Me alisto para ir por unos medicamentos. Lo ideal era haberlos pedido a domicilio, pero algo pasó con la autorización de la fórmula médica, con el número de la orden de la EPS, el número del pedido a la droguería, en fin, con algún dato o número, y al final no se pudo.
Me armo de una careta, y un gesto desafiante que camufla el tapabocas; solo me hace falta cargar un bate por si alguien insiste en quebrar la distancia de 2 metros a mi alrededor- Si no no lo llevo es porque este año “quiero paz, quiero amor, quiero dulces por favor”.
El trayecto es corto, alrededor de 5 cuadras, y me parece que hay gente en la calle, pero no tanta como en un año cualquiera, es decir, sin pandemia.
Después de cruzar una carrera, en un puesto de ventas ambulantes, la mujer que lo atiende dice en tono de queja: “Es que a nosotros los de ruana…”. La paso de largo y no alcanzo a oír como concluye la frase.
Justo después de pasar a esa mujer, un hombre les cuenta a otros dos: “Pienso vender el apartamento allá y comprarme uno acá”.
Llego a la droguería, y un celador que está en la entrada, alista su pistola para tomarme la temperatura. Mientras arremango la manga derecha para que me la dispare en la muñeca, pienso que voy a tener fiebre, se va a encender una alarma y van a activar un protocolo de emergencia en el local. Hombres con trajes de astronauta aparecerán de la nada y me echarán al suelo, mientras les intento explicar que no tengo nada, que lo más seguro es que el termómetro-pistola está fallando.
“Siga”, me dice el guardia de seguridad, y no me preocupo por preguntarle cuánto marcó la pistola.
Ya en la caja, estoy listo para reclamar por si me llegan a decir que falta un dato o algo así, pero la mujer que atiende revisa los papeles que le paso, teclea información en el sistema, y se pone de pie para ir a buscar los medicamentos.
Justo en ese momento me da un ataque de rasquiña debajo de la nariz. Trato de rascarme con los dientes, pero fracaso en el intento. Menos mal llevo tapabocas, pues debo haber hecho un gesto ridículo.
Salgo de la droguería y en el camino de vuelta paso por enfrente de un local que está cerrado y en arriendo. Recuerdo que, en una celebración de mi cumpleaños, calentamos motores ahí. En ese entonces era una tienda con cara de licorera o viceversa. Ese día, alrededor de 30 personas de las que cité para la celebración, llegaron a ese lugar, tomamos algo y luego comenzamos a caminar para ver a que sitio nos metíamos. Ese día, una exnovia se emborrachó hasta el tuétano y, dicen algunos, hizo show. Yo no me di cuenta de eso. Al final de la noche terminé con una camiseta blanca chorreada de ron con Coca Cola, producto de un fondo blanco fallido.
Cuando paso de largo el local veo a un hombre con un overol azul que le saca brillo a un registro del agua dorado, con un trapo rojo. Lo brilla, observa su trabajo por un rato y lo vuelve a brillar con esmero. Los rayos de sol se reflejan en el registro.
Antes de llegar a la casa paso por una notaría y alcanzo a ver a unas cuantas personas que hacen fila adentro. Siempre que me cruzo con una notaría, intento recordar el número y la dirección en la que se encuentra, por si algún día alguien tiene que hacer una diligencia en una específica, y no sabe dónde queda. Mi esfuerzo no sirve de nada, porque si no olvido por completo el asunto, olvido el número de la notaría, o bien, su dirección.
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