo, el sueño ha abandonado mi cuerpo. Me pongo a leer de nuevo, pero esta vez solo boca arriba; creo que la postura de medio lado es la que me induce al sueño.

sábado, 15 de agosto de 2020

Días de días

Leo un artículo en el que cuentan que Jacinto Cabezas, el escritor, cree que hay días de días para escribir. Dice, después de botar el humo de un cigarrillo al que le da caladas profundas —así lo cuenta el escrito—, que Algunas veces escribe textos con los que se obsesiona y que no abandona hasta que, cree, les pone el punto final y los termina; aunque piensa, como muchos otros, que un texto, cuando se cree terminado, lo que se hace, escasamente, es abandonarlo. 

En esos días, piensa, las palabras le fluyen más fácil, las asociaciones libres brotan del subconsciente como si nada y siente que todo lo que hace, lee, escucha o le dicen, tiene que ver con el tema sobre el que está escribiendo, o busca alguna manera de relacionarlo. Cabezas anhela que todos los días sean así, pero afirma que son contados, como errores del sistema, por decirlo de alguna forma. 

Lleva, a manera de diario, un registro minucioso de esos días, para ver si puede descubrir el patrón de comportamiento que los genera. Es feliz en ellos, pues están llenos de adrenalina mental, es decir, se la pasa explorando los bordes y desfiladeros peligrosos de la periferia de la realidad que, como ya sabemos, están lejos del centro, aquel lugar tan peligroso repleto de ideas enquistadas y lugares comunes. 

En otros días, cuenta Cabezas, el órgano de la imaginación —así lo cree, que la imaginación es un órgano, una parte palpable del cuerpo— desaparece o se niega a trabajar y entonces las palabras se le atoran en los dedos. Esos días, la gran mayoría, —de ahí que le hayan diagnosticado depresión— tan distintos a los otros, lo invade una tristeza que lo obliga a recostarse en la cama y solo dormir. 

La vida, si uno se fija bien, se reduce a un sistema binario: se tienen días 1 y días 0, los unos y los otros, que son diametralmente opuestos.

jueves, 13 de agosto de 2020

Sensible

Me inscribo a unas charlas del Hay Festival Queretaro o QueretaRock, como la llamaba una mexicana muy graciosa, originaria de esa ciudad, que conocí hace unos años. A veces pienso que ya me saben a cacho los eventos virtuales, pero es lo que hay. Esto es, más o menos, una contradicción, porque también me saben a cacho las personas que reniegan y se indignan por todo, y a veces caigo en esa dinámica, en fin. 

No sé si vamos a tener diferencia horaria con México el próximo mes, así que luego de llenar un formulario con mis datos, y guardar la información, presiono un link que dice “agregar al calendario de Google”, solo porque soy pésimo para hacer esos cálculos de diferencias horarias. Siempre he pensado que el hecho de que acá sea de noche y en otro lugar de día, desequilibra algo. No me pregunten qué, pues es una teoría a la que le trabajo a ratos, cuando eventualmente me acuerdo de ella. 

Luego de un par de clics, aparece un botón que dice “Aceptar”, que también presiono. Inmediatamente sale un cuadro de texto a manera de mensaje preventivo, que me informa que mi acción va a permitir que Zoom vea y edite todos mis calendarios. No entiendo a qué se refiere Internet con eso de “todos”. La advertencia finaliza recordándome que puede ser que esté compartiendo información sensible con el sitio web o la aplicación. “Información sensible”, ¡ja¡ ni que manejara información súper importante, aunque de pronto no entiendo a que hace referencia ese término, y le estoy vendiendo mi alma virtual a las grandes corporaciones tecnológicas. Dudo por unos segundos en confirmar la acción y al final pienso: “¿qué más da?” Igual, ya estamos regados por la red quién sabe en cuántos miles de bits, y aunque no queramos,  le pertenecemos de cierta forma.

miércoles, 12 de agosto de 2020

"Hablamos".

“Hablamos”. Eso, creo, fue lo que le dije a Carlos, un guionista, a manera de despedida, la última vez que nos vimos. No recuerdo muy bien, pudo haber sido otra palabra o una frase de despedida más elaborada que solo ese verbo conjugado en la primera persona del plural. Estaba con mi hermana en un supermercado, y yo llevaba un pan baguette agarrado a modo de espada con mi mano derecha, esa imagen si la tengo clara. Llevaba ese producto porque en la noche íbamos a preparar fondue con unos amigos. 


Él iba entrando al supermercado y yo abandonaba el lugar, cuando nos vimos. Mi hermana se adelantó y yo me quedé hablando con él. Nuestra conversación, imagino, no duro más de un minuto. En ese lapso de tiempo traté de averiguar qué había pasado en su vida, desde el último correo que habíamos intercambiado, unos seis meses atrás. Me contó que había estado una temporada en Europa porque su esposa se fue a estudiar allá; tampoco recuerdo cuál era ese allá, o si en algún momento de la conversación lo precisó, ¿Holanda quizá?. Me contó que había aprovechado su estadía en esa ciudad cualquiera para asistir a un congreso de cine, y que había aprovechado para charlar con directores reconocidos. Así siempre eran sus historias, como las de las personas que la pasan bien y hacen lo que más les gusta sin mucho esfuerzo. 

“Hablamos”. Es extraño decir eso para referirse a una acción futura, sin más palabras que precisen cuando se va a hablar. Otra cosa sería decir algo como: “Hablamos el jueves de la próxima semana a medio día”, pero pocos, creo, le apuntan a tal precisión. 

Nunca hablamos. Tiempo después me enteré, luego de una seguidilla de clics en Facebook hasta caer en su perfil, de que había fallecido”.

martes, 11 de agosto de 2020

La guerra

Dormir. Sueños con imágenes confusas y situaciones surreales. Suena la alarma. Presiona los botones del radio unas 100 veces, hasta que el aparato deja de sonar. Se levanta, se ducha: agua caliente y al final un chorro de agua fría, entre más fuertes los contrastes mucho mejor. ¿De qué?, de la vida, supone. Luego una tostada y un café, ¿Se le puede llamar a eso desayuno? Él cree que sí. 

Mientras le da un sorbo a la bebida, le pone atención a lo que dice el locutor en la radio que, Alejandra, su esposa, tiene encima del comedor de la cocina. Es un radio blanco y viejo, que él trata con cuidado porque tiene pinta de que se va a estropear en cualquier momento. 

Le parece que, en vez de noticias, el periodista está dando un reporte de guerra: Asesinatos  aquí y allá, inseguridad en sectores que intenta ubicar por el nombre, en el precario mapa mental de la ciudad que lleva en su mente, pero no lo logra y al final los imagina en cualquier lugar. 

El sonido que produce la tostada cuando la muerde, lo aleja de la narración del locutor y le hace centrar su atención en el sabor de la mezcla de la mantequilla y mermelada. Mastica y mastica y trata de no pensar en nada. El desayuno como un refugio del mundo hostil que lo espera afuera, apenas cruce la puerta de su casa. Juega, digamos, a ser sordo. 

Cuando termina, se pone de pie y agarra su guitarra, le da un beso apasionado a su esposa, como si fuera a partir hacia la guerra. Piensa que así deberían ser todas las despedidas, pues ¿cómo saber que vamos a ver de nuevo a nuestros seres queridos, luego de decirles adiós? 

Pasará el día subiéndose a buses repletos, manejando la hostilidad de los pasajeros que no quieren que les vendan ni canten nada, sino solo mirar por la ventana hasta que su recorrido acabe. Algunos le darán un par de monedas y, en el mejor de los casos, quizás un billete.

Pasará el día disparando su música.

lunes, 10 de agosto de 2020

El hombre en la barra

El hombre, llamémoslo Jairo, a la larga los nombres importan poco, toma algo en la barra de un lugar. Resulta difícil saber dónde se encuentra, mejor dicho, si ese hombre que usted, amable lector, y yo, imaginamos ahora, está en un restaurante o en el bar del lobby de un hotel, solo por nombrar dos posibles lugares con barras, aunque bien podría ser que se encuentra en una cafetería; el caso es que está sentado y parece que está bebiendo algo. Digo parece porque vemos al hombre de espaldas, así que ni modo de echarle un vistazo a su bebida. Además uno, ni en la realidad ni en la ficción, si se es un personaje recatado, va por ahí metiendo las narices en los asuntos de los demás, y se espera que las otras personas hagan lo mismo, que se den cuenta que uno, en la mayoría de las ocasiones, anda por los lugares procurando no meterse con nadie, pero entonces llega cualquier persona y nos aborda, y es ahí cuando todo se va al carajo. 

Siento que la puntuación del párrafo anterior está terrible, y voy a dejar esto a manera de nota para recordármelo. 

Si usted, estimado lector, aún continúa leyendo esto, por favor omita la frase anterior, pues lo más probable es que le haya hecho algún tipo de edición a todo el texto, y puede ser que los dioses de la gramática me hayan asistido y el párrafo ya no esté tan mal. Mejor volvamos al hombre del que estábamos hablando, o bien, observando. 

Toca narrarlo en tercera persona, porque ni usted ni yo somos el hombre para irnos con la primera, a menos que usted cumpla con cuatro requisitos: hacer parte del género masculino, llamarse Jairo, estar sentado en una barra de algún restaurante, bar, cafetería u hotel y, por último, estar leyendo este blog, cosa que le agradezco de antemano. 

Si ese es usted, querido lector, si usted es el personaje que estoy viendo, no me vendría mal una ayudita para narrarlo. Me gustaría saber qué se le cruza por La cabeza en estos momentos, qué lo atormenta, cuál ha sido el momento más feliz de su vida, pues por la hora o cómo está el clima le puedo preguntar a cualquiera, y me parece que usted: lector, personaje, narrador en primera persona, sea quien sea, no es cualquier persona. 

Ahora el hombre se pone de pie. Toma un abrigo que está en la silla de al lado, suponemos que es de él, a menos de que sea un ladrón, se lo pone con un par de movimientos precisos, y se va caminando rápido. 

Permítame preguntarle: ¿Por qué tanto afán?

viernes, 7 de agosto de 2020

Añejar un texto

Se supone que tengo ganas de escribir, así que me siento al frente del computador, lo prendo, espero a que cargue el sistema operativo y por último abro un documento de Word. 

Veo como el cursor titila, parece que me invita a escribir. Es verdad, quiero hacerlo, pero no se me ocurre sobre qué. 

Entonces decido que voy a escribir sobre eso, mi incapacidad para escribir, y logro un texto de alrededor de 500 palabras. Después de la primera leída noto que tiene fallas de todo: ortografía, gramática, ritmo, etc. así que le hago unos cuantos cambios para ver si logro enderezarlo. Lo vuelvo a leer, pero todavía está cojo y no anda como debería andar, o se lee como se debería leer, o bien, como yo espero que se sienta cuando alguien lo lea, más o menos un absurdo, en fin. 

Lo reviso una tercera vez y lo acabo a las patadas, porque en verdad tengo ganas de terminarlo, de ponerle el punto final, aunque uno sabe que un escrito siempre va a ser susceptible de edición, y que cuando lo terminamos, escasamente lo que hacemos es abandonarlo a su suerte. 

Sé, o siento más bien, que le hace falta algo, pero no tengo ni idea qué puede ser. Tengo que dejarlo que repose. Como leí hace poco, debo pensar que es uno de esos jamones serranos que entre más viejos saben mejor. En últimas lo que el texto necesita es madurar, pero por sí solo. 

Lo vuelvo a leer una última vez a ver si quiere decirme algo, pero no, y a mí tampoco se me ocurre nada, así que lo guardo y me alejo de él, para que se añeje un poco. Quizás ya está listo, y eso es lo único que necesita para poder darle el visto bueno.

jueves, 6 de agosto de 2020

Predecir el futuro

Hay quienes afirman que pueden predecir el futuro, y que cuentan con una serie de artimañas para lograrlo. Cada uno mirará si les cree o no. De ser cierto, tal vez una de las mejores formas de aventurarse en el arte de la videncia es por medio de la escritura. 

De unos años para acá, los diarios de los escritores me parecen libros fascinantes, porque son ejercicios de escritura que están desprovistos de una estructura rígida, donde simplemente cuentan lo que sea, desde los temas más intrascendentes hasta preguntas existenciales de alto calibre. Ayer precisamente leía sobre eso: 
“La entrada de diario, que le permite transmitir cualquier cosa 
con naturalidad, sin demasiada elaboración, como si conversara con el lector” 
- Mario Levrero, Diario de un canalla - 

Hace un tiempo caí en el volumen IV de los diarios de Ángela Anaïs Juana Antolina Rosa Edelmira Nin Culmell, mejor conocida como Anaïs Nin. Nin no se guarda nada y, como también leí en el de Levrero, se juega la vida en ellos, y así lo dice la escritora: “Escribir significa darlo todo, no es posible retener nada. Los mejores escritores son aquellos que lo dan todo”. 

Parece que en ese ejercicio sincero el futuro se va revelando por sí solo, pues Nin hablaba de varios temas como si alguien le estuviera preguntando cómo iban a ser los años venideros. Pero mejor que les cuente ella en los siguientes apartes, que no traduzco para que no pierdan fuerza, pero sobre todo porque tengo pereza: 
  • "Every time our hope for a better world is based on a system, this system collapses, due to the corruptibility and imperfection of human beings. I believe we have to go back and work at the growth of human beings, so they will not need systems, but will know how to rule themselves.
  • Now you have suffered the shock of disillusion in an ideology which has betrayed its ideals. It is a good time to return to the creation of yourself, not as a blind number in a group, but as an individual.
  • When we blindly adopt a religion, a political system, a literary dogma, we become automatons. We cease to grow.
  • We play a persona role to the world. The acceptance of this social role delivers us to the demands of the collective, and makes us a stranger to our own reality
  • a change of system would not cure mankind of war and greed. That the only solution was each man working upon himself, his individual discipline against hostility, prejudice, and distortion of others, where the evil begins.
  • The dangerous time when mechanical voices, radios, telephones, take the place of human intimacies, and the concept of being in touch with millions brings a greater and greater poverty in intimacy and human vision.

miércoles, 5 de agosto de 2020

La niña Alemana

El libro parece tener vida propia y creo que cada vez me lo encuentro en diferentes rincones del apartamento. No sé cómo llegó aquí. Por el color, ligeramente amarillento, de sus hojas, se nota que no es nuevo. Es muy probable que mi hermana lo haya traído un día y me lo haya dejado. Ella suele hacer eso: me trae los libros que le parecen buenos y que, considera, pueden gustarme. Gran labor la que realiza mi hermana. 

En la portada se ve una niña parada en la cubierta de un barco. Es rubia y su pelo le llega justo debajo de las orejas. Su cabeza mira hacia el lado derecho, me pregunto: “¿qué observa?”. Puede que no sea nada en particular y que solo experimenta nostalgia, al tiempo que juega con algún recuerdo en su cabeza. Lo que se alcanza a ver de paisaje es un mar calmo y el cielo pintado con unos nubarrones oscuros. La imagen transmite una sensación de frío. 

Lleva un abrigo gris y todo lo que compone la imagen tiene diferentes tonos de ese color. Sus manos, ubicadas detrás de la espalda, llevan agarrada una de esas maletas viejas que se sujetan con correas. A su lado hay otras maletas en el piso y, al frente, un flotador está sujeto a la baranda del buque. 

La imagen da la sensación de que viaja hacia algún lugar, pero también podría ser lo opuesto, que está llegando a un destino desconocido. 

Hoy, por alguna razón, el libro me atrae con fuerza. Lo tomo y paso las primeras páginas hasta que llego a la dedicatoria, uno de mis lugares preferidos en los libros, por lo poéticas que pueden llegar a ser. Esta, a primera vista, es sencilla, pero es imposible tener alguna idea de lo mucho que puede significar para el autor: “A mis hijos Emma, Anna y Lucas.” 

Luego, antes de la primera parte del libro, hay una cita de Joan Didion: Memories are what you no longer want to remember. 

“Leo la primera frase de la novela: “Voy a cumplir 12 años y ya lo he decidido: mataré a mis padres.” Un abismo narrativo en el que quiero caer. 


martes, 4 de agosto de 2020

Tipos de personas

Marcela vive llena de teorías con las que rige su vida. Una de ellas la acaba de formular, mientras se toma un café en su lugar preferido, un local pequeño con solo una barra y cuatro sillas, que le agrada porque las baristas saludan a cada uno de los clientes por su nombre y les preguntan si se van a tomar lo mismo de siempre. No es que haya sacado el postulado de buenas a primeras, es algo que llevaba días cocinando en su cabeza. 

Cree que existen dos tipos de personas en la vida: Aquellos que lo primero que hacen es tomar un sorbo de la bebida que piden, y los otros que, en cambio, prefieren darle un mordisco al producto con el que la están acompañando: un bizcocho, una torta, un pan; “para gustos los colores”, concluye acudiendo al cliché. 

Y es que parece que el beber y el comer son dos actos simples que no habría necesidad de analizar a fondo, pero Marcela cree que por eso es que existen tantos problemas, porque analizamos lo que no es importante, y no le prestamos atención a aquello que sí lo es. 

Considera que los primeros, los que eligen tomar sobre comer, son personas relajadas y empáticas, que van por la vida sin mayor estrés, aunque esta los trate mal. Son, en definitiva, personas que, como el líquido que toman, les gusta fluir. 

De los otros, piensa, debemos tener cuidado, porque ella ha visto como muerden con rabia el trozo de comida que se llevan a la boca. Esas personas son las que van por la vida con carita de yo no fui, mientras desean con el pensamiento que a los demás les salga todo mal. 

Marcela registra lo que les conté en una libreta de tapa roja, levanta la taza y se acaba su bebida de un sorbo largo y abandona el lugar antes de que la mala energía de los que muerden la alcance.

lunes, 3 de agosto de 2020

Rompecabezas

De las definiciones de la palabra funcional a Hernández le gusta la que dice: “Dicho de una obra o de una técnica: Eficazmente adecuada a sus fines.” Hay veces, de acuerdo con esas palabras, que siente una persona funcional, que está adecuada a sus fines.  ¿Cuales?, imagina que son trabajar y sacar a su familia adelante. 

Hernández piensa todo esto mientras sumerge un trozo de pan en el chocolate. No sabe por qué el tiempo que se demora en desayunar, que no sobrepasa los 15 minutos, lo dedica a romperse la cabeza con ese tipo de pensamientos, si podría dedicarlo a pensar qué fue lo que vio la noche anterior en televisión, en Marcela, la de mercadeo de la empresa a la que todos le quieren caer, o simplemente en comer como un autómata programado solo para eso. 

Cuando saca el pan del chocolate y se lo lleva a la boca, una gota desobediente  sale volando y se estrella contra el piso; por poco le cae en el pantalón. 

Vuelve a su tema. Hay ocasiones en que siente que no entiende nada, cuál es el papel que juega en su vida y en la de los demás. Hay veces que Hernández cree que le dieron el libreto equivocado, y por eso siempre dice y hace lo que no debe ser. A eso quizá se debe que varias de  las entradas a las escenas de su vida siempre sean a destiempo. Estaría tranquilo si fuera bueno para improvisar, pero no es así y las palabras se le atoran en la garganta cada vez que lo intenta. 

En definitiva Hernández siente que es esa ficha, parte de un rompecabezas por terminar, que nadie sabe dónde va. Esa que queda relegada hasta el final, pues en medio del proceso intentaron ponerla a la fuerza en cualquier lado, que casara a las malas con cualquier otra, hasta que los bordes y las esquinas de su personalidad quedaron doblados. 

Igual Hernández sigue ahí, esperando ubicarse donde debe ser o a que lo ubiquen, y ojalá no sea a la brava. Se pregunta que pasará cuando el rompecabezas esté terminado, si lo irán a enmarcar o van a volver a echar las fichas en la caja.

sábado, 1 de agosto de 2020

Programar la alarma

Me duermo hoy en la madrugada porque no tengo que levantarme temprano. Aún así programo la alarma del celular para dormir 8 horas, aunque rara vez lo hago, pues mi promedio de sueño es de 7. 

Pongo la alarma porque no quiero quedarme metido en la cama hasta el mediodía el sábado, mi día preferido de la semana. Sé que con el encierro no hay mucho por hacer, pero quiero aprovecharlo leyendo, escribiendo o viendo la segunda temporada de Umbrella Academy (disculpen ustedes esa avalancha de gerundios). 

Me levanto una hora antes de que suene la alarma. Muchas veces me pasa eso. Apenas me despierto recojo una almohada que tiré al suelo la noche anterior y la acomodo, encima de la otra, contra la pared, me acomodo y cierro los ojos y respiro profundo por un par de minutos con la esperanza de quedarme dormido. No pasa nada, el sueño me abandonó. 

Pasados unos quince minutos, me levanto, voy a la cocina, me preparo un café y me como dos arepas con mantequilla y mermelada, como debe ser, y luego me devuelvo a la habitación. Decido leer y emprendo la tarea con entusiasmo, pero pasada media hora se me comienzan a cerrar los ojos, creo que experimento eso que llaman micro-sueños, y cuando los abro tengo que volver a leer los últimos párrafos porque experimento una, digamos, desorientación narrativa. 

Tengo sueño así que programo el celular para dormir media hora, porque me la merezco, la necesito o lo que sea. Cuando la alarma suena, pasado ese tiempo, estiro mi brazo para presionar cualquier botón del celular, ¡que se calle de una maldita vez! luego caigo en un estado de duermevela, que solo es la antesala de un sueño profundo. 

Me despierto al mediodía.