Comienzo a leer un cuento y leo el principio varias veces porque no entiendo lo que pasa.
Trata sobre un hombre al que lo habita otro, es decir, la consciencia de otro hombre, un polaco para ser precisos, Lo curioso es que ninguna identidad anula a la otra sino que coexisten, más o menos, en armonía.
De eso me entero después, cuando entiendo que debo seguir leyendo para saber qué es lo que está pasando.
Imagino que así pasa muchas veces con la vida, es decir, queremos entender todo de primerazo, pero toca seguir, avanzar como a tientas hasta entender qué ocurre, pues no hay de otra.
Sigo con la lectura y al rato un grupo, compuesto por cuatro personas, se sienta en la mesa de al lado. Dos de ellos, una pareja, tienen acento de la costa y hablan fuerte.
Trato de no distraerme con su conversación hasta que la mujer, la costeña, dice: “Sí, sí, le vamos a alquilar un vientre para que tenga un hijo”, pero por el tono con el que lo dice, me parece que, para ella, dicha acción es tan trivial como comprar el pan y la leche.
En ese momento mi lectura se fue al carajo y decido ponerle atención a la conversación de mis vecinos de mesa, pero las siguientes frases son ininteligibles y por más que me esfuerzo no logro entenderlas, y ni modo de decirles: “ ¿Pueden hablar más claro, por favor?”.
Lo de alquilar un vientre, pienso, también tiene que ver con habitar un cuerpo, ser un huésped por nueve meses, en la panza de una mamá-no-mamá.
De globo en globo llego hasta el último sorbo del café. El grupo de al lado, ya no conversa, porque hace poco les llegó su pedido y cada uno está concentrado comiendo.
No sabe uno si mientras mastican la comida, piensan en lo del alquiler de vientre y si para todos es tan normal como, al parecer, piensa la señora que dentro de poco va a realizar la transacción.
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