Imagino que hay diferentes estados contemplativos.
Desde el más bajo: darle vueltas a una idea, y dejar que se vaya de la cabeza tan rápido como llego, sin prestarle mayor atención, hasta ese modo trascendental de preguntarse que significa la vida, qué carajos hacemos aquí y demás preguntas sin respuesta de ese estilo.
Supongo, también, que cada persona tiene sus propios niveles de contemplación, y que estos se disparan de acuerdo con las actividades que se realizan a lo largo del día.
Uno de los míos, por ejemplo, lo llamo: “La contemplación de la vida al desayuno”, y es que el desayuno en sí, es decir, todo su ritual de preparación; encierra, creo, algo Zen, y por eso es una de las comidas del día que más se disfruta.
Después de ducharme y vestirme, voy a la cocina a preparármelo, y cuando está listo, me siento con la taza humeante de la bebida caliente, en el comedor, mirando hacia la ventana de la sala que da hacia un edificio de parqueaderos.
Lo sé, no es una vista nada romántica, pero de alguna forma se las ingeniaron para sembrar una hilera de arboles en el parqueadero, y uno de ellos queda justo a la vista, cada vez que levanto la cabeza después de darle un sorbo a la bebida.
La Mayoría de veces que me siento me quedo contemplando el árbol, como sus ramas se mecen con el viento, mientras diferentes temas van llegando a mi mente.
Lo bueno es que no me pongo trascendental, sino que los mastico un poco, me hago un par de preguntas sobre ellos, y luego me los paso con un sorbo de café o té y ya está.
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