Me levanto no tan tarde, desayuno y cuando termino de hacerlo, pienso que debería aprovechar el día leyendo o escribiendo. Para mí esas dos actividades son la mejor manera de hacerle frente a la vida y al paso inclemente del tiempo, que a cada rato nos atropella.
Cuando estoy de nuevo en mi cuarto, caigo en cuenta de que mi cuerpo todavía tiene vestigios de cansancio.
Me recuesto en la cama por puro acto reflejo. La consigna del día sigue siendo la misma: Leer, escribir y no descarto que se me cruce alguna serie de tv. Cierros los ojos y caigo en un estado de duermevela. Parece como otra dimensión, una totalmente apacible. Lo único que me separa de la que habito, o bien, de eso que llamamos realidad, son mis párpados. Si los abro mi fortaleza de tranquilidad se desplomaría.
Allá afuera escuchó el ruido del tráfico, pero es un sonido lejano, como de mentiras, de personas que van de afán de un lado a otro. Imagino que no pueden permitir que la vida les pase por encima, y tienen que estar un paso delante de ella, como si pudiéramos hacer tal cosa.
Mi yo juzgador arremete con toda: “Se me está pasando la vida. Debería hacer algo productivo, leer o escribir, ¿acaso no es lo que tanto me gusta? Pero claro, acá estoy desperdiciando el tiempo, y dejando que la vida me pase por encima”.
Puede que tenga algo de razón, que un paro cardíaco fulminante este acechando mi corazón justo en este momento, y yo ahí, tirado en la cama, desperdiciando mis últimos momentos de vida.
Me arropo y la única respuesta que tengo para mis pensamientos es: “Que se joda”, ósea que me joda yo. Sé que no tiene mucho sentido, pero por qué abandonar ese territorio acogedor en el que aterricé sin haberlo pensado.
A veces lo único que se necesita es ver pasar la vida.
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