Tengo una cita con una optómetra. Salgo del apartamento, justo sobre el tiempo, a esperar el taxi que pedí. A los pocos minutos aparece. Apenas me subo el conductor pregunta: “¿Don Juan?” por un segundo me siento importante por aquello del Don, pero concluyo que es una pendejada ese calificativo protocolar. Recuerdo que al papá de una amiga varias personas le decían así, porque era un hombre malencarado al que todos parecían tenerle miedo, pero la vredad de Don tenía más bien poco, en fin.
Reviso si llevo lo necesario para mi cita: las gafas, el lente de contacto izquierdo (en singular porque ayer se me cayó el derecho al piso, sin darme cuenta lo pisé y lo volví mierda), mi celular y la billetera.
“¿y el Kindle?”, me pregunto después de andar una cuadra. Lo olvidé, salí de afán, apenas terminé de terminar de escribir un email, y no se me pasó por la cabeza.
Durante el trayecto, el taxista se despachó una perorata sobre el clima político del país, a la que solo respondía con: mmmm, ajá, veo , ya. Solo deseaba que dejará de hablar de una vez por todas, pero cuando dejaba de decir algo, solo lo hacía para tomar aire, y entonces comenzaba a quejarse del tráfico, de las vías, de lo que fuera.
Más tarde somos 6 los que estamos en la sala de espera: 4 mujeres y 2 hombres. Todos estamos pegados a nuestras pantallas de los celulares, ¿qué podemos hacer? Llámenos básicos, alienados, lo que quieran, pero así somos. Ese aparatico se nos incrustó en la vida como un apéndice.
A mi lado derecho, separado por una silla que tiene un papel pegado que dice en letras mayúsculas grandes FUERA DE SERVICIO, está una mujer no se cansa de mover uno de sus pies frenéticamente. A veces hace que toda la hilera de sillas se mueva a causa de su tembladera.
"¿Se puede quedar quieta?", pienso decirle, pero fiel, como ya lo saben, a mi política de no hablar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre más de lo normal, la dejo ser.
Atrás un hombre lleva puestos unos audífonos, tenis blancos, sin medias a la vista, jeans azules, camisa blanca, gafas oscuras y un sombrero negro de copa ancha. Una cadena gris le cuelga de su cuello y tiene anillos en ambas manos. Parece salido de un video de regaetton. Pienso que en cualquier momento se va a parar a cantar y bailar.
"Héctor Montaño" dice fuerte un médico desde su consultorio y nos priva a mí y las mujeres que me acompañan del show, pues y el reggaetonero se pone de pie.
Al poco tiempo la doctora me llama. Apenas me pongo de pie miro a mis compañeras de espera siguen con la mirada clavada en las pantallas de su celular, parece que no hay show que las distraiga.
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