Acompaño a mi hermana a hacer una vuelta. Me armo con la Tentación del fracaso, los diarios de Ribeyro, para soportar la espera. Cuando llegamos al lugar, me encuentro con un supermercado, y le digo que la voy a esperar ahí.
Nos despedimos de forma apresurada y entro al lugar. Es temprano y como no desayuné nada, pienso en qué voy a comer y sonrío. Larga vida al primer café del día.
Paseo por el primer piso del supermercado y le doy toda la vuelta buscando una cafetería. Cuando termino mi recorrido, me doy cuenta de unas escaleras y un aviso de fondo rojo y letras blancas con la palabra cafetería escrita en Mayúsculas.
Las comienzo a subir y como son metálicas, mis pisadas retumban.
El segundo piso resulta ser un ambiente muy iluminado, con mesas plásticas y sillas rojas y azules. El lugar está vacío. Detrás del mostrador no hay nadie.
Pienso que es la última cafetería del mundo, que después de un evento apocalíptico, por algún azar del destino ese lugar quedó en pie.
De unos parlantes sale música a todo volumen: Merengue apambichao. Imagino que así se escribe, si no, le pido disculpas a los admiradores de ese tipo de merengue y a los adictos a la gramática y la “buena” escritura.
Los parlantes no se cansan de escupir éxitos del ayer, de miniteca, digamos: Sergio Vargas con su “Te va a doler”, Proyecto uno y su “No pare sigue sigue”, y así.
Por fin aparece una mujer detrás del mostrador. “¿Qué quiere?, me pregunta. Miro los productos y hay un caldo de costilla de aspecto dudoso , unas arepas blancas y amarillas que parecen tiesas, y unos pasteles que, al parecer son carimañolas.
Me decanto por el último producto y pido 2. No sé porque lo hago, porque estoy seguro que con una es suficiente. Debe ser porque de forma inconsciente pienso envolver una en una servilleta, cuando deba abandonar ese lugar y enfrentarme al paisaje inhóspito que me espera allá afuera.
Cuando voy a pagar le pregunto a la mujer que si tiene ají o alguna salsa. “¿Sal?”, responde. “No, S.A.L.S.A”, le respondo exagerando la pronunciación. “Ahí hay mayonesa y salsa de tomate”, me dice, al tiempo que señala el lugar en el que están. Le doy las gracias y no insisto más.
Me pasan las carimañolas en un plato de icopor y están frías. Le pregunto a la mujer que si por favor las puede calentar y, con desgano, toma el plato y lo mete en un horno microondas.
Luego cuando me siento en una mesa que da a una ventana, le doy un mordisco a una carimañola, y caigo en cuenta que tienen buen sabor, pero son 90% aceite.
La cafetería sigue igual, con el merengue como música de fondo, pero sin comensales. Abro el libro y comienzo a leer.
El escritor peruano está en Alemania y las entradas que leo tienen varios pensamientos relacionados con la escritura:
“Escribir no es un acto continuo. Generalmente va acompañado de largos intervalos de distracción, durante los cuales se hacen dibujitos al margen del papel, se enciende un cigarrillo, se mira por la ventana, se piensa en cosas que no tienen que ver nada con la literatura”
Anotaba el escritor el 6 de abril de 1958 en sus diarios de Berlín, Hamburgo y Fráncfort.
Levanto la cabeza y veo que ya han llegado más personas a esta cafetería del fin del mundo.
Al poco tiempo suena mi celular, y mi hermana me avisa que ya terminó. Cuando salgo a la calle todo parece normal, pero nunca se sabe, el fin del mundo, el personal al menos, se puede encontrar a la vuelta de la esquina.
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