No somos más de 25 personas, todos llevamos tapabocas y estamos sentados de a 2 en las bancas de la iglesia. Imagino que la distancia que conservamos es la necesaria, porque cada banco tiene unas calcomanías que indican dónde debe ubicarse cada persona.
El carro fúnebre se parquea al frente de la entrada a la iglesia y 5 hombres caminan afanados para cargar el ataúd. “Falta uno de este lado”, dice uno de ellos. “¡Juancho! Me susurra una de mis hermanas, y me apresuro a tomar la manija que hace falta.
Luego, los primeros pasos que damos son descoordinados, hasta que encontramos la cadencia y coordinación adecuada. y caminamos hasta la entrada de la iglesia; ahí dejamos descansar el ataúd sobre una estructura metálica con ruedas que hace más fácil su manejo.
El cura comienza la ceremonia. Detrás suyo hay una pared roja con una cruz que, a diferencia de otras iglesias, no lleva un cristo crucificado, sino que más bien parece el signo de la operación matemática “más”, en madera. A la derecha hay un retrato de una mujer , a blanco y negro. “Debe ser una santa”, pienso. La voz del padre resuena en la capilla, a pesar del ruido del tráfico afuera y un taladro de una obra cercana que no se cansa de machacar algo.
La ceremonia se me hace corta. En lo que dura pienso mucho sobre la muerte, qué es, a dónde vamos cuando nos llega, si es que vamos a algún lugar, y otras preguntas para las que no tengo respuesta.
El padre encamina el sermón hacia lo efímera que es la vida, y una de las frases que utiliza es que nuestro cuerpo no es más que una tienda de campaña, para lo poco que dura nuestra existencia.
Cuando se acaba la ceremonia religiosa, el mismo grupo de hombres cargan el ataud, pero mi puesto es ocupado por otro. En la entrada de la iglesia el sacerdote rocea agua bendita sobre el ataúd, y alguien pone su mano sobre él, en un gesto de despedida.
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