Desayuno.
Ya saben, me tomo un café con un pan, un bizcocho, una galleta, un biscuit como dicen los ingleses. Lo hago al frente de mi computador mientras hojeo redes sociales y noticias. Tal vez debería tener un desayuno, digamos, más consciente, qué sé yo, estar presente en cada bocado, en cada masticada, pero así están las cosas, y es un momento del día que me agrada, más que eso siento que me centra; un Zen a mi manera.
Cuando le doy el primer sorbo al café la bebida ya está fría porque me distraje leyendo algo, así que me pongo de pie y voy a la cocina a calentarlo en el horno microondas. Una vez allá, cuando estoy enfrente del aparato, miro la cantidad de café que tiene la taza y de alguna forma mi cabeza hace cálculos y estima que el tiempo que debo poner a funcionar el horno es de 25 segundos. Le hago caso.
Pongo cuidado en oprimir bien los botones –Una vez, distraído, tecleé la clave de mi tarjeta debito– y cuando deja de funcionar, como siempre, hago mis tradicionales pasos de robot con los pitidos que marcan el final de su funcionamiento. Mi cerebro tenía la razón. Ese era el tiempo que necesitaba. Un segundo más y quedaba muy caliente, uno menos y quedaba frío. A veces hay que confiar en las decisiones que toma.
Cuando estoy a punto de devolverme para el cuarto, se me ocurre sacar un hielo de la nevera, pues también tengo un jugo en mi escritorio y pienso que estaría bien echarle uno. Abro el congelador, tomo un cubo y sale el vaho frío. En la otra mano tengo la taza de café de la que sale vaho caliente.
Ese contraste de frío-calor, imagino que encierra el significado de algo que a primera vista no se ve. Puede que estas palabras sean un primer acercamiento a ese gran misterio. Les estaré informando.
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