martes, 30 de noviembre de 2021

Extra de una serie coreana

Espero a alguien en un centro comercial. Me siento en una barra exterior de un café Juan Valdez y me pongo a leer. A mi lado derecho una mujer teclea de forma frenética en su portátil y lleva puestos unos audífonos de orejera grandes. Alega con alguien sobre Shopify, y cómo deberían ser las cosas, las de ella, del negocio del que habla, en fin.

Pasados unos minutos, me arqueo hacia atrás porque siento dolor en la espalda. Imagino que se debe a la postura en la que estoy porque la silla no tiene espaldar.

Hay una mesa desocupada, y mientras pienso si ocuparla o no, una mujer con vestimenta elegante, zapatos de tacón negro y un pantalón ajustado, la ocupa. Saca su celular del bolsillo y se pone a darle scroll down como si el mundo se fuera a acabar.

En ese momento entran en escena los actores coreanos. Yo solo soy un extra de relleno, como la mayoría de personas que se encuentran en el lugar.

Son dos y se paran enfrente de mí. Uno de ellos pone su bebida sobre la barra y descarga dos bolsas con compras del lugar. Por lo que alcanzo a ver, están repleta de bolsas de café.

Comienzan a conversar y, claro está, no entiendo ni una palabra de lo que dicen, pero tengo claro que debe ser así, pues en la trama solo soy un un personaje secundario que, se supone, no tiene por que alterar elcurso de la trama de la historia principal.

Mi espalda no da más, decido irme del lugar y dejo a los dos actores coreanos con su animada conversación, y al resto de extras: la mujer enfrascada en su llamada telefónica y a la del celular, con un acompañante que acaba de llegar a su mesa.

Ingreso a otro café, pido un capuchino, y logro conseguir un puesto un sofá largo con espaldar.

Sigo leyendo. Al poco tiempo llega otro actor coreano, se sienta a mi izquierda y no hace nada, pero estoy seguro que no es un extra.

Tiempo después, dos hombres de una empresa de seguridad pasan caminando por el pasillo del centro comercial, uno de ellos lleva agarrada una bolsa de lona negra y el otro va detrás de él, escoltándolo con una escopeta plateada reluciente. Imagino que está así de brillante porque nunca la ha tenido que usar y lo único que puede hacer con ella es limpiarla.

Miro al coreano. Ahora escribe en su celular de forma rápida. Imagino que está hablando con los otros dos y que el mensaje que acaba de enviar tiene algo que ver con los dos hombres que acaban de pasar con bolsas de dinero.

El coreano se levanta y se aleja rápido del lugar.

Sigo leyendo. Imagino que ese es mi papel en esa escena.

lunes, 29 de noviembre de 2021

Impulso

Los viejitos, con barbas largas y túnicas que besan el piso con cada paso que dan, de la RAE, definen la palabra impulso de la siguiente manera: “Deseo o motivo afectivo que induce a hacer algo de manera súbita, sin reflexión”. Así, a veces, suelo comprar libros.

Ya está claro que no importa cuántos se tengan arrumados sin leer, bien sea en la biblioteca o en cualquier rincón del cuarto, e incluso todavía con el plástico transparente que los envuelve, o, como una vez me contó un amigo que almacena los suyos, en torrecitas esparcidas a lo largo del apartamento; no importa nada, siempre vamos a querer más.

Mi yo suele engañarme y me pregunta: “¿Y qué tal que esta sea la última oportunidad que va a tener para comprar ese libro?... ¿la va a dejar pasar?”

“Hombre sí, tiene razón”, suelo responderle, mientras pienso: “¿qué tal que una gavilla de lectores, se interesen justo por ese libro que tengo en la mira de compra y cuando me decida ya sea muy tarde?

Entonces, sin reflexionarlo mucho, decido comprarlo y ya está, porque comprar libros se siente bien, porque el simple acto también asegura un subidón de dopamina, por la expectativa, creo, de la experiencia de lectura que se espera tener.

Pues bien, el domingo que acaba de pasar me senté a escribir un rato sin tenerlo planeado y cuando terminé de editar el texto, y por las extrañas maneras en que funciona el cerebro para generar ideas, llegó a mi mente el título de un libro: “La tentación del fracaso” de Julio Ramón Ribeyro.

Es un libro que, después de leer sus Prosas apátridas, he buscado como loco, sin éxito alguno, en las librerías locales. Son sus diarios desde 1950 a 1978 y tengo debilidad por ese formato de libro.

Creo que de cierta forma los diarios alimentan la obra de los escritores, pero al ser anotaciones diarias de su cotidianidad, y como los autores, imagino, no están pensando en formato historia, cuentan con una crudeza que, siento, los hace especiales,

Así que, sin dudarlo un segundo, gracias al impulso lo compré, y se convirtió en el primer autorregalo de esta navidad.

domingo, 28 de noviembre de 2021

Las tinieblas ganan terreno

Recuerdo que cuando se murió Joe Arroyo, muchas personas, al parecer, estaban devastadas por la noticia y decían que habían llorado mucho, y claro, al instante les llovían las críticas: “No, pues tan fan del cantante, fijo no se sabe ni una canción”, y así.

No sé si algún día llegué a llorar la muerte de una figura pública, creo que no. No critico a quienes lo han hecho, pero en mi caso me parece exagerado, aunque mejor no digo nada, porque la vida siempre se empeña en derrumbar nuestras certezas.

Sin embargo, cada vez que muere un escritor siento, digamos, una ligera desazón.

Este sábado falleció Almudena Grandes. No soy un fanático de su obra y solo me he leído una de sus novelas: Las tres bodas de manolita; una historia que se desarrolla en Madrid, luego de la guerra civil.

Malena es un nombre de tango es otra de sus novelas y me cautiva mucho el título, quizá la lea pronto a manera de homenaje póstumo a la escritora.

Les decía que cada vez que muere un escritor siento algo de tristeza, porque es como si las tinieblas ganaran un poco más de terreno en este mundo que está tan patas arriba.

En estos días la he visto hablando en unos videos cortos y me parece que uno de sus fines en la vida era hacerle frente al caos y al horror; ponerle un poco de orden al mundo, el suyo por lo menos, con sus letras.

Considero que Los escritores, los de ficción para ser precisos, mantienen a raya la locura diaria que nos envuelve y que cuando uno(a) de ellos deja este mundo, independiente de su nacionalidad y si lo hemos leído o no, se genera un desequilibrio en el curso de nuestras vidas.

“Porque existen hambres mucho peores que no tener nada que comer ,
intemperies “mucho más crueles que carecer de un techo bajo el
que cobijarse, pobrezas más asfixiantes que una vida en una casa
sin puertas, sin baldosas ni lámparas.”
- Las tres bodas de Manolita –

Las tinieblas ganan algo de terreno, ya les digo yo.

sábado, 27 de noviembre de 2021

Desfasado

Esta semana habría sido como cualquier otra de este año, si no fuera porque estoy, o bien, me siento desfasado. Como explicarlo; diría que estoy y no estoy en ella.

El jueves juré todo el día que era viernes y trasnoché a propósito por eso. “Mañana es sábado, ¿qué más da? Si quiero no me levanto y me quedo metido en la cama todo el santo día, con el mismo empeño con el que Yoko Ono y John Lennon duraron una semana en la cama de un hotel”, pensé.

A eso de la 1 de la mañana pasadas, cuando ahora sí era ese viernes que había creído habitar, y mientras cambiaba los canales, de forma frenética, como si el mundo se fuera a acabar, buscando algo con que distraerme; caí en cuenta de que el sábado que había justificado mi trasnochada no iba a llegar.

“¿Y ahora qué?”, pensé. “¡Ya qué! Hombre”, me respondí, o me respondió mi otro yo, pero a los pocos minutos me invadió un sentido de responsabilidad, apagué el televisor y me quedé dormido pronto, o eso creo.

Hoy me invadió esa misma sensación, es decir, todo el día he sentido que es domingo. Vamos a ver si creer eso, me va a funcionar en horas de la tarde, cuando la luz del día se empieza a extinguir y uno se comienza a sentir extraño.

Una vez un coach, de esos que dicen que ayudan a conseguir el trabajo de los sueños y no sé qué más cosas extrañas, decía, en el inicio de su charla, para activar un punto de dolor de los asistentes, que el día en que más se reportan suicidios son los domingos en horas de la tarde, en fin.

Les decía que la sensación de estar en Domingo siendo sábado, de pronto va a evitar aquella sensación de extrañeza de domingo por la tarde, pues recordar que ese no es el día en el que creo estar, será un motivo de alegría.

No sé qué haré mañana a esa hora, pero como estoy desfasado, es posible que mañana sienta que habito un martes o miércoles.

Los mantendré informados.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Salvar el mundo

Salvar el mundo es lo que hago en este preciso instante, por lo menos el mío. Vuelvo y me repito. Esta es una idea sobre la que suelo escribir cuando los temas no abundan en mi cabeza, estoy cansado o tengo ganas de ponerme a leer.

Escribo para no perder la costumbre de redactar un par de líneas diarias sobre lo que sea y sin importar si al final no tienen mucho sentido. Imagino que en algún lugar del planeta siempre habrá alguien que se se identificará con mis textos, aunque puede ser que nunca los lea, qué sé yo, de pronto a Akihiro Yoshida, un campesino que vive en la periferia de la ciudad de
Kōbe, este escrito le caiga como anillo al dedo, pero es una lástima que el sr. Yoshida no tiene idea alguna del español y nunca se va a enterar de su existencia.

Da un poco de angustia eso, es decir, pensar que en algún lugar del planeta existe un texto que va a salvar nuestro mundo, uno que es justo lo que necesitamos leer cuando sentimos que la vida nos oprime el pecho, y que nunca vamos a tener acceso a él porque quién sabe en dónde y en qué idioma se encuentra escrito.

Quizá esa es una de las razones para aficionarse por la lectura, porque andamos, de forma inconsciente, detrás de ese escrito único. Puede ser que por eso se compran libros de forma compulsiva, porque en algún momento de la vida, que no alcanza para nada de lo que realmente queremos hacer, esperamos aterrizar en él.

Pero les decía que estoy salvando el mundo, ¿cierto? Siempre suelo pensar eso cuando escribo, que de alguna forma corrijo un poco el curso de mi vida y evito precipicios de desesperación para mí y otras personas.

A esta hora ya son las 12:55 del mediodía en Kōbe, ojalá que mi estas líneas le ayuden en algo al señor Yoshida.

martes, 23 de noviembre de 2021

De musas y otras cosas

Hay personas que afirman que para escribir es necesario contar con la presencia de la musa de la escritura, esa fuente inagotable de creatividad que, si está de nuestro lado, es posible que nos dicte cualquier texto al oído.

Un amigo al que le gusta escribir decía que él sin esa musa, que se traduce en las ganas de escribir y saber sobre qué hacerlo, no podía redactar ni media línea.

Supongo que quién se haya inventado el cuento de la musa lo hizo únicamente para darle un aire romántico a la actividad de escribir, porque con musa o sin ella, lo que cuenta es sentarse a hacerlo, así se tengan todas las ganas del universo o nada de ellas.

Una vez, en los inicios de su carrera como escritor y mientras se tomaban unas cervezas, Kurt Vonnegut le pregunto a Salman Rushdie “¿Vas en serio con esto de escribir?”. “Sí”, le contesto Rushdie y Vonnegut, con su veteranía, le dijo: “Entonces debes saber que llegará un día en que no tendrás un libro que escribir y, aun así, tendrás que escribir un libro”.

Supongo que los novelistas tienen claro eso, y que, a veces, con algo de suerte, la musa se les aparece, pero que por lo general se sientan a escribir in darle tantos rodeos al tema y ya está,  sin hacerlo ver como una actividad mística o especial.

También, supongo, debe existir una musa de la lectura que hace presencia en aquellos momentos en que uno siente un profundo deseo de leer algo.

Con el acto de leer, pienso, pasa, lo mismo que con el de escribir, si la musa no aparece, lo que se debe hacer es coger el libro y comenzar a leerlo sin pensarlo tanto; lo más probable, por lo menos en mi caso, es que en medio de la lectura la musa aparezca.

lunes, 22 de noviembre de 2021

Sangre ajena

Ese día, Antonio Muñoz se levantó de mal genio, a pesar de ser un día soleado, perfecto para salir a caminar.  Le gusta hacer esa actividad todos los días. Siempre realiza caminatas cortas, de no más de quince minutos, pero que le ayudan a despejar la cabeza para el día que tiene por delante.

Su malhumor se debía a que no podía comer nada, pues debía estar en ayuno para tomarse unas muestras de laboratorio. No poder cumplir su ritual de tomarse el primer tinto del día en el balcón de su casa, respirando el aire frío de la mañana con Gesundheit, su fiel Pastor Alemán, a su lado, lo tenía así.

Le molesta cuando siente que pierde el poco control que tiene sobre su vida, pero ¿qué puede hacer si la vida no es más que puro azar, un constante derrumbe de todas nuestras certezas?

Más tarde, en el laboratorio, una máquina le da el turno C247. No hay ninguna silla disponible en el salón y ahí, de pie, mira con rabia a todos los que están sentados. “Malditos todos”, piensa

Luego intenta encontrarle significado a la combinación de números y letras de su turno, pero se aburre al instante y mete el papel en el bolsillo.

Una pantalla empotrada en la pared produce un pitido cada vez que anuncian la atención de un nuevo turno. Muñoz mira la pantalla, pero apenas van en el C231; quién sabe cuánto tiempo le tocará esperar. “Vida perra”, piensa.

El sonido del cambio de turno se vuelve a producir y una mujer se levanta angustiada como si la corta distancia que tiene que recorrer hasta el módulo de atención le fuera a tomar horas. Muñoz aprovecha y se lanza hacia la silla con energía exagerada, sin importarle si había personas de la tercera edad o mujeres embarazadas de pie. “Que se jodan todos…y todas”, murmulla.

Después de una hora, por fin es su turno. Cuando se acerca al mostrador, una mujer con un uniforme azul claro, le pregunta si tiene la orden médica “¡Claro!”, responde, pensando que la mujer sería dichosa si él le dijera que no, para que ella pudiera decirle que se largue por donde llegó.

La mujer le entrega un frasco. “Para el parcial de orina”, le dice ante la cara de asombro de Muñoz, mientras él mira como le pone un sticker blanco en el que va su nombre y cédula.  En Otra bandeja, un poco más a la derecha, hay tubos con  sangre que también tienen el mismo sticker, con los datos de otras personas.

Muñoz toma el frasco y se queda mirando los tubos fijamente. Parece que el personal del laboratorio tiene claro el procedimiento para marcar los frascos y tubos, y que no hay forma de que la orina y sangre de fulano se  la asignen a mengano, pero Muñoz no puede dejar de pensar en todas esas personas que andan  por la vida con resultados de laboratorio de otras personas y las consecuencias que eso desencadena.

Se sienta a esperar,  y hace fuerza para que no le vayan a asignar sangre ajena.

viernes, 19 de noviembre de 2021

Vista Mañanera

Después de una seguidilla frenética de clics caigo en 11 a.m la canción que más me gusta del álbum Morning View de Incubus. Mientras la escucho me devuelvo a un año al inicio de este siglo, ya no recuerdo cual, en el que viajé a Carolina del Sur a una especie de intercambio.

Yo y un grupo de personas estudiábamos dos días a la semana y en los otros trabajábamos en parques de diversiones. Las noches eran casi siempre lo mismo: Tomar cerveza y hacer fiestas improvisadas en uno de los apartamentos del edificio del campus en el que nos estábamos quedando, hasta que los pocos gringos que habían decidido quedarse ese verano en la universidad y que ocupaban un apartamento en el edificio, llamaban a la policía del lugar para que termináramos la fiesta.

Entonces alguien golpeaba la puerta y cuando uno la abría se encontraba con un hombre alto y fornido, que llevaba puestas gafas negras y que, con frases cortas, nos decía, luego de pedir identificaciones, que no hiciéramos más ruido.

Pero les estaba hablando del Vista Mañanera ¿cierto? Lo que pasa es que como compré ese disco ese verano, siempre me inserta otros recuerdos.

Fue en una semana que tuvimos libre y alquilamos una Van para viajar a Atlanta. Cuando fuimos al lugar donde alquilaban los autos, y como era un viaje de más de 8 horas, yo pensé que debíamos comprar un seguro contra accidente. “Lo pagará usted me dijo M”. “Tan marica”, le respondí, y al final nos llevamos la camioneta así no más, sin seguro ni nada.

Viajamos a punta de mapas, pues no teníamos celulares en ese momento y fue en Atlanta, luego de perdernos por las calles de la ciudad y terminar en un barrio que parecía peligroso, en un centro comercial inmenso que parecía una selva por todas las plantas que tenía, donde compre el álbum en una tienda de Tower Records.

En ese viaje alternábamos el álbum con discos de vallenato, pero recuerdo que desde ese momento identifiqué, en mi humilde opinión, el top 3 de sus canciones: 11 a.m, Blood in the ground y Just a Phase.

En Atlanta nos quedamos en la casa de unos amigos de Ana María, una mujer que decidió unirse a nuestro viaje un día antes.

La casa de los amigos, una pareja, que al final no eran tan amigos de Ana, sino conocidos, quedaba en las afueras de la ciudad y cuando por fin la encontramos P. comenzó a echar reversa para parquear y se llevó el buzón de correo.

Después de un viaje de más de 8 horas sin ningún inconveniente, la luz stop derecha se había rajado con el golpe.

“¿Y cuánto nos va a costar esto sin seguro?”, me pregunté, pero al rato olvidé el asunto y me dediqué a disfrutar del viaje.

A los 5 días, devuelta en Carolina del Sur, cuando fuimos a dejar la camioneta en el lugar de alquiler de carros, listos para asumir una deuda, la mujer que atendía nos firmó un papel y sin revisarla nos dijo: "parquéenla allá”, señalando un espacio libre en el parqueadero.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Análoga y digital

Por azares de la vida, acaso de qué otra forma podría ser, termino en un café que no conocía.

Adentro, el mostrador expone tortas con cremas de colores rojo, verde y naranja, entre otros.

Todas se ven apetitosas, pero para ir a la fija me decido por una vieja conocida, la de zanahoria, que lleva una cubierta blanca, queso crema al parecer, y la acompaño con un capuchino.

Me siento en una mesa que está contra una pared.

La mayoría de clientes del local están sentados en la terraza, algo que no entiendo porque la tarde ya es casi noche, hace frio y sopla una fuerte brisa, pero ¿quién soy yo para juzgar los gustos meteorológicos de las personas?

Adentro estamos dos mujeres y yo.

A mí derecha, una mesa de por medio se encuentra una de ellas, llamémosla la digital. Está sentada al lado de una ventana que da a la calle. Teclea de forma frenética en un pequeño portátil y sobre la mesa tiene dos celulares, uno de ellos conectado a un cargador; una cartuchera con estampados de flores y una libreta. Sobre la que reposa un esfero. También hay una tasa desocupada. A ratos fija la mirada en un punto cualquiera de la pared de enfrente como buscando una idea, y cuando esta le llega la descarga con furia en el teclado.

“Me puedes traer, en un ratico, una infusión de frutos rojos”, le dice a una de las meseras cuando pasa cerca de su mesa. Imagino que debe ser una cliente frecuente porque la empleada del lugar parece saber a cuantos minutos equivalen ese “ratico” que menciono la mujer.

En un momento se pone de pie para ir al baño y deja todas sus pertenencias en la mesa. Envidio su tranquilidad.

A lo lejos, cerca a la entrada, se encuentra sentada la análoga que, a diferencia de la primera escribe a mano y con parsimonia en una libreta. Estaa cruzada piernas y mueve la que le cuelga de un lado a otro.

La digital sale del baño y minutos después, luego de sentarse, una pareja de viejitos que carga unas bolsas y unas cajas de cartón, le hacen señas desde fuera del local, para que les de algo de comer. La digital se las responde y les indica que entren.

La pareja le hace caso. Apenas ingresan, la aliada de la tecnología le dice a un mesero que por favor les sirva dos aromáticas y dos Croissants.

Los viejitos descargan lo que llevan en sus manos en el piso y antes de tomar asiento, la mujer le ayuda a su pareja a sentarse. El hombre se desploma en la silla cuando ve que es seguro hacerlo. Luego dan media vuelta y le dan las gracias a la mujer digital.

martes, 16 de noviembre de 2021

La mujer que no sentía las piernas

Ese día, parece que fue hace siglos, una pareja de amigos, novios en ese entonces, se fueron del bar para llevar a Laura a la casa porque ya estaba muy borracha. Yo estaba en las mismas y la estaba pasando bien con ella, pero uno de mis viajes a la barra por una cerveza, coincidió con el momento en que mis amigos decidieron llevársela a la casa.

La busqué por un rato y deambulé de un lado a otro del lugar, hasta que por fin la encontré. Me acerqué para darle un beso, pero resulta que confundí a Laura con su prima,  Esta me dijo algo como: "¡oiga,qué le pasa!" y, creo, se aguantó las ganas de darme una bofetada. En mi defensa puedo decir que eran muy parecidas.

"Estoy muy borracho”, pensé en ese momento y tomé la sabía decisión de abandonar el lugar. Dejé la botella de cerveza, a medio tomar, sobre un muro y emprendí mi huida de aquel sitio.

Pero como todo siempre puede empeorar, en la salida trastabillé y terminé en el piso. Uno de los guardias de seguridad del lugar me ayudó a levantarme y me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, pero era mentira porque una pierna me quedó doliendo mucho por el golpe que me acababa de dar.

Salí del lugar cojeando y me senté en un muro a esperar a que el dolor pasara un poco.

Mientras estaba ahí, solo, pensando en Laura y con ideas locas, producto del alcohol, una mujer rubia y flaca también se tropezó en frente de mí. Me puse de pie, la ayudé a pararse y a sentarse en el muro que yo estaba ocupando.

La mujer lloraba desconsolada.

“¿Qué te pasa?”, le pregunte.

“No siento las piernas”, respondió. Era claro que su borrachera era mil veces peor que la mía, que, después del malentendido con la prima de Laura y el porrazo que me había dado, ya había pasado un poco.

“¿Y con quién estás?”

“Con unos amigos, pero ya se fueron”. Valientes amigos, pensé.

Y ahí estaba yo en plena madrugada, recuperándome de un golpe, de mi borrachera y con una extraña que no sentía las piernas.

“¿Qué hacemos?”, le pregunté

“No sé respondió…No siento las piernas”, y otra vez comenzó a llorar desconsolada.

Después de un rato la mujer sacó su celular, pero no lo podía manejar. Se lo pedí prestado y le pregunté que a quién quería llamar”

“A mis papás”, respondió.

Marqué el número de sus padres, y me contestó la mamá, pero como la mujer no estaba en condiciones de hablar, le expliqué que su hija estaba con un extraño, sentada a las afueras de un bar y que, para completar, no sentía sus piernas.

La madre me pidió la dirección del lugar, se la di, y me dijo que ya mismo salían a recogerla.

Para ese momento mi borrachera ya se había extinguido y tenía ganas de irme a mi casa, pero dejar sola a esa mujer me pareció una canallada, así que esperé a que llegaran sus padres, contesté el teléfono cuando le marcaron y la ayudé a caminar hasta el carro.

Nunca me volví a ver con Laura.

lunes, 15 de noviembre de 2021

Tres cosas



A veces, cuando siento que los engranajes de la realidad son ridículos, cuando no le encuentro mucho sentido a la vida, me siento a escribir.

Escribir, pienso, cura esa rabia que a veces siento contra el mundo, contra las redes sociales, contra las personas y sus comportamientos de: mírenme, quiero llamar la atención”.

No entiendo nada y como no entiendo nada, escribo, porque escribir me desenreda, me da perspectiva y me calma. Me desacelera y evita que caiga en estados de superioridad moral, porque esa rabia que a veces siento no es más que eso, creerme mejor que las personas. ¡Que estupidez tan gigante!

Escribir, escribir cura, y mucho.

Otra cosa que también cura —disculpen los eruditos de la lengua que aborrecen el uso de la palabra cosa, pero no se me ocurrió ninguna otra, y quiero terminar este escrito para ponerme a leer (leer también cura) —es vivir en un permanente estado de asombro.

Asombrarse también cura, me refiero a ver el mundo con profundo interés, no dar por echo nunca nada, sino maravillarse por lo que sea. Pensé en esto hoy, un día desordenado en alimentación, cuando a las 5 de la tarde decidí pedir mi almuerzo-comida por una aplicación de celular.

¿No les parece asombroso eso? ¿Pedir comida desde un teléfono móvil? A mí sí, porque pienso cuántas cosas habrán tenido que ocurrir en la historia de la humanidad para poder llegar a ese avance tecnológico, cuántas personas lo dejaron todo por dedicarse de lleno a algo que fue fundamental en la creación de esos aparatos, incluso cuántas personas por X o Y motivo murieron por esa causa que defendían y que fue un eslabón para crear los teléfonos celulares, en fin.

Recuerden: Escribir, asombrarse y leer.

jueves, 11 de noviembre de 2021

Sol de lluvia

Son las 10 de la mañana y espero un Uber. Hace sol, pero también brisa. El clima aplica para colgarse de esa frase hecha: “está haciendo puro sol de lluvia”, que pretende dar a entender que el calor que hace es la antesala de un aguacero en la tarde.

Me pongo a pensar en la frase. Si se analiza un poco se cae por si sola, pues es un sinsentido pensar en un sol de lluvia. Más bien, se me ocurre, sería como un sol de vapor, pues las gotas se evaporarían al escurrirse por su superficie, pero no sé, no sé nada la verdad, o mejor dicho no sé nada a ciencia cierta, y el sol, saber de él me refiero, es pura ciencia, ¿acaso no?

Mientras pienso en eso, saco el celular y la aplicación me dice que el carro está a cinco minutos. Lo guardo en el bolsillo, miro hacia el piso y justo en ese momento una ráfaga de viento eleva por los aires una bolsa de basura negra. Se eleva y comienza a caer describiendo cualquier trayectoria hasta que otra ráfaga de viento la vuelve a elevar.

Quién sabe cuanto tiempo lleva en esas la pobre bolsa. Pobre si suponemos que siente algo. Puede que sí, pero me inclino a pensar que, de ser así, su situación le importa poco, pues no le molesta ser llevada de un lado a otro sin ningún propósito.

“¿En que carajos estoy pensando?”, me pregunto, al tiempo que el carro llega y la bolsa por fin descansa en el suelo, no por voluntad propia, sino porque el viento dejó de soplar, de ser, digamos, a diferencia del sol de lluvia que ahora es más picante.

Una bolsa negra que vaga por los aires sería una buena metáfora para retratar lo impredecible que es la vida, y como nos lleva de un lado a otro, mientras pensamos que tenemos el control de todo, pero que pereza eso, es decir, siempre tratar de adornar lo que se cuenta con figuras narrativas; yo solo les quería hablar del sol de lluvia y de la bolsa negra.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Huevo y martillazos


Me levanto, pongo a hervir un huevo y me meto a bañar. Gasto más tiempo del que necesito en la ducha, porque llegan a mi cabeza todo tipo de pensamientos y fantasías, y les doy más vueltas de las necesarias.

Salgo, me visto, voy de nuevo a la cocina y pongo a preparar el café. Me esmero en que las cantidades de agua y café sean las exactas para que quede con la intensidad que me gusta.

Al huevo todavía le faltan quince minutos, así que me siento en el comedor y me pongo a mirar el celular.

Es ahí cuando comienzan los martillazos. Desde hace un par de días están en obra en un apartamento del piso 8, pero por la intensidad de los martillazos parece que lo estuvieran demoliendo. A veces, acompañó el compás de los golpes con mi mano derecha golpeando la mesa, y juego a inventarme ritmos que mueren, cuando el obrero se detiene de un momento a otro.

Ya pasaron los quince minutos así que me pongo de pie, voy a la cocina, saco el huevo de la olla, y lo sumerjo en agua fría. Después lo pelo y logro desprender la cascara fácil. Ese, creo, es el secreto para pelar un huevo y evitar que quede mordisqueado.

Vuelvo al comedor me siento y le doy un mordisco al huevo en una de sus puntas. No veo la yema por ningún lado, luego  le hecho sal y le doy otro mordisco y nada que aparece, otro más y todo sigue blanco. 

 Me pregunto si me toco un huevo modificado genéticamente en un laboratorio, un capricho para esas personas que, como yo, no son tan fanáticas de la yema. Alguna vez leí que eso estaban haciendo con algunas frutas para que no tuvieran semillas, en fin.

En el siguiente mordisco por fin aparece la yema, ya me estaba asustando. 

Por alguna razón relaciono los martillazos con mis mordiscos al huevo. Se me ocurre pensar que en vez de una remodelación, los obreros intentan obtener algo que está enterrado en las profundidades de ese apartamento.

lunes, 8 de noviembre de 2021

Cusumbo solo

No le veo problema a hacer planes solo. Es más, creo que cada persona debería tenerlos. En mi caso, como ya he escrito antes acá, uno de mis planes solitarios favorito es ir a la Feria del libro.

Puede ser que después vaya con amigos —Sí, hay gente así, que va más de una vez a la misma edición de una feria del libro—, pero esa primera asistencia, creo, tiene algo de ritual.

Me gusta ir en los primeros días de la semana cuando el lugar esta más o menos desocupado y pasearla a mi ritmo; demorarme en cada stand lo que me venga en gana sin tener que seguirle el paso a nadie, hojeando libros como si no hubiera un mañana.

También he tratado de perfeccionar el arte de ir a cine solo, en ocasiones en que no he conseguido con quien ir. Recuerdo que han sido tres películas las que he visto solo: Ted la del oso de peluche con vida, que a todo el mundo le parecía mala, pero eso no evitó mis ganas de verla; Guerra mundial Z y la de la vida de Tolkien. Esta última si tenía claro que quería verla solo, por mi fascinación con ese autor en mis épocas de Colegio.

Si de almorzar solo se trata también lo he hecho muchas veces. Por ejemplo, en el último lugar en el que trabajé, la mayoría de empleados llevaban almuerzo y mi único compañero para ir a comer era el diseñador, pero cuando no coincidíamos por una u otra razón, no me quedaba otra opción que ir a almorzar solo.

También lo hacía, porque si hay algo que detesto es quedarme encerrado en una oficina a esa hora, al igual que hablar de temas de trabajo durante el almuerzo.

Cuando el diseñador renunció llevé el arte de almorzar solo a su máxima expresión.

Cuando eso me pasaba en otra empresa en la que trabaje en el 2007, y luego en otra en el 2013, era algo que me gustaba porque ambos lugares quedaban cerca de librerías.

Recuerdo que en ese entonces, almorzaba lo más rápido posible para tener tiempo de hojear libros antes de volver a la oficina.

jueves, 4 de noviembre de 2021

Viaje en ascensor

La reunión es a las 8:30 a.m. pero en un arrebato de puntualidad llego al edificio a las 8.

Como siempre, como es un lugar del centro de la ciudad que nunca había visitado, me siento desubicado.

Cuando doy con la dirección, me encuentro con un grupo de personas, parecen ser integrantes de un sindicato, que revolotean de un lado a otro, en una especie de plazoleta.

Una mujer se acerca a entregarme un volante y le digo: "no gracias". Sus ojos, por encima del tapabocas parecen preguntar: “¿entonces qué carajos hace acá?”.

Ahora le pongo atención a un hombre que habla fuerte. Dice algo sobre un documento que les quieren cobrar, que antes no era así, y que por eso deben exigir que todo vuelva a ser como antes.

No hay arengas ni nada.

Otra mujer se acerca a darme un volante y vuelvo a decir mi frase cordial de combate: “no gracias”.

A diferencia de la anterior, a esta parece importarle poco mi respuesta, y sale disparada a buscar otra persona a quien entregarle el papelito.

No veo una entrada al edificio por ningún lado. Me acerco a un portero. “¿Por donde ingreso?", le pregunto

“¿a este edificio?" contrapregunta. "Sí", Le respondo.

"Ahh, por el frente", dice como si fuera obvio, y tal vez lo sea, pero para personas con un sentido normal de la orientación.

"¿Por acá?, le pregunto. Sí, responde en un tono cansado, mientras pasea su mirada por el grupo de manifestantes.

Encuentro la entrada al edificio, paso la maleta que llevo por una máquina de, supongo, rayos x y cuando vuelve a aparecer al otro lado, la recojo y me dirijo hacia los ascensores.

Son 6 y oprimo el botón de 1. Mientras lo espero, una mujer muy arreglada llega a la zona de ascensores y me saluda como si fuera un viejo amigo. No entiendo qué le pasa a los trabajadores del edificio, pues con otro par que me he cruzado también me han dado los buenos días; no quiero decir que este mal ni que me moleste, solo que me parece extraño tanta cordialidad urbana, en fin.

La puertas de un ascensor se abren, pero me doy cuenta tarde y justo cuando voy a entrar, me estripan.

Miro a la mujer arreglada con rabia, como si fuera culpa de ella, y a otro hombre que acaba de subirse y que lleva un vaso de café de Juan Valdez en sus manos. Este nos saluda apurado, como si se le hubiera hecho tarde.

Mi reunión es en el piso 3. Me demoro un rato en encontrar el número en el tablero, los hay hasta el 30, y cuando lo veo lo oprimo, pero se apaga al instante.

Repito la operación un par de veces sin éxito alguno. La mujer se baja en el piso 26 y se despide de nosotros. Luego de que las puertas se cierran el ascensor sigue subiendo a toda velocidad.

"¿Cómo hago para llegar al piso 3?”, Le pregunto a mi compañero de viaje de ascensor, el buen hombre con el vaso de café.

"Mmm este no para en ese piso, tendría que devolverse al uno y coger el primero de la derecha.

Le doy las gracias y lo acompaño hasta el piso 29. Luego, cuando llego de nuevo al primer piso, salgo al pasillo de ascensores y veo un letrero que indica para que pisos funciona cada uno. Juro que cuando llegué no estaba.

Tomo otro ascensor, con el que por fin doy con el tercer piso.

Más tarde, en la reunión, la ventana de la sala da a la plazoleta a la que llegué en un principio. Ahora alguien llevó un parlante y suena música protesta: “Solo le pido a Dios,
que el dolor no me sea indiferente. Que la…”