Después de una corta estadía nos despedíamos de la ciudad. Cuando nos bajamos del tren en el Fuminiccio, uno de los aeropuertos de Roma, empezamos a caminar hacia el counter de la aerolínea en la que viajábamos.
Los parlantes del lugar anunciaban números de vuelo, horas de llegada y salida, destinos, y el ambiente cargaba un aire frenético, como tratando de anunciar que algo estaba a punto de ocurrir.
Luego de caminar unos veinte metros, un hombre pasó corriendo por nuestro lado. Iba muy rápido, pero su prisa no fue lo que me llamó la atención, sino que su carrera, aparte de mostrar lo obvio: afán, estaba cargada de angustia.
El tren del que nos acabábamos de bajar se comenzaba a poner en movimiento, y el hombre, supongo, quería alcanzarlo, ¿para qué? ¿Acaso, después de bajarse, cayó en cuenta de que había olvidado su billetera con todos sus documentos y dinero? ¿Será que no le dijo algo a la persona, una mujer, digamos, que iba con él en el tren, qué sé yo, una promesa de reencuentro, una confesión amorosa, unas palabras de aliento o un consejo? En resumidas cuentas, ¿cómo saber si su vida dependía de esa carrera?
Vamos por ahí, pero no sabemos si aquellos con los que nos cruzamos se están echando un pulso con la vida.
Seguimos caminando y no dejé de preguntarme si el hombre llegaría a tiempo a su destino, si cumplió con lo que debía hacer, o si su carrera no le sirvió para nada.
Cuando llegamos al counter, la mujer que lo atendía nos contó que nuestro vuelo no salía de ahí, sino del Ciampino, el otro aeropuerto de la ciudad. Quedaban 20 minutos para abordar, ya no había carrera que valiera la pena.
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