Cuando es su turno y bate los dados –le gusta hacerlo encerrándolos entre ambas manos–, visualiza en su mente que va a obtener un lanzamiento perfecto: pares o el número que necesita para comer o llegar al seguro, aunque sabe que el puntaje no depende de ella, que es algo aleatorio, como la mayoría de cosas que le ocurren en su vida. Así las cosas, las personas aún creen que pueden dominar el curso de su destino, piensa.
Le gusta jugar con unas fichas de color verde chillón y con unos dados negros de pintas blancas, porque son livianos y dan muchas vueltas cuando los lanza. Dice que con esos saca más pares, a diferencia de los que utiliza su hermana, que son rojos y pesados y que siempre caen sobre la mesa con un golpe seco.
Su abuela le inculcó el vició por el juego desde muy pequeña, y en ese entonces se ponía de mal genio cuando le metían una ficha a la cárcel o la soplaban. Ahora, de adulta, siente que, de alguna manera, el parqués le ha ayudado a entender que no debe ponerle peros a la vida, que hay que aceptar todo como venga, pues siempre habrá opción de un nuevo lanzamiento.
Es su turno de nuevo. Encierra los dados con ambas manos y las mueve como si estuviera tocando una maraca. “Miren el doble seis que voy a sacar”, les dice a sus familiares con una amplia sonrisa.
Recuerda la estrofa de un poema que le regalo un poeta callejero:
“Toma los dados de la suerte
Arrebátale a todo misticismo
El poder en tu vida
Y lanza los dados
Apuesta
Y si pierdes es tu derrota
Y si ganas
Tu victoria
No la del destino.”
Mientras hace rodar los dados por la mesa. Cierra los ojos y cuando los abre, ahí está ese par que predijo hace un momento.
“¿Y que tal que mi mente si pueda influir en los lanzamientos?”, se pregunta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario