Por trabajo tuvimos que viajar a Cartagena por dos semanas. El hotel en el que nos quedamos estaba bien, pero quedaba en la mitad de la nada, a 12 kilómetros de la ciudad.
Un día, por cambios en el programa, lo tuvimos libre. Me inscribí en el lobby del hotel, en el bus que viajaba a la ciudad a las 3 de la tarde. Había quedado de ir con mi jefa, pero a ella le dio pereza y prefirió quedarse en el hotel.
Decidí ir solo. Había llevado un libro “La eterna parranda” de Alberto Salcedo Ramos, pero no había tenido tiempo para leer. Esa iba a ser mi oportunidad para desquitarme.
Ese día no almorcé en el hotel para comer algo en la ciudad. Cuando llegamos, el bus nos dejo cerca de la plaza de Armas.
Arranqué a caminar sin rumbo fijo y con toda la actitud flánerie posible, hasta que di con un restaurante asiático. Vendían sushi y arroces revueltos. Pensé que si pedía sushi iba a quedar con hambre, así que me decidí por un arroz con trozos de langosta.
Estuvo bien, pero fue un gran error, pues en un viaje posterior con mi hermana, visité el mismo restaurante y comí uno de los mejores sushis que he probado en mi vida.
Cuando terminé de almorzar, puse en marcha a mi segunda misión: encontrar un café, para tomarme un capuchino, comerme un postre, y leer como si no hubiera un mañana.
Otra vez empecé a caminar como si estuviera perdido y, a unas 3 cuadras, di con un café pequeño y tranquilo en el que solo había una mujer, de pelo negro crespo y esponjoso, tipeando con rabia en su portátil.
En medio de mi lectura y entre sorbo y sorbo de la bebida el cielo se quebró y cayó un aguacero corto pero sustancioso, como si toda el agua que no había caído en el año, hubiera esperado ese momento para hacerlo.
Las calles se inundaron rápido y yo, por si acaso, me aferré a mi lectura como si fuera un salvavidas.
Abandoné el local pasadas las 6, porque el bus nos iba a recoger en el lugar que nos dejó, a las 7 de la noche.
Preferí estar con anticipación en el lugar pactado, porque mi sentido de orientación suele jugarme malas pasadas. Esa vez no fue así, y llegué 25 minutos antes de tiempo.
Me senté en la terraza de un restaurante, pedí un jugo de piña con mucho hielo, mi bebida favorita cuando visito Cartagena, y me dediqué a perfeccionar el fino y placentero arte de ver pasar la gente, mientras una brisa, a veces tenue, a veces fuerte, me golpeaba la cara.
De fondo, proveniente de los parlantes, de alguno de los locales a mi alrededor, sonaba “Oye cómo va” de Santana.
Me habría podido quedar anclado a esa mesa por el resto de mis días.
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