Apenas entró a su apartamento dejó caer al suelo el morral que siempre lleva a la oficina. Olafo, su labrador viejo y ciego sintió su presencia y salió a saludarlo. Horacio Carvajal se arrodillo para acariciarle el lomo y le preguntó:
“Y ahora qué vamos a hacer amigo mío?”
Olafo agacho las orejas y se marchó de nuevo a la cocina para echarse en su cama.
Carvajal se refería a lo sucedido en la oficina tan solo hace un par de horas atrás. Había sido, como desde los últimos cincos años, un lunes de mierda. No porque odie su trabajo––o en parte sí, como casi todo el mundo–, sino porque a medida que envejece, cada vez le es más difícil iniciar una semana laboral.
A las 4:30 de la tarde, cuando faltaba solo media hora para terminar ese primer maldito día de la semana, y mientras intentaba insertar una imagen en un documento de Word que le descuadraba todo, Marielita, la secretaría de la gerente de recursos humanos le dijo que la señora Echavarría lo necesitaba en su oficina.
´Carvajal respondió con una sonrisa mientras pensaba: “¿Y ahora qué quiere esa bruja?”
Cuando se puso de pie y comenzó a caminar, sintió las miradas de todos sus compañeros de trabajo clavadas sobre su espalda y un leve murmullo que crecía y decrecía como una ola. Fue ahí cuando cayó en cuenta ¡Mierda, me van a echar!
Y así fue. La conversación con la señora Echavarría no duró más de cinco minutos, en los que le explicó brevemente el por qué la compañía prescindía de sus servicios y le indicaba que pasos debía seguir para largarse de ese lugar.
Ahí sentado con las manos sobre las rodillas y las piernas juntas, Carvajal además de escuchar la voz chillona de la gerente de recursos humanos, se concentró en su respiración. La noche anterior había visto un documental sobre eso, de cómo respirar de forma consciente le baja las revoluciones a la vida y hace ver cualquier problema chiquitico.
Los del documental era pura mierda o algo, porque pasado un minuto Carvajal solo pensaba en meterle un puño a la vieja esa. Solo deseaba que terminara su perorata pronto para poder salir y no cometer ninguna locura.
Luego de servirle un plato de concentrado a Olafo, se fue a su cuarto, se paro al lado de la cama, abrió los brazos y se dejó caer hacia atrás.
“¿Qué voy a hacer?", se pregunto una, dos y tres veces, luego recordó lo de la respiración, pero pensó que eso solo les sirve a los monjes budistas que no tienen que aguantarse jefes, ni gerentes e recursos humanos, y volvió a repetirse la pregunta: Qué voy a hacer.
“Nada”, se respondió.
“¿Qué?”, se pregunto
“Si, nada”, se dijo a sí mismo de nuevo.
“Me estaré volviendo loco”, pensó
De alguna extraña manera llegó a esa conclusión. Decidió que no iba a actuar, que iba a dejar que el destino, el universo, dios, la Pachamama, los alienígenas, el chupacabras, sea quien sea, acomodara los acontecimientos a su antojo y mirara qué papel le tocaba interpretar a él.
“Que cantidad de huevonadas las que pienso”, se dijo.
Acto seguido se puso la piyama y se durmió pronto, con un amplia sonrisa en su cara. Al otro día no tenía que madrugar.
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