Leo La vida invisible de Addie LaRue y tomo capuchino o tomo capuchino y leo, en fin, sea como sea, es uno de esos momentos en que la vida queda suspendida en un estado de serenidad.
Lo hago sin afán. Me falta poco para terminar la novela y saboreo el momento, la lectura y la bebida. Pienso que así debería ser la eternidad, un lugar con cafés al aire libre y muchos libros, por lo menos los que no se alcanzaron a leer en vida. Tal vez aspiro a mucho y más bien es un lugar aburridor, como la sala de espera de un consultorio, en fin.
Trato de, estar presente, disculpen lo cliché, todo lo que pueda, porque son instantes efímeros. Momentos de los que hay que agarrarse con dientes y uñas, y pelear por preservarlos como si fuera lo único que tuviéramos que hacer en la vida, pues en cualquier momento un pensamiento negativo atraviesa esa capa de tranquilidad que parece indestructible y nos llenamos de dudas que conducen a la tristeza.
Les decía que leo y mis niveles de dopamina están por los aires, porque tengo intriga de saber qué les va a ocurrir a los protagonistas que, claro está, están metidos en un problema ni el berraco.
En una escena conversan, tendidos en la cama, después de un día agotador. Ya no recuerdo el diálogo, pero este hace que piense en un posible final para la novela. “¿Será?”, me pregunto, y creo que sí podría serlo. imagino que hay relatos que conducen a los escritores a un único final, el menos disonante.
No me disgusta, pero prefiero cuando no logro intuir nada del desenlace de lo que leo. Por lo general soy malísimo para hacerlo y todos los posibles resultados que imagino solo quedan convertidos en finales alternos.
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